Jesús, el misterio del Hijo del Hombre

Nuestro recorrido por las quaestiones de la teología cristiana se inició hace dos meses con el tema “Decir Dios...”, que nos abría a la inmensidad de la pregunta sobre ese Misterio al que llamamos Dios. El tema tratado el mes pasado, “Israel”, enfocaba esta cuestión sobre de Dios desde la perspectiva de un pueblo. Hoy, nuestro recorrido se detiene en la vida de un solo ser humano, Jesús.

Jesús fue un judío que vivió hace unos 2.000 años en Palestina, en una época en que esta región del mundo formaba parte del Imperio Romano. Es reconocido como “Hijo de Dios” por cientos de millones de creyentes en todo el mundo. Para éstos, resulta esencial la cuestión de su identidad, pero para todos, creyentes y no-creyentes, el conocimiento de la vida y legado de este hombre, que cambió para siempre la historia de la humanidad, es una asignatura ineludible para la comprensión de nuestro mundo.

La cuestión de la identidad de Jesús como Hijo de Dios se aborda en teología mediante dos vías contrapuestas aunque complementarias: una parte de la idea de Dios y la aplica a la figura humana de Jesús (este método se llama cristología descendente); y la otra parte de la figura histórica de Jesús y descubre en él al Hijo de Dios (este otro modo se llama cristología ascendente). Ambas estrategias de abordar la cuestión se han dado en la historia de la teología.

Hoy vamos a utilizar primariamente el método de la cristología ascendente (partir de la figura humana de Jesús) por la ventaja que nos ofrece de poder hacer la mitad del camino con las personas no-creyentes que sienten un interés sobre el hombre Jesús.

En busca de Jesús en la historia

Se trata, pues de conocer a este hombre: Jesús. Y la primera tarea que debe afrontar cualquiera que se disponga a conocer en profundidad a un personaje histórico es la de enumerar las fuentes: cuáles son los documentos contemporáneos al personaje que dan testimonio fiable sobre él.

En el caso de Jesús, ¿de qué fuentes disponemos? ¿Dicen algo sobre él los historiadores romanos de la época? ¿Hay otros documentos que hablen de Jesús aparte de los cuatro evangelios que reconocen las iglesias? ¿Qué grado de fiabilidad histórica merecen los evangelios? ¿Es posible reconstruir una figura histórica de Jesús aceptable por todos, creyentes y no-creyentes? Respondemos una a una a estas preguntas.

Jesús y los historiadores de su tiempo

De Jesús hablan muy poco los historiadores de la época. De hecho, sólo hay un párrafo en los libros de historia del siglo I dedicado a él. El párrafo es del historiador judío Flavio Josefo:

En este tiempo apareció Jesús, un hombre sabio. Pues realizó obras maravillosas, y enseñó a la gente a recibir la verdad con agrado. Y ganó muchos seguidores tanto entre los judíos como entre los paganos. Y cuando Pilatos, a causa de una acusación hecha por nuestras autoridades, le condenó a la cruz, aquellos que lo amaban no dejaron de hacerlo. Y hasta hoy la tribu de los cristianos, que lleva su nombre, no se ha agotado (Antigüedades 18.3.3).

Aparte de este texto no existe una sola línea sobre Jesús en los libros no-cristianos de la época. Ni Tácito, ni Séneca, ni Plinio, ni ninguno de los grandes escritores del siglo I le dedican una sola palabra. ¿Por qué? Un carpintero metido a profeta en un rincón del Imperio que finalmente murió crucificado como miles de otros no tenía para ellos el menor interés.

Los evangelios apócrifos

Tenemos cuatro evangelios que forman parte del Nuevo Testamento. En éstos encontramos numerosas historias de la vida de Jesús. ¿Hay otros documentos de la misma época que contengan dichos y hechos de Jesús? Sabemos con certeza que sí los hubo. En los dos primeros siglos del cristianismo se produjeron numerosos evangelios que recogían dichos y hechos de Jesús. La Iglesia reconoció como auténticos a cuatro de éstos. A estos evangelios se les llama canónicos, y a los que quedaron fuera del Nuevo Testamento se les llama apócrifos.

