¿Cómo llevar a la vida
el Pregón de Pascua?

¡Que se haga la luz hasta los confines de la tierra, que la Iglesia proclame apasionada que Cristo ha resucitado y que la humanidad está llamada a resucitar!

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En el silencio de una lucha mantenida en la oscuridad del sepulcro, Jesús de Nazaret ha descendido hasta los infiernos del egoísmo y la violencia, la humillación y el desamor, la arrogancia y la soberbia para vencer toda opresión y miedo, con la entrega generosa de sí mismo.

El miedo a la muerte es la esclavitud más difícil de romper. Toda clase de opresión nace de esta esclavitud.

Pero en el corazón de esta noche en crisis, los cristianos nos atrevemos a cantar: “¡Qué noche tan dichosa! Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos. Ésta es la noche de la que estaba escrito: «Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mí gozo.»”

Con la silenciosa fuerza del don de sí, vivida la provocación de lo incierto, Él nos ha traído hasta esta mañana de Pascua. Ya es pasada la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo ha ascendido victorioso de los abismos que nos desconciertan.

Viene con intuiciones nuevas para seguir recreando una nueva vida... y nos invita a tomar parte en su trabajo. En el silencio de la lucha y en la fiesta de los frutos.

Esta puede ser nuestra Pascua, si abrimos el corazón a la fuerza de Cristo que da vida al desierto, que abre los ojos de nuestra conciencia en medio de la noche en crisis.

Viene con una palabra de PAZ para que colaboremos a que renazca la Esperanza. Para que el amor se derrame en nuestras relaciones. Para que la Vida continúe su creación. Para que descubramos que con la Vida se nos ha dado todo.

Viene con una palabra que invita a salir de la pasividad y los conformismos. Viene con una propuesta para que no abandonemos a la comunidad de hermanos que actualiza en cada generación  esta silenciosa fuerza del don de sí.   

En esta mañana de luz y victoria sobre la muerte y todas sus expresiones, nos unimos a la Iglesia para decir: “Goce también la tierra, inundada de tanta claridad, y que, radiante con el fulgor del Señor, se sienta libre de la tiniebla que cubría el orbe entero”.

Su resurrección ha vencido a los viejos y nuevos Egiptos de la Historia. A los que han querido y quieren apagar el resplandor de este cirio encendido que emerge de las aguas bautismales.  Su luz ilumina nuestros ojos para que veamos en la conciencia lo que salva y lo que no.

El Resucitado nos muestra que la bondad brota imparable en los lugares mismos de la derrota. Por eso, creer en el Resucitado nos lleva a preguntarnos: ¿Qué nos pasa? ¿Qué estamos dispuestos a hacer?

Desde esa serena mirada vemos que no hay salvación en los estilos de vida de quienes en estos últimos veinte años han  consumido a crédito bienes y servicios del resto del mundo, emitiendo el mayor porcentaje de CO2 a la atmósfera.

No hay salvación en el estilo de vida de banqueros que mientras acarrean beneficios no quieren ser sometidos a ninguna intermediación  y cuando nos quieren hacer creer que la crisis financiera les está haciendo perder dinero, piden la mediación del Estado, piden dinero público. La fe también nos lleva a una revisión de nuestros comportamientos “bancarios”.

Mirada impregnada por la luz de Pascua ante los gobiernos que han salido rápidamente al rescate de la Banca con unos volúmenes de dinero que creíamos inexistentes y que ofende a los pobres del mundo que aún esperan las migajas del 0,7 o los incumplidos Objetivos del Milenio.

Deseo fecundado por la luz de Pascua ante las jerarquías eclesiásticas a las que no se ve ni escucha levantar la voz por el múltiple deterioro de los empobrecidos. A la vez que nos alegramos por la iniciativa de la Iglesia italiana que ha creado un fondo para ayudar a las familias en paro con 500 euros al mes. Algunas parroquias están concediendo créditos para que las familias más desfavorecidas puedan salir adelante.

¿Puede la comunidad cristiana de la iglesia española sugerir a sus pastores una iniciativa similar? ¿Podríamos esperar de este tiempo de Pascua, que dejando de ser la iglesia gruñona del no, expresara mejor la dimensión samaritana que algunas comunidades ya realizan y que se acerca más al mensaje del Señor Resucitado? También depende de nosotros.

Esplendor de la Luz de Pascua en nosotros mismos por sucumbir al adormecimiento de la rutina, por la carencia de pasión por el hecho humano.

La silenciosa fuerza del don de sí que lleva a la resurrección abre un camino ante nosotros.

El  Resucitado expresa con su vida que nuestra plenitud está en darnos a los demás. Y aunque nosotros nos resistimos a aceptar que un amor “calculado” es un egoísmo camuflado… Él sigue teniendo fe en cada uno de nosotros. “Paz a vosotros”.

Su Luz pone claridad en la tentación que quiere mantenernos sedados, sumisos, serviles. En el solo culto al resucitado.

¡Es Pascua! ¿De qué nos serviría nacer si la muerte fuera nuestro destino?

A nosotros hoy la muerte y Resurrección de Jesús nos lleva a plantear la verdadera hondura de toda vida humana. Amando hasta el extremo, nos dio la medida de lo humano, el camino a recorrer para alcanzar plenitud.

La esperanza no muere. Ella nos ha de sostener y animar. Porque  “Éste es el día en que, por toda la tierra, los que confiesan su fe en Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y son agregados a los santos.”

“Este día santo ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos.”

¿Experimentaremos que la salvación está en descubrir el amor que es Dios y que ya está en nosotros?

La muerte de Jesús obligó a sus amigos a profundizar en su persona. Entregándose descubrieron en Jesús de Nazaret, al “Señor”, al “Mesías”, al “Cristo”, al “Hijo”... En esto consistió la experiencia pascual.

Hoy afirmamos que ese mismo recorrido lo hemos de hacer nosotros, toda la Iglesia, si queremos celebrar la Pascua.

De nada vale el control de los soldados atemorizados… en la mañana del Evangelio, tres mujeres llevando perfumes para curar heridas y besar la vida, revistieron el mundo con colores de fiesta.

Señor, que la luz de este cirio, consagrado a tu nombre, arda sin apagarse para destruir la oscuridad de toda noche, y, como ofrenda agradable, se asocie a las lumbreras del cielo.

Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo, ese lucero que no conoce ocaso y es Cristo, tu Hijo resucitado, que, al salir del sepulcro, brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos. Amén.