El Imperio Austríaco

Las tres ciudades centroeuropeas  –Praga, Viena y Budapest–  que vamos a visitar pertenecieron hasta la Primera Guerra Mundial a un único país: el Imperio Austrohúngaro, que antes de 1869 se llamaba simplemente Imperio Austríaco. El origen de esta entidad política se encuentra en el proyecto más antiguo para construir la unidad europea tras la caída del Imperio Romano, el impulsado por Carlomagno, coronado Emperador en la Navidad del año 800 por el Papa León III. La parte oriental de los territorios unificados por Carlomagno se convirtieron tras su muerte en el Sacro Imperio Romano-Germánico que más tarde (desde 1804) pasó a llamarse Imperio Austríaco.

Su vastos dominios comprendían la totalidad de los actuales territorios de Alemania, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Suiza, Austria y Eslovenia; más partes de lo que es hoy Francia, Italia y Polonia.
Desde 1438 hasta 1918 este imperio fue gobernado por la dinastía de los Habsburgo. Los Habsburg, llamados en castellano “los Austrias”, reinaron también en España desde Felipe el Hermoso (declarado rey consorte en 1506) hasta el advenimiento de los Borbones en el año 1700.

Desde la Alta Edad Media, el Sacro Imperio se caracterizó por una peculiar coexistencia entre el emperador y los poderes locales. A diferencia de los gobernantes de la Francia Occidentalis, que más tarde se convertiría en Francia, el emperador nunca obtuvo el control directo sobre los Estados que oficialmente regentaba. De hecho, desde sus inicios se vio obligado a ceder más y más poderes a los duques y sus territorios.

En algunos de estos dominios, surgieron y se desarrollaron intentos de reforma de la Iglesia tanto antes como después de Lutero. Un desgraciado “daño colateral” de estas reformas y de la negativa de la Iglesia Católica a aceptarlas fue las división de la Iglesia; otro, más terrible aún, las guerras de religión.
Especialmente cruenta fue la Guerra de los Treinta Años, que se inició en 1618 con la Defenestración de Praga: los  aristócratas protestantes de Bohemia tiraron por la ventana de una torre (que visitaremos) a los representantes católicos del Emperador. Fue la guerra más devastadora de la Historia de Europa.

iles de pueblos y ciudades fueron arrasados, en algunas ocasiones, su población casi totalmente aniquilada. La guerra y la crisis económica que generó hicieron que la población de lo que es hoy Alemania disminuyera de trece millones a cuatro durante la contienda y que la población de Bohemia quedara reducida de cuatro millones a uno en un siglo.

La Paz de Westfalia puso fin a esta larguísima guerra en 1648. Este acuerdo consagraba el principio de no-injerencia: cada príncipe tenía la potestad de definir la política religiosa dentro su territorio y se comprometía a la no interferir en los asuntos de los demás.  Westfalia acentuó aún más la autonomía de cada uno de los 350 principados, ducados y otros territorios que componían el Imperio. Éste nunca evolucionó hacia la constitución de un estado moderno centralizado como España, Francia o Gran Bretaña. La idea de una Europa unida bajo la guía espiritual del Papa y el dominio temporal del Emperador se perdió para siempre. A partir de ese momento, y durante el siglo XVIII los pensadores tratarán de buscar fundamentos no-religiosos para la convivencia en el continente.

En el siglo XIX, la unificación de Alemania y los movimientos nacionalistas fueron minando aún más el poderío imperial. La derrota del Imperio Austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial determinó su desaparición definitiva.