¿Cuáles y cómo son los evangelios apócrifos? Desgraciadamente, la mayoría de estos textos se han perdido y solo sabemos de su existencia gracias a la mención que hacen de ellos, casi siempre para condenarlos como heréticos, los escritores eclesiásticos de los primeros siglos. Los que han sobrevivido pueden clasificarse en dos grupos:

1. Evangelios de la infancia.  Narran la vida oculta de Jesús con enormes dosis de fantasía.  Se han conservado en la Iglesia con piadosa veneración aunque no formaran parte del canon, y han tenido una gran influencia en la religiosidad popular. (por ej, los nombres de los padres de María, Joaquín y Ana son “conocidos” gracias a estos evangelios). Los más importantes son los de Santiago y Tomás. Su valor como fuente de conocimiento sobre el Jesús histórico es nulo.

2. Evangelios del desierto. Desde finales del siglo XIX, se han descubierto en excavaciones arqueológicas, especialmente en Egipto, y en antiguas bibliotecas monásticas algunos evangelios apócrifos antes desconocidos o conocidos sólo por referencias. Citamos aquí los más importantes:

El testimonio de los cuatro evangelios

La información histórica aportada por los evangelios apócrifos es escasa y poco fiable. No puede servir de base para reconstruir la figura histórica de Jesús. Lo cual deja como casi únicas fuentes históricas a los cuatro evangelios canónicos. Pero ¿podemos fiarnos de ellos como documentos para la historia?

Los evangelios fueron escritos en lengua griega durante la segunda mitad del s. I. Los manuscritos originales se han perdido. Los textos que hoy conocemos como evangelios son reconstrucciones basadas en copias del s. II y posteriores. Los títulos con que los conocemos “Evangelio según San Juan”, “Evangelio según San Lucas”, etc. no corresponden a los originales (los libros de la antigüedad no se editaban con una tapa provista de título y autor). Los nombres de estos autores son, en los casos de Juan y Mateo, probablemente atribuciones posteriores, y no corresponden a sus auténticos autores. Muy probablemente ninguno de los autores de los cuatro evangelios fue testigo directo de los hechos que narra.

Los cuatro evangelios son narraciones sobre la vida de Jesús escritos por cristianos de segunda y tercera generación en la segunda mitad del s. I con el objeto de preservar la memoria amada de su fundador y maestro. No son actas levantadas con precisión notarial a pie de acontecimiento, sino relatos que tienen por objeto transmitir una imagen creyente de Jesucristo e invitar a la fe. Esto no quiere decir que carezcan de valor para el historiador, pero no debemos esperar la precisión que exigiríamos a un historiador de nuestros días.

Los evangelistas, además, transmiten imágenes de Jesús distintas. Un ejemplo: cada uno de los cuatro evangelistas reporta una respuesta distinta de Pedro a la pregunta de Jesús “¿quién decís que soy yo?”

Otros pasajes indicativos son: las últimas palabras de Jesús en la cruz (Mt 27,46; Mc 15,34; Lc 23,46; Jn19,30), las distintas versiones del Padre Nuestro (Mt 6,9-13; Lc 11,2-4) y de las Bienaventuranzas (Mt 5,1-12; Lc 6,20-23). En estos y otros pasajes, los evangelios ofrecen perspectivas diversas de la figura de Jesús, y  dan testimonio de que la Iglesia de los inicios no impuso una imagen monolítica de Jesús.

Se piensa que el evangelio más antiguo es el de Marcos. Marcos, —o como se llamara en realidad su autor—, tuvo la genialidad de expresar la vida de Jesús a través de un argumento sencillo que culmina en su muerte y resurrección.

La primera línea del evangelio expone cual es la intención del documento, a modo de título: “Buena Noticia (=evangelio) de Jesús, el Cristo, Hijo de Dios” (1,1). A continuación se narra la primera escena: el bautismo de Jesús por Juan en el Jordán.

A esta primera aparición pública le siguen los relatos de su misión en Galilea. Allí, Jesús cura enfermos, exorciza demonios y predica el Reino de Dios a través de unas comparaciones poéticas llamadas parábolas. En esta primera parte, que dura 8 capítulos, aproximadamente la mitad del evangelio, Jesús aparece rodeado de multitudes que le buscan. Sin embargo, durante toda esta primera sección, nadie dice una palabra acerca de la identidad de Jesús, que es la cuestión clave del evangelio, ya enunciado en el primer versículo. La única excepción son los demonios que le reconocen como el “Santo de Dios”, una ironía de Marcos (1,24).

