Q. 5. Iglesias en la historia

En la primera parte del ciclo de conferencias, hemos hablado de Dios, de Jesucristo y del Espíritu Santo. El tema de hoy es, quizás, menos “sublime”, pero no menos interesante, puesto que nos conecta con nuestra realidad presente: la historia de la Iglesia.

La Iglesia fue instituida por Jesús para hacer llegar el evangelios a todos los pueblos. En ciertas ocasiones, ha cumplido esta misión con transparencia y en otras ha hecho casi ininteligible el mensaje de su fundador. La historia es la que nos enseña que cómo se ha dado esta mezcla de bien y mal, de acierto y error, y nos ayuda a adquirir perspectiva ante los problemas y los retos del presente. La historia nos enseña a tener una visión madura de la realidad.

En el caso de la Iglesia, la historia nos introduce, además, a un sano relativismo, que nos ayuda a discernir qué es esencial y qué es circunstancial en la práctica ética y espiritual de los cristianos.

Por poner un ejemplo, hay personas que piensan que la forma tradicional de recibir la comunión es hacerlo en la boca, y que lo “moderno” es hacerlo en la mano. Pues bien, es más bien al contrario. La costumbre general en los primeros ocho siglos era hacerlo en la mano abierta. Al acentuarse durante la Edad Media la separación entre laicos y clérigos, se reservó a estos últimos –a aquellos cuyas manos supuestamente estaban “consagradas”—el privilegio de tocar las especies sagradas. El Concilio Vaticano II al restablecer la práctica de la comunión en la mano, no hizo sino volver a la forma más “tradicional”.

Pero ninguna de las dos formas de recibir la comunión pertenece a lo llama la teología “Tradición” –con mayúsculas—. Tradición en teología es aquello esencial de la fe que se remonta a la época de los apóstoles. El modo de recibir al comunión no está incluido en el núcleo de la fe.

Cosas semejantes podemos decir de otras prácticas eclesiales tales como la confesión personal, que se impuso progresivamente durante los últimos siglos del primer milenio, o del celibato sacerdotal. No pertenecen a la Tradición de la Iglesia.

En esta conferencia del ciclo “Quaestiones”, como en las demás, la premura de tiempo nos obliga a fijarnos solamente en algunos aspectos de la historia de la Iglesia. Voy a hacer un rápido recorrido por los casi veinte siglos que median entre el primer Pentecostés y año 2002, fijándonos, sobre todo, en el origen de las distintas iglesias, y en la relación de éstas con el nacimiento de lo que hoy llamamos Europa.

Los Orígenes

La Iglesia nacida de la experiencia de la resurrección de Jesucristo y de la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés fue un grupo de hombres y mujeres que descubrieron que Jesús era, efectivamente, el Cristo, Hijo de Dios, y se sintieron convocados a vivir según sus enseñanzas, mientras aguardaban su vuelta inminente. Además de formar una comunidad que se reunía a rezar, compartían sus bienes, y asumieron la responsabilidad de extender el mensaje del evangelio.

Ahora bien, estos discípulos de Jesús no tienen conciencia aún de se miembros de una nueva religión. Todos son judíos y siguen siéndolo después del bautismo. No construyen un nuevo templo, sino que siguen rezando en el templo judío de Jerusalén. El libro de los Hechos de los Apóstoles dice sobre la primera comunidad cristiana en Jerusalén “Día tras día continuaban unánimes en el templo y partiendo el pan en los hogares, comían juntos con alegría y sencillez de corazón” (2,46).

Según el libro de Hechos, la misión cristiana se extendió muy pronto fuera de los límites de Israel. El “fichaje” de Pablo de Tarso fue crucial a la hora de extender el mensaje cristiano a lo ancho del mar Mediterráneo, pero también trabajaron en esta tarea misioneros y misioneras, muchos de cuyos nombres no han llegado hasta nosotros.

