Con esta charla llegamos al ecuador de este ciclo dedicado a los grandes temas de la Teología cristiana, y lo hacemos hablando del Espíritu Santo. De este modo, hemos abordado, en esta primera mitad del curso el estudio de las tres personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu.
Al igual que las otras dos personas de la Trinidad, el Espíritu es conocido con un nombre que es una metáfora. Que “Padre” e “Hijo” son términos metafóricos es algo evidente, que lo sea “Espíritu” lo es menos en la lengua española. En el griego original del Nuevo Testamento, el término que traducimos como “Espíritu” es la palabra “pneuma”, que quiere decir “viento” o “aire”.
Tanto Jesús como los primeros cristianos llamaron “viento” a una presencia que era esencial a su experiencia de Dios. En el evangelio según San Juan, Jesús dice: “El pneuma (viento-Espíritu) sopla donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del pneuma (viento-Espíritu)” (Jn 3,8).
¿Por qué usar esta metáfora del viento para designar esta presencia de Dios? ¿Qué analogía tiene el Espíritu con el viento? En el párrafo citado de Juan, Jesús subraya la libertad que el Espíritu tiene y que el Espíritu da, libre como el viento.
Otra característica sería su ubicuidad, su presencia invisible pero real en todas partes. Pero sobre todo, es su capacidad de entrar en el interior del ser humano lo que hace tan apropiada la metáfora pneuma. La Biblia Hebrea llama también “ruaj” (espíritu-viento) a la dimensión más profunda del ser humano: ese fondo sin fin del ser humano que conecta con el misterio de Dios. Así Pablo puede decir: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rom 8,16).
Una cosa curiosa sobre la palabra “Espíritu” es su género. En la lengua de Jesús, el arameo, al igual que en hebreo, la lengua del Antiguo Testamento, “espíritu” se dice “ruaj”, y es un término femenino. Cuando Jesús se refería al Espíritu hablaba de “ella”. Con esto no queremos decir que el Espíritu sea “mujer”, del mismo modo que al decir Dios Padre no decimos que Dios sea “varón”, aunque muchos lo imaginen, quizás inconscientemente así. Jesús se refirió a Dios con metáforas masculinas como “Padre” pero también con términos femeninos como “Espíritu”.
Los discípulos de Jesús reconocieron que su maestro estaba “lleno de Espíritu”, es decir lleno de esa presencia de Dios. Es eso lo que lo hacía tan especial. Esta presencia del Espíritu es la causa y la consecuencia de la identidad de Jesús como Hijo de Dios. Este es el significado profundo de las palabras del ángel a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso lo santo que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35)
El Espíritu está con Jesús en cada momento de su existencia. En el momento del Bautismo, la primera aparición pública de Jesús según los evangelios sinópticos, el Espíritu desciende sobre Él (Mt 3,16). Según el evangelios de Lucas, en su primera homilía en Nazaret, Jesús proclama “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,14). Impulsado por el Espíritu, Jesús reza (Lc 10,21) y expulsa a los demonios (Mt 12,28). Finalmente muere exclamando “Padre, en tus manos entrego mi Espíritu” (Lc 23,46).
Lo que los discípulos descubren después de la resurrección de Jesús es que Él les ha dejado su Espíritu. Que el mismo Espíritu que habitaba en Jesús habita ahora en cada uno de sus seguidores. Al igual que Jesús, el creyente tiene en él, el Espíritu. Así Pablo puede decir “Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, que clama: ¡Abba! ¡Padre!” (Gal 4,6)
En el relato de los Hechos de los Apóstoles, el autor, Lucas, nos cuenta hasta qué punto fue esencial esta experiencia del Espíritu en los inicios de la Iglesia:
Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso que llenó toda la casa donde estaban sentados, y se les aparecieron lenguas como de fuego que, repartiéndose, se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba habilidad para expresarse (He 2,1-4).
La versatilidad de la metáfora pneuma (espíritu-viento) permite a Lucas describir el arranque de la Iglesia después de la Pascua como la experiencia de un vendaval que convierte a unos discípulos mudos de miedo en anunciadores valientes del mensaje de Jesús.
Ser cristiano no es sólo creer lo que Jesús predicó o de intentar vivir según los principios que Él enseñó. Es acoger el mismo Espíritu que habitaba en Jesús y pertenecer a la comunidad que Él fundó para hacerlo visible.
Si El espíritu es la marca del cristiano y el bautismo es el ritual que realiza la entrada en la comunidad, el bautismo estará marcado por una efusión del Espíritu. Pedro dice en su primer discurso público como líder de la naciente Iglesia: “Arrepentíos y sed bautizados cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (He 2,38).