En el centro del evangelio, Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién decís que soy yo?” (8,29) A partir de ese momento, Jesús se convierte en un peregrino que sube hacia Jerusalén. Ya no hay multitudes, solo un grupo de discípulos que le acompañan. Durante este viaje, Jesús anuncia tres veces su muerte y resurrección. Tres veces los discípulos dan muestra de su incapacidad para entender la verdadera identidad de Jesús, y tres veces Jesús aprovecha la dureza de mollera de sus seguidores para explicarles en qué consiste el camino del discipulado.

Finalmente entran en Jerusalén (11,1). Marcos narra día a día, —de domingo a domingo—los acontecimientos de una semana fatídica. El lunes Jesús entra en el templo y expulsa a los vendedores, un gesto de denuncia contra aquellos que habían hecho de la religión un negocio (11,15-19). El martes y el miércoles, Jesús se enfrenta a diversos líderes religiosos mientras prosigue su enseñanza. El jueves es arrestado durante la noche, después de la cena con sus discípulos. El viernes muere en una cruz.

Allí, al morir desnudo y torturado, el centurión que dirige el pelotón de ejecución exclama “Verdaderamente éste hombre era Hijo de Dios” (15,39). Es el único personaje humano de la narración de Marcos que acierta a afirmar quién es verdaderamente Jesús. El domingo siguiente, unas mujeres que van a ungir con aromas su cadáver se encuentran un “joven vestido de blanco” que les dice: “Ha resucitado, no está aquí” (16,6).

La mayoría de los estudiosos actuales de los evangelios coinciden en que tanto Mateo como Lucas se basaron en el texto de Marcos para dar argumento a sus respectivas versiones de la historia de Jesús. Una lectura sinóptica de los tres textos: Mateo, Marcos y Lucas, demuestra esta hipótesis, pues Mt y Lc convergen en aquellos pasajes en los que siguen a Mc.

Esta lectura sinóptica demuestra, además, que Lc y Mt coinciden en transmitir ciertos dichos de Jesús que no están en Mc. Entre estos dichos se encuentran enseñanzas tan importantes como las Bienaventuranzas y el Padre Nuestro. La hipótesis más sencilla para explicar estas coincidencias es suponer que existió un documento conocido por Lc y Mt distinto de Mc. Este documento puede ser reconstruido comparando Lc y Mt (es el resultado de restar Mc a la intersección de Mt y Lc). Los estudiosos del Nuevo Testamento llaman a este documento “la fuente Q”, y es un conjunto de dichos de Jesús sin apenas narraciones parecido en formato y en contenido al evangelio apócrifo de Tomás.

Tanto Lc como Mt añaden a la narración marcana los evangelios de la infancia y las apariciones del resucitado, ambos elementos ausentes en Mc. E insertan de modo diverso el material que encuentran en Q. Mateo construye con este material cinco discursos de Jesús y Lucas presenta estos dichos como enseñanzas de Jesús en su camino hacia Jerusalén.  (Mateo, un evangelista que escribe para una comunidad judeo-cristiana, presenta a Jesús como el nuevo Moisés. Igual que Moisés en el Deuteronomio, Jesús proclama cinco grandes discursos, que condensan el contenido de la Nueva Alianza. Lucas, discípulo de Pablo y perteneciente a una comunidad de cristianos venidos del paganismo, presenta a Jesús como el maestro compasivo que enseña a sus discípulos un nuevo camino de salvación. El Jesús de Lucas se pasa medio evangelio “subiendo a Jerusalén” mientras les habla del “Camino”, nombre que los primeros cristianos daban al cristianismo).

Juan tiene una presentación muy diversa de los otros tres evangelistas. El Jesús de Juan va y vuelve varias veces a Jerusalén. La expulsión de los mercaderes del templo tiene lugar al principio del evangelio, varios años antes de la pasión (Jn 2, 13-16). Jesús hace largos discursos sobre su identidad como Hijo de Dios. Se piensa que estos discursos son más bien meditaciones sobre la identidad elaboradas por la primitiva comunidad Jesús y no transcripciones de discursos pronunciados históricamente por Jesús.