Esta expansión de la Iglesia fuera de los límites étnicos de Israel fue la que provocó la primera crisis importante de la Iglesia, una crisis ampliamente documentada en el libro de Hechos (particularmente capítulo 15) y en las cartas paulinas (sobre todo Gálatas y Romanos).

La mayoría de los cristianos eran entonces judíos y entendían que la Iglesia era una parte de Israel, de hecho, el verdadero Israel. Aunque Jesús había relativizado algunas prácticas propias de la religión judía, como el estricto cumplimiento del sábado, nada había dicho contra otras prácticas, en concreto, con la circuncisión. Jesús estaba circuncidado, también los estaban los apóstoles, y todos los primeros cristianos varones.

¿Había que exigir la circuncisión a todos los cristianos como algo deseado por Dios o se podía “cambiar” esta práctica? Pablo opinaba que a los cristianos no-judíos no había que exigirles la circuncisión, pero otros muchos creían que sí.

Algunos de estos misioneros “conservadores” llegaron a Galacia (actual Turquía central) a exigir a los cristianos no-judíos evangelizados por Pablo que tenían que circuncidarse. La reacción de Pablo fue frontal. En su Carta a los Gálatas, escribe: “Mirad, yo, Pablo, os digo que si os dejáis circuncidar, Cristo de nada os aprovechará” (5,2) y unas líneas más abajo: “ojalá los que os molestan se la cortaran” (5,12). Para evitar que se discriminara a los no-judíos dentro de la Iglesia, Pablo llega a enfrentarse en público con Pedro (Gal 2,11-21).

Aquella crisis se zanjó con una valiente apertura a los no-judíos (gentiles) que implicó no exigir a los no-judíos prácticas y costumbres que pertenecían a la peculiaridad cultural del pueblo judío, pero que no formaban parte del mensaje del evangelio.

La afluencia de nuevos cristianos provenientes de la gentilidad y la pérdida de las señas de identidad judía de los cristianos provenientes del judaísmo, hizo que la Iglesia se desvinculara definitivamente del judaísmo a finales del s. I de nuestra era.

El siglo primero termina con una Iglesia cristiana con identidad propia, con un cuerpo propio de Escrituras Sagradas y una cierta organización jerárquica (en la Carta a Tito, escrita a finales del s. I, se habla de se habla de obispos, sacerdotes y diáconos, pero las denominaciones “obispo” y “sacerdote” designan al mismo oficio)

La Iglesia en el Imperio Romano

El siglo segundo es un siglo de controversias y de necesarias clarificaciones. Esta vez la polémica no es contra los judíos, sino contra las tendencias heterodoxas nacidas del seno del cristianismo, especialmente los gnósticos. Estos negaban, entre otras cosas, la plena humanidad de Jesucristo o la bondad del cuerpo humano.

Sabemos relativamente poco de este siglo II, pero sabemos que al final de este periodo, la Iglesia ha realizado esa mínima clarificación doctrinal sin la cual no era posible seguir existiendo. Ahora tiene una lista de libros del Nuevo Testamento (canon),  una doctrina más sistematizada y un método para transmitir sus enseñanzas, basado fundamentalmente en un proceso de iniciación cristiana.

El siglo III es un siglo importante para la Iglesia. Es el siglo en el que se da una gran expansión y el salto definitivo hacia las capas superiores de la sociedad. Algunos de los mejores intelectuales de este siglo son cristianos o tienen una fuerte influencia cristiana.

También es el siglo de las persecuciones. Los cristianos habían sufrido persecución desde los primeros tiempos, pero esta persecución nunca había sido sistemática. A mediados del siglo III, se dictan edictos imperiales promulgando la persecución de los cristianos en toda la extensión del Imperio Romano. Los mártires se cuentan por miles.

A comienzos del s. IV, exactamente en el año 313, la situación da un vuelco inesperado. El emperador Constantino promulga el Edicto de Milán, garantizando a los cristianos “la plena y libre facultad de practicar su religión”. ¿Por qué este giro?

