Agua en vino – Juan 2:1-11

Semana de Oración por la Unidad – 20/1/13
Rev. Melanie Grace Mitchell

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Estas Navidades mi hijo se me quejó que está pidiendo muchas cosas a Dios y ¡que Dios no le está dando ninguno! Tiene cuatro años, así que os podéis imaginar lo que está pidiendo: pues, ¡cada juguete que ve! Este es el mismo niño que se enfadó el 26 de diciembre porque Papa Noel no vino de nuevo. Es el mismo niño que recibió regalos en abundancia de aquel santo, de sus padres, de sus abuelos y que esperaba todavía lo que le aportarían los Reyes Magos. Es un niño, igual que muchos mayores, que en palabras de una amiga mía, “queremos lo que queremos cuando y como lo queramos, y ni siquiera reconocemos la abundancia que se derrama a nuestro alrededor”.

Hace unos años, una revista hizo una encuesta a personas famosas, planteándoles la pregunta: ¿si te fuera a conceder un solo deseo, qué sería? La respuesta que más impresionó a los editores fue ésta: “Mi deseo sería tener una mayor habilidad de apreciar todo lo que tengo.”

La actuación de Jesús en las bodas de Caná demuestra la capacidad de Dios de no sólo satisfacer nuestras necesidades sino de transformar lo ordinario en lo extraordinario para los ojos que lo contemplan con fe. Si el embarazo de María le confirmó que nada hay imposible para Dios, este primer milagro pone de manifiesto que tampoco hay nada imposible para su Hijo.

Las bodas son ocasiones cuando esperamos que todo vaya sobre ruedas. Así que nos podemos imaginar los nervios de los anfitriones cuando el vino se acabó y los invitados seguían en la mesa. Me imagino que Jesús sentía la dificultad de los anfitriones, pero a la vez comprendía que la situación tampoco fuera una tragedia. Y aún así, su mera asistencia a la boda y el milagro que hizo allí demuestran que él está con nosotros en nuestras dificultades, y en nuestros momentos de alegría.

Jesús no intervino al principio, pero cuando su madre le pidió ayuda, asintió. Si nos fijamos bien, María no le pidió a Jesús que hiciera un milagro. Más bien, demostrando su confianza que él podría ayudar en algo, le dijo que no quedaba vino y ordenó a los sirvientes obedecer sus ordenes. Fue Jesús él que eligió actuar de manera milagrosa, igual que es la voluntad de Dios que determina cuando actuará a través de lo ordinario y cuando hará lo extraordinario en nuestras vidas. Por eso le expresamos todos los deseos de nuestros corazones, tal y como nos instruyó, pero pedimos que responda según su santa voluntad, tal y como hizo él mismo.

Y puede que no nos demos cuenta de cómo nos ha ayudado. Juan no nos dice que los novios se dieran cuenta ni del problema ni de la solución. Fueron los sirvientes que vieron a Jesús actuar. Y el mayordomo, sorprendido, declaró al novio, “¿Cómo es que hayas guardado el mejor vino para el final”?

¿Cuántos pequeños milagros ocurren cada día sin que nos demos cuenta? Él que los busca los ve, y el cínico responde que los ve porque los busca. Pero no comparto ese cinismo. Aún así, entiendo la angustia cuando se espera un milagro y no ocurre; y aún más, cuando se espera lo ordinario, y ocurre una tragedia—como la muerte repentina de un ser querido, o un desastre de gran magnitud como el tiroteo en Conneticut en diciembre.

Acabo de volver de EE.UU., donde seguí el debate en los periódicos sobre la presencia de Dios en medio de la desdicha. Muchos se preguntan: “Si Jesús tiene el poder de convertir agua en vino, algo bonito pero de poco peso en la jerarquía de necesidades, ¿por qué no interviene para salvar la vida de los inocentes”?

Las respuestas pueden doler tanto como las preguntas, cuando alguien se atreve a formularlas para un padre que sufre la perdida de su hijo, para una mujer que sufre la muerte de su marido... Es más bien la fe que Dios sabe lo que hace, que su voluntad tiende a nuestro bien, que esta vida no es la única que se nos espera… que nos traen la paz, aunque las preguntas sigan allí.

Así comenta un sacerdote católico en un artículo en el New York Times. Después de 30 años de ministerio al lado de los que sufren, concluye que aunque no entendamos por qué, Dios elige actuar en el mundo sobre todo a través de las personas. Ha habido milagros puramente divinos, y los habrá, pero mucho más a menudo, Dios se nos acerca en forma humana, como hizo hace 2.000 años cuando se encarnó en Jesús. O sea, que el consuelo en momentos de tragedia y el auxilio en las dificultades, nos suelen venir de los que nos rodean. Como actuamos los unos con los otros, puede marcar la diferencia entre sentir la presencia de Dios, o no, recibir consuelo, o no. Tenemos que ser vehículos de la presencia de Dios los unos para con los otros. Puede que las explicaciones no ayuden, pero el amor ayuda, la compañía ayuda, el apoyo ayuda.