 

La investigación sobre el Jesús histórico

¿Es posible reconstruir con todos estos datos una figura histórica de Jesús aceptable por todos, creyentes y no-creyentes? Durante los dos últimos siglos ha habido numerosos intentos de reconstruir un “Jesús histórico” basado en la investigación histórica. Dos periodos de especial creatividad en esta investigación han sido el final del s.XIX y el periodo de dos décadas entre 1980 y el año 2000. Centenares de “vidas de Jesús” se han escrito con la pretensión de ofrecer “el verdadero Jesús de la historia”, supuestamente “liberado” del control ideológico de las iglesias. Sin embargo, estas “vidas de Jesús” –de diversa calidad histórica y literaria—ofrecen la mayoría de las veces un Jesús que es reflejo de las aspiraciones de quien las escribe. Cada época tiene la tendencia de reflejar en Jesús su propio Zeitgeist (espíritu del tiempo).

En los últimos años ha habido serios intentos de construir un “Jesús de consenso”: enumerar los datos básicos de esta persona en la historia sobre el cual estarían de acuerdo cristianos, judíos y no-creyentes. La obra más conseguida en este sentido es la de John P. Meier “Jesús, un judío marginal” (traducción española en la editorial Verbo Divino). Los elementos de consenso y disenso sobre Jesús se podrían resumir así:

El Hijo del Hombre

Haciendo confianza en la fidelidad de los evangelios (fidelidad que no ha de confundirse con literalidad), podemos decir bastantes cosas sobre esta persona que solía referirse a sí mismo como el Hijo del Hombre.

Jesús predicó su vida a anunciar su peculiar concepto de Dios. Dos metáforas son especialmente relevantes en el discurso de Jesús sobre Dios: la metáfora del Reino de Dios (Dios como rey) y la de Dios como Padre. Ambas imágenes , la de Dios como rey y como padre no son originales de Jesús. Pero sí es original la forma en la que presenta a Dios como rey y como Padre.

Por ejemplo, los seres humanos tenderíamos a imaginar el Reino de Dios, el Imperio del Todopoderoso, como un reino inamovible y grandioso, bien estructurado jerárquicamente y eternamente estable. Sin embargo, Jesús dice:

“[El Reino de Dios] es como un grano de mostaza, el cual, cuando se siembra en la tierra es el más pequeño de todas las semillas que hay en la tierra,  sin embargo, cuando es sembrado, crece y llega a ser más grande que todas las hortalizas y echa grandes ramas, tanto que las aves del cielo pueden anidar bajo su sombra” (Mc 4,31-32)

El Reino de Dios de esta parábola es una pequeña semilla que crece, incluso cuando alcanza su máxima altitud no tiene las proporciones de un cedro o una encina, solamente “es más grande que las hortalizas”. Además, su tamaño no está al servicio de la fuerza sino de la capacidad de dar acogida.

En la así llamada “parábola del hijo pródigo” (Lc 15,11-32), el padre, verdadero protagonista de la historia, hace algo que en el contexto sociocultural de Jesús y sus oyentes resultaba chocante: corre, se echa sobre cuello de su hijo y lo besa (15,20). Correr y tener tales efusiones de afecto fuera del ámbito de la casa era un comportamiento impropio, vergonzante para un patriarca de aquella cultura. El padre del hijo pródigo se comporta como una madre. – “¡Qué vergüenza!”, exclamaría un defensor del orden establecido. – Y, sin embargo, millones de hombres y mujeres de aquella cultura y de muchas otras se han conmovido hasta las entrañas al escuchar este relato de Jesús.

Podríamos seguir una a una por las parábolas de Jesús y darnos cuenta del impacto de asombro que cada una de ellas provoca en sus oyentes. El Dios de Jesús, su padre y su rey, en nada se parece a como eran las autoridades a los que todo el mundo estaba acostumbrado. De este modo, Jesús ofrece una imagen del poder de Dios que subvierte las imágenes del poder.

Jesús no dice que Dios es padre para hacernos entender que Dios nos ama como nos ama nuestro padre. Justo al contrario, lo hace para decirnos que Dios nos ama en un modo en que los padres no se atreven a amar en una cultura patriarcal. Jesús nos dice que Dios es rey no para decirnos que Dios ejerce el poder como lo hacen los reyes, sino justo al contrario, para decirnos que lo hace en un modo que subvierte la forma en que gobiernan los poderosos de la tierra.

