Lucha, perdón y don de sí

Meditación entregada el Viernes Santo

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A veces la vida se hace tan cuesta arriba (¡o cuesta abajo!) que se hace imposible avanzar de frente. Transitamos entonces por caminos que se adaptan el relieve de la tierra y nos permiten vencer, poco a poco, la pendiente demasiado pronunciada.

Lucha

La lucha contra el mal comienza con el reconocimiento de su presencia en nosotros.

“Porque de dentro, del corazón de los humanos, salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, codicia, maldad, engaño, vicio, envidia, calumnia, arrogancia, estupidez” (Mc 7,21-22).

En nosotros hay una espontaneidad para el bien: Para la ternura, la superación, la solidaridad. Pero también encontramos en nuestro interior las semillas de la destrucción.

¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo diciéndose “¡Que me dejen en paz! ¡Allá se apañen!”? ¿Quién no ha oído dentro de sí el bullir de las voces que alimentan la envidia, las suspicacias o el menosprecio por uno mismo? ¿Quién no ha reaccionado alguna vez con una agresividad desproporcionada incluso hacia personas a las que amamos?

Descubrimos entonces que en nosotros hay heridas y un fondo inexplicable de pecado.

Y surge la tentación de la pureza, un anhelo de perfección que dicta tolerancia cero con nuestras debilidades.

El evangelio desaconseja este “camino directo” a una supuesta perfección.

El objeto de una vida espiritual cristiana no es la pureza, sino una curación del corazón que se inicia cuando reconocemos humildemente el mal que nos habita.

Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, erguido, hacía interiormente esta oración: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de todo lo que poseo”. Por su parte, el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador”. Os digo que este bajó a su casa reconciliado con Dios, y el otro no. Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Lucas 18,10-14).

La reconciliación con Dios comienza cuando acudimos humildemente a la compasión de Dios. Cuando rompo el círculo obsesivo de mis soliloquios, soy capaz de tomar distancia con la atención y pido la ayuda del Señor: “Cristo Jesús, mi luz interior, no dejes que mis tinieblas tengan voz”.

Pero la lucha contra el mal no se lidia solo en el interior de la persona. Uno de los primeros eslóganes del movimiento feminista decía: “Lo personal es político”. Ponían de relieve que las situaciones de opresión que sufren muchas mujeres no son sólo un “asunto personal”, algo privado que le pasa a una persona desdichada. Son fruto de una estructura social injusta que requiere para su solución también de medidas políticas.

La lucha interior no puede separarse de la lucha por la justicia, por la sencilla razón que el mal que nos habita está también presente en las relaciones humanas y en las estructuras sociales. Los miedos que tantas veces nos paralizan no se eliminan con técnicas de autosugestión, sino comprometiéndonos a liberarnos los unos a los otros de las relaciones injustas que oprimen a las personas y los pueblos.
Luchar es vivir atento a las curvas del camino para avanzar a cada vuelta en sensibilidad, generosidad,  entrega.                         

Perdón

“Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos” Estas palabras del Padrenuestro expresan el compromiso de todos los cristianos con la reconciliación.

Lo sabemos bien: Sin perdón no hay futuro, ni para la personas ni para los pueblos.

Pero para quien ha tenido la experiencia de haber sido profundamente herido, perdonar no es tarea fácil. ¿Cómo decir “así también como nosotros perdonamos”?

Pero cuando oramos el Padrenuestro, no rezamos solos; participamos de la oración de Cristo, que dijo en la Cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34).

Nos atrevemos a llamar Padre a Dios, porque compartimos la misma confianza de Jesús. Al decir “nosotros perdonamos” nos unimos también al perdón de Jesús, que alcanza a toda la humanidad.

Quizás ese perdón aún tenga que madurar en mí hasta una plena transparencia, pero ya estoy inserto en esa dinámica de reconciliación que Cristo ha venido a alumbrar sobre la tierra. Y sí, me comprometo a que el Espíritu me trabaje y me haga servidor de  reconciliación.

Perdonar a quien me ha ofendido es difícil. Pero perdonarme a mí mismo lo es aún más.

Hay algo inexplicable en el perdón. El daño causado no siempre puede ser reparado y, ciertamente, el tiempo perdido no volverá jamás. Algunas relaciones rotas no pueden ser rehechas. Lo que ha pasado ha pasado y lo hecho no puede ya deshacerse, ni siquiera con el perdón.

Pero el perdón nos libera de que el pasado sea un lastre. Nos salva de quedarnos retenidos.  La palabra que utilizan los evangelios para “perdonar” significa literalmente “desatar”.  Ya no vivo atascado por lo que hice o dejé de hacer y puedo abrirme al hoy de Dios y a su futuro. Porque Dios promete un futuro incluso a quien no se lo merece.