Esta efusión del Espíritu cualifica a todos los bautizados, los hace iguales más allá de las distinciones que dividen a la sociedad en grupos étnicos y clases sociales. Así, Pablo escribe: “Pues por un mismo Espíritu todos fuimos bautizados en un solo cuerpo, ya judíos o griegos, ya esclavos o libres, y a todos se nos dio a beber del mismo Espíritu.” (1Cor 12,13)
Una característica de la Iglesia primitiva es que todos sus miembros se sienten cualificados por el Espíritu a participar activamente en la vida de la comunidad según sus dones. Pablo escribe:
A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común. Pues a uno le es dada palabra de sabiduría por el Espíritu; a otro, palabra de conocimiento según el mismo Espíritu; a otro, fe por el mismo Espíritu; a otro, dones de curación por el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversas clases de lenguas, y a otro, interpretación de lenguas. Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, distribuyendo individualmente a cada uno según la voluntad de Él (1Cor 12,7-11)
Cuando los primeros cristianos se reunían no solo era el que presidía quien dirigía la palabra a los fieles, sino que cada uno se atreve a hablar desde su propia experiencia del Espíritu: “Cuando os reunís, cada cual aporte un salmo, una enseñanza, una revelación, lenguas o interpretación. Que todo se haga para edificación.” (1Cor 14,26)
Fueron, de este modo, enormemente creativos. Los primeros cristianos no repitieron mecánicamente unas instrucciones que Jesús les había dado (que por cierto no les había dado) sino que supieron adecuar el mensaje del evangelio a nuevas situaciones y culturas. Mientras que el movimiento de Jesús era un grupo religiosamente homogéneo (judío), compuesto mayoritariamente por personas del ámbito rural y de lengua aramea; el cristianismo naciente es mayoritariamente urbano, de lengua griega y acoge por igual a personas procedentes del judaísmo y de la religión politeísta romana.
Ser cristiano es creer en un Dios que siendo uno se manifiesta en la pluralidad. Dios es el misterio insondable que sostiene la creación, es la humanidad entregada por amor de Jesús, es el Espíritu que habita en el interior de cada creyente.
Esta fe, que empezó como experiencia y que se consignó como narración testimonial en los textos del Nuevo Testamento, terminó por cristalizar como fórmula confesional: “Creo en Dios Padre, Hijo y Espíritu”, la Santísima Trinidad.
Pero la palabra Trinidad no aparece ni una sola vez en el Nuevo Testamento. Estos textos expresan más el asombro de una experiencia de Dios, que la necesidad de formular sistemáticamente esta experiencia, como la de un Dios uno y trino.
Esta fórmula, conservada y venerada a través de los siglos, nos remite a la experiencia de Dios de las primeras comunidades cristianas: la experiencia del Padre, del Hijo y del Espíritu. Es la fórmula con la que los cristianos de todas las confesiones empezamos todos nuestros actos de oración común: “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Sin embargo, en la espiritualidad practicada por gran cantidad de católicos hoy, el Espíritu es el gran desconocido. ¿Por qué esta ausencia en la práctica del Espíritu?
¿Por qué nuestra Iglesia es tan poco espiritual? Me atrevo a señalar dos causas fundamentales: la excesiva institucionalización y el protagonismo excluyente de lo racional.
En los orígenes de muchas organizaciones y movimientos sociales, hay un fundador o líder carismático. Las personas carismáticas tienen un “algo” indefinible, que les hace especiales. Atraen a otros a seguir su visión, por más que éste sea también poco definida, una intuición más que un claro plan de acción. Su autoridad se hace sentir sin imponerse, los que lo siguen se sienten libres haciendo lo que él les dice. El líder carismático convence, no por el puesto que ocupa en sociedad o por los títulos que exhibe, sino por su propia personalidad.
En este sentido meramente sociológico, Jesús es un fundador carismático. Están también tocados por este carisma algunos de los primeros misioneros cristianos, Pablo entre ellos. En un sentido más teológico, el carisma que cualifica a estos primeros testigos de Jesús es una especial presencia del Espíritu.
Los primeros creyentes en Jesucristo compartieron esta experiencia del Espíritu, que se manifestaba de forma plural en todos los bautizados. Ahora bien, ninguna organización sobrevive sin un mínimo de estructura. Una estructura supone que en una organización hay una serie de cargos. Los que legítimamente ocupan estos cargos tienen unas competencias y una autoridad en virtud del cargo que ocupan.
Para ocupar un cargo en una institución, no es necesario tener una personalidad carismática, basta ser legítimamente nombrado para el cargo. Un director de empresa, un párroco, un maestro de escuela o el capitán de un barco desempeñan sus funciones en virtud de las competencias que les adscriben la sociedad y las organizaciones a las que pertenecen. Se les pide que sean competentes, no visionarios.
En un sentido general, la Iglesia fue desde sus inicios una institución, y siempre lo será. Pero es cierto también, que a partir de finales del siglo primero sufre un proceso de institucionalización que va en detrimento de lo carismático. Una consecuencia de esta institucionalización es el empobrecimiento de la pluralidad de carismas.