Jesús no se limitó a hablar sobre Dios. Lo mostró a través de sus gestos de acogida. Cuando Jesús sana, perdona y expulsa a los demonios, hace manifiesta la gracia de Dios, un Dios que no espera a que seamos buenos para correr a nuestro encuentro. Cada gesto de Jesús, su vida entera, fue revelación de este Dios cercano que corre para abrazar al que busca –acaso sin ser totalmente consciente—la reconciliación. Finalmente, Jesús entendió su muerte como el último y definitivo acto de servicio y ofrenda.

El Hijo de Dios

El Nuevo Testamento reserva la expresión ho theos, con artículo, para designar a la persona que el dogma cristiano llama “Dios Padre”, el Dios único y creador revelado en el Antiguo Testamento. La expresión theos, sin artículo se usa para expresar el significado de “dios” o “dioses” en el sentido más genérico y común de la cultura helenista. El Nuevo Testamento nunca afirma que Jesús es ho theos. Cuando el evangelio de Juan afirma: “theos ên ho logos” (dios era El Logos) se evita cuidadosamente el artículo para no identificar la persona de Jesús con la persona de Dios.

En el Nuevo Testamento, la relación de Jesús con lo divino es descrita de manera muy sutil, evitando siempre la ecuación simplificadora “Jesús es Dios”. Jesús es el Hijo de Dios; Aquel que le conoce íntimamente: “nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre, sino el Hijo” (Mt 11,27); Aquel que transparenta a Dios: “quien me ha vista ha visto al Padre” (Jn 14,9). Jesús existe en una relación única con Dios que le hace ser su revelación definitiva, su verdadero rostro. Los discípulos, de modo titubeante durante su vida y firme después de su resurrección, le reconocen como el “Emmanuel”, Dios-con-nosotros.

En los cuatro primeros siglos del cristianismo, a medida que éste se inculturaba en la cultura grecorromana, una civilización que como pocas ha cuidado la precisión de los conceptos, se fue aquilatando qué se entiende con la metáfora “Hijo de Dios”. Este proceso fue impulsado, sobre todo, por la necesidad de argumentar contra interpretaciones de la identidad de Jesús que la fe ortodoxa percibía como inaceptables.

Una de las primeras entre estas interpretaciones heterodoxas, o herejías, fue el docetismo. Según esta doctrina, Jesús no era realmente un ser humano. “Parecía” hombre, pero no lo era. (La palabra docetismo viene del verbo griego dokein, “parecer”). Jesús era Dios o un dios que adquirió apariencia humana. Hoy, veinte siglos más tarde, la imagen que mucha gente tiene de Jesús es doceta.

Otra de las grandes herejías cristológicas fue el arrianismo. Según Arrio, un cristiano de comienzos del s.IV, Jesús era un dios menor, subordinado al Padre y creado por Él. Para combatir esta corriente de pensamiento, la Iglesia convocó su primer concilio ecuménico, el Concilio de Nicea, en el año 325. En ella, se añadieron en el Credo estas palabras sobre la identidad de Jesús: “Dios de Dios y luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado y no creado, de la misma naturaleza que el Padre”.

Las controversias cristológicas no acabaron sino que arreciaron después de Nicea, prácticamente todas las posibilidades fueron exploradas por distintas “herejías” que proponían explicar el misterio de la humanidad-divinidad de Jesús, como el monofisismo, que afirmaba que en Jesús habría solo una naturaleza, la divina; o el  nestorianismo que reconocía en Jesús dos personas, una humana y otra divina.

El punto final de este periodo conflictivo pero muy creativo lo puso el Concilio de Calcedonia en el año 451. Este concilio declaró que en Jesús había “dos naturalezas humana y divina en una única persona”. Esta fórmula ha pasado a ser la fórmula clásica aceptada hasta hoy por todas las grandes iglesias cristianas.

Jesucristo hoy

Más de 2000 años después, la figura de Jesús sigue fascinando a creyentes y no-creyentes. Para los cristianos es Aquel que da sentido a nuestra búsqueda espiritual, nuestro maestro y redentor.

Jesús no es una propiedad de la Iglesia Católica, ni de ninguna otra iglesia. Está por encima y más allá de ellas como su fundador y fundamento permanente. Le reconocemos como un punto de luz en la noche. Como una llamada eterna a la comunión a la vez que denuncia permanente contra toda apropiación del nombre de Dios para justificar el poder. Él está ahí como quien llama a la puerta

“Mira, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo” (Apocalipsis 3,20)