Para perdonar necesitamos también vencer un miedo. Perdonar –y aún más, perdonarse– conlleva cambio. De hecho, es el mayor cambio que podemos experimentar. Y todo cambio da miedo. Al fin y al cabo, el pasado, aunque sea malo, es conocido. El futuro de Dios es imprevisible: “El Espíritu sopla donde quiere y oyes su voz, pero nadie sabe de dónde viene o a dónde va” (Juan 3, 8).

Don de sí

Hay una fuerza silenciosa en el don de sí. ¿Cómo salir de las crisis sin esta fuerza, que no viene de nosotros? Al entregarnos al plan de Dios, que viene de mucho más atrás que los años de mi vida y avanza hacia un futuro aún no imaginado, conectamos con el  poderoso impulso que mueve la Vida y la Historia. El humilde olvido de sí nos sumerge en esa corriente.

De nuevo la tentación del “camino directo”, de la entrega voluntarista por los demás. Pero el don de sí del que habla el Evangelio implica antes una acogida.

La acogida del amor incondicional de Dios a cada ser humano.

Porque Dios, esto es lo que revela la Cruz, no nos quiere por nuestras cualidades. No nos ama porque seamos sanos o inteligentes, íntegros o solidarios. Nos ama como ama a su Hijo desnudo y malherido sobre la Cruz, desposeído de toda cualidad valiosa. Dios es el Padre del Crucificado, al que resucitó de entre los muertos, aquel que llega a ser y permanece como hijo después de haber perdido todas sus cualidades. Esto quiere decir que no es el Padre ni de la pureza, ni de la santidad, sino el Padre de los seres humanos a quienes ama como hijos suyos, independientemente de sus cualidades.

San Pablo escribe: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20)

“Ya no vivo yo. Otro vive en mí: no ser ya yo mismo, que otro ocupe mi lugar, que tome, en mi lugar, lo que hace que yo sea yo mismo y no otro; esta realidad aparece como el estadio último de la alienación. Otro es yo, Cristo vive en mí.

Mas lo verdadero es lo contrario.

Yo soy yo, porque ya no soy lo que creía ser, el yo viejo que vivía en mí, sino otro que, entregando su vida, me ha revelado a mí mismo: no son mi salud, ni mi memoria, ni mi belleza, ni mi inteligencia, ni los honores que viven en mí, que llegan, en mayor o menor medida, y pasan, que me alzan, en mayor o menos medida, y me dejan caer. Si el yo residiera en todas estas cualidades tomadas en préstamo, no habría yo, porque yo no soy ni la inteligencia, ni la memoria, ni la belleza. Y si me amaran por ellas, entonces, ciertamente, no me amarían.

Pero ahora la Cruz me ha revelado que Dios no me ama y no ama a nadie en virtud de sus cualidades, sino que me ama a mí y te ama a ti, independientemente de nuestras cualidades. [...]

Ya no vivo yo en virtud de todas mis cualidades, sino que es la confianza en el amor incondicional que se ha posado y se posa sobre mí lo que me crea como yo, como sujeto amado.

La Cruz me libera de la imagen de un Dios que era el de la Ley para abrirme el camino de la obediencia verdadera que es, en primer lugar, el de la confianza”.

(François Vouga, Yo Pablo. Las Confesiones del Apóstol. Sal Terrae 2006, p. 35)

Esta acogida de la confianza que Dios ha puesto en mí me hace libre. “Para la libertad nos ha liberado Cristo” (Gálatas 5,1). No necesito gastar más energías para mantener ante los demás o ante mí mismo una fachada de aceptabilidad. Soy amado radicalmente y puedo sumergirme poco a poco en las aguas profundas de un don de sí.

El Bautismo cristiano expresa este morir al yo viejo, atrincherado en sus cualidades, para nacer al descubrimiento de un yo sin la coraza de los títulos y las etiquetas, abierto, por eso mismo, a una fraternidad que llama a rebasar las clasificaciones que compartimentan a los humanos.

“Porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues lo que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (3,26-28).

Esta es nuestra fe; y la verdadera fe, la que trae consigo la salvación, no conduce a la pasividad:
“Lo que importa es la fe y que esta fe se exprese en obras de amor” (Gálatas 5,6).

Es la lucha que nos conduce a la  fiesta de los frutos.

Los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, resistencia, honradez, bondad, fe, noviolencia, autocontrol; contra estas cosas no hay ley. Los que son de Cristo Jesús han crucificado sus apetitos desordenados junto con sus pasiones y apetencias. Si vivimos por el Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu. No seamos vanidosos, provocándonos y envidiándonos unos a otros […] Por consiguiente, siempre que tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, y especialmente a los hermanos en la fe (Gálatas 5,22-26; 6,10).

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