Otras personas escribieron al periódico, compartiendo los pensamientos de este sacerdote y resaltando que lo que sí está mal, es dejar que la fe en Dios sea una excusa para no actuar contra el sufrimiento ajeno o para prevenir que vuelva a ocurrir. Limitarse a decir, “Es la voluntad de Dios. Sólo podemos orar” puede ser señal de fe cuando no hay nada que hacer, pero puede ser señal de una pasividad pecaminosa cuando está en nuestro poder hacer algo.

Cuando alguien está sufriendo, podemos extender una mano, aunque sólo sea para coger la del otro y sentarnos en silencio, como acto de presencia contra la soledad. Pero otras veces también podemos hacer algo más para ayudar a un familiar, a un amigo… o para cambiar las leyes que hacen que sea tan fácil de conseguir un arma de asalto en EE.UU., por ejemplo, o para crear un sistema más justo para que la caridad sea para las necesidades excepcionales y no el único pan diario de millones de pobres. ¿De quién es la responsabilidad? ¿De Dios? ¿O de nosotros, cuando él nos ha dado la libertad y el poder de actuar?

Siempre me ha gustado el refrán español: “A Dios orando y con el mazo dando” porque entiendo que Jesús quiere que seamos sus ojos, sus oídos, sus manos y sus píes en el mundo, y que Jesús estará con nosotros para guiarnos y hacer disponible la sabiduría de Dios, si le invitamos a habitar en nuestro corazón. Y cuando nuestros recursos se acaben—la paciencia, la compasión, la fuerza de voluntad, la fuerza corporal—Cristo tiene la capacidad de proveer por nuestras necesidades, por la abundancia de la gracia de Dios.

Cualesquiera que sean los problemas que se nos enfrenten, Cristo puede ayudarnos y restaurar nuestra felicidad, nuestra sanidad y nuestra capacidad de gozar de la vida. Cuando obedezcamos a Cristo, nuestra fe siempre encuentra su recompensa, por la gracia del Señor. Pero la fe es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Heb. 11:1). Nuestros mejores planes no suceden siempre tal y como lo hemos previsto. Pero mientras Jesús está presente en medio de nuestra situación, hay esperanza.

No podemos ver siempre cómo Dios proveerá, ni cómo dará la vuelta a las  circunstancias, ni lo que tengamos que hacer nosotros para formar parte de la solución. Pero podemos recordar que Dios obra en todas las cosas para el bien de los que le aman, y que él respeta los compromisos que tomamos en su nombre. Por eso, no debemos vacilar a la hora de seguir su dirección, aunque no comprendamos todavía cual vaya a ser el resultado final.

La unidad visible de la iglesia de Cristo en el mundo es un bien deseado pero difícil de imaginar. Resaltan las diferencias y divisiones. Hemos vivido demasiados siglos separados, y nos hemos cambiado mucho. En España, ni siquiera nos conocemos. Esta semana murió un hombre de mi iglesia, y su mujer me comentó que le gustaría hacer un funeral en la iglesia católica para los vecinos de su comunidad, porque claro, a ellos les parecería raro ir a una iglesia protestante, y ella temía la reacción del cura de la parroquia cercana si pidiera que hiciésemos un memorial en común. Eso me parece muy triste. No está bien ser hermanos y no hablarnos. ¡Ni siquiera conocernos! ¡Ni siquiera, en muchos casos, reconocer nuestro parentesco! Somos hijos de un solo Padre, hermanos de Jesucristo, y hemos recibido el mismo Espíritu. Las Escrituras son nuestra base común y partimos un solo pan—aunque casi nunca en la misma mesa.

¿Qué más podemos hacer? Orar, informarnos, actuar, aunque sea con pequeñas invitaciones como esta celebración. Y si tengo un compañero de trabajo o algún vecino de otra confesión cristiana, o incluso de otra religión, ¿por qué no interesarme por lo que cree, por cómo practica su fe? No tiene que ser una amenaza a la mía, y puede que tengamos mucho más en común que lo que imaginemos.

La oración del Señor antes de morir, incluye esta petición al Padre celestial: “Que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado”. Que así sea entre nosotros, cada vez más. Gracias por recibirme con tanta hospitalidad. Qué el Señor bendiga nuestro tiempo juntos. Amén.