En las cartas pastorales (llamamos así a las dos Cartas a Timoteo y a la Carta de Tito, que no fueron probablemente escritas por Pablo mismo sino por un círculo de discípulos suyos a finales del s. I), la preocupación del autor se centra en definir los cargos pastorales de dirección de la comunidad, brillando por su ausencia las otras funciones carismáticas mencionadas por Pablo en sus cartas auténticas.
Este proceso de institucionalización y de jerarquización termina por primar el carisma de los ministros ordenados en detrimento de todos los demás. Este proceso de ha llevado a que para muchos Iglesia sea sinónimo de jerarquía. Una teóloga de nuestros días Joan Chittister escribe:
"En todas partes, en todas las naciones, en todos los pueblos hay signos de la nueva manera de entender y vivir la relación humana con Dios. El Espíritu Santo ha hablado a través de parejas casadas y profesionales acerca de temas como, por ejemplo, el control de la natalidad. El Espíritu Santo habló a través de mujeres -y otros eminentes teólogos, sociedades teológicas y varones estudiosos de las Escrituras-sobre la ordenación de las mujeres. El Espíritu Santo ha hablado a través de los laicos, los obispos y otros muchos ritos de la Iglesia sobre la ordenación de hombres casados. Pero nadie escucha. El Espíritu Santo en personas de buena voluntad es una voz que clama en el desierto, una voz rechazada, ignorada y vilipendiada. Un elemento de la Iglesia determina la voz del Espíritu y lo hace, al parecer, negándose a escuchar sus otras manifestaciones" (Tomado del libro "En busca de fe" [Editorial Sal Terrae, año 2000] p. 176)
La experiencia del Espíritu en nuestra Iglesia pasa por discernir su voz que se manifiesta en una gran diversidad de manifestaciones e intuiciones. Al ministerio de los obispos le compete discernir con espíritu de servicio estas voces para orquestarlas en una comunión que exprese la pluriformidad del Espíritu.
Otro elemento que dificulta la experiencia del Espíritu en los países del Occidente, es la tiranía de lo racional. Ya desde los orígenes de nuestra civilización, en Grecia, la cultura europea privilegió el intelecto sobre todas las demás capacidades del ser humano.
Este privilegio de los racional se radicalizó en Europa a partir de ese giro cultural que llamamos la Modernidad. No podemos olvidar los dividendos que ha producido esta promoción de la inteligencia: ni las ciencias naturales ni la democracia hubieran podido progresar sin el sentido crítico y el análisis racional.
Pero Occidente también paga un precio por la afirmación unilateral de lo racional. Se postergan otras dimensiones de lo humano, lo que lleva a una sequedad de los sentimientos, un creciente individualismo, un abandono del misterio.
La así llamada post-modernidad se nutre en gran medida de esta desazón producida por la entronización de la diosa Razón por parte de la Modernidad y reclama la relevancia en la vida y en la cultura de otras dimensiones de lo humano. Bien entendida, la post-modernidad sería la maduración de la modernidad, que tras una etapa de exaltación unilateral de lo racional entiende que no ha de olvidar otras dimensiones de la persona.
Freud trajo a la consideración de la cultura europea la relevancia de lo inconsciente en la comprensión integral de la persona. El ser humano no se reduce a aquello de lo que es consciente, no es solo razón y voluntad, tiene otras profundidades. Más allá del subconsciente freudiano, la persona espiritual reconoce que hay fondos de misterio en la persona que remiten al misterio de Dios.
Una función de la oración litúrgica en las iglesias es la de hacer accesible este misterio. Sin embargo, el exceso de palabras en muchas de nuestras celebraciones no ayuda. El Hno. Roger de Taizé escribe: “Por otra parte desde el siglo XVI, el palabreo, poco a poco, ha invadido las iglesias hasta tal punto que la oración del pueblo de Dios corre el peligro de convertirse más en algo cerebral que en transparente comunión” (tomada de la “Segunda Carta al Pueblo de Dios”).
El silencio, el canto, los símbolos son muchas veces más elocuentes que las palabras para abrir a aquel que busca a Dios a un misterio que está más allá de nuestra comprensión.
No se trata, por supuesto, de ser irracionales, o de retornar a un estadio cultural pre-moderno y pre-crítico. Se trata, más bien, de integrar. De asumir la herencia de la modernidad y llevarla más allá, integrando en ella algo que es irrenunciablemente humano: la espiritualidad.
La fe en la Trinidad nos invita a romper la tiranía de los dualismos: jefe-subordinado; clero-laico; razón-naturaleza; varón-mujer; blanco-negro; bueno-malo. Tres personas iguales en dignidad y naturaleza, y al mismo tiempo, totalmente distintas. Esa es la imagen cristiana de Dios, una y plural en un misterio de comunión.