Según la versión oficial, antes de la decisiva batalla del Puente Milvio, el emperador vio en sueños una cruz y con la inscripción “con esta señal vencerás”. Agradecido por la victoria a Cristo, legalizó el cristianismo.

Una lectura más crítica de la situación nos presenta a un emperador enfrascado en una guerra civil, con un imperio en franca decadencia. El cristianismo, lejos de desaparecer con el martirio, proliferaba. El emperador tenía todo que ganar y nada que perder atrayendo a su lado a estos cristianos, entre los cuales había muchas personas de valía. A partir del edicto, algunos clérigos ganaron gran influencia en los asuntos del estado, y el emperador, en los de la Iglesia. Fue el emperador, y no el papa, quién convocó el Concilio de Nicea en el año 325.

El siglo IV es el siglo de la cristianización del Imperio, si exceptuamos el breve interludio de Juliano el Apóstata (361-363). Al final de este siglo (año 380), el emperador Teodosio hace del cristianismo la religión oficial del Imperio, ordenando que “todos los pueblos regidos por nuestra clemencia y templanza profesen la religión que el divino apóstol Pedro enseñó a los romanos”. Inmediatamente, quedó prohibido todo culto pagano, se destruyeron numerosos templos, y se impidió a los paganos el acceso a cargos públicos.

Si el siglo IV es el de la cristianización del Imperio Romano, el siglo V es el de su derrumbe en Occidente. Los así llamados pueblos bárbaros asumen el poder en la mitad occidental del Imperio, tanto en Europa como en el norte de África. Con la pérdida de unidad política, los pueblos del Occidente de Europa sufren una regresión cultural. En todo ese vasto territorio, el número de las personas capaces de leer y escribir llega a un mínimo, poniendo en peligro la pervivencia de conocimientos largamente acumulados por la cultura grecorromana.

La Iglesia, pedagoga de Europa

En este contexto de decadencia cultural y de división política, la única institución que permanece es la Iglesia. Casi todas las personas capaces de leer y de escribir son clérigos. La Iglesia se convierte en la pedagoga de Europa.

Especial relevancia tiene en este contexto la obra de los monjes. Los monasterios se convierten en lugares de referencia espiritual, ética e intelectual, que ayudan a una sociedad devastada volver a construirse cultural, moral y políticamente.

En esta situación de desolación, la Iglesia también asume un protagonismo político. A partir del pontificado de Gregorio Magno (590-604), el Papa dispuso de un territorio propio entorno a Roma.

Al principio, los papas reconocían la soberanía del emperador de Bizancio, y eran sus aliados políticos. Pero las cosas cambian con Carlomagno. Este rey franco lleva adelante un proyecto de unificación política de Europa Occidental, y pide el apoyo del Papa. Éste le corona como emperador en el año 800, provocando las iras del de Constantinopla. El desencuentro entre el Este y el Oeste de Europa no hará sino crecer a partir de entonces, con el papado se encuadrado políticamente en el lado occidental.

Las disputas entre las iglesias de Occidente y Oriente llevarán a la consumación del Cisma a través de un intercambio de excomuniones en el año 1054. El motivo oficial de estas excomuniones es la cuestión del filioque. Los latinos sostienen que el Espíritu Santo proviene del Padre y del Hijo, mientras los orientales afirman que sólo proviene del Padre. Mutuamente se acusan de herejía. No es necesario ser muy crítico para descubrir el trasfondo político de la disputa.

La reorganización política y el desarrollo cultural del Occidente europeo sigue su ritmo lento pero seguro durante toda la Edad Media. Surgen las ciudades y las universidades, se forjan identidades nacionales y sus lenguas empiezan a ser apreciadas y escritas. Nace el arte románico primero y el gótico después. Se desarrolla la música y despegan las matemáticas y las ciencias naturales. La filosofía y la teología alcanzan una gran sofisticación. Europa está naciendo.

Durante todo este periodo, la Iglesia mantiene su liderazgo no solo religioso sino también moral y cultural en todos los nuevos reinos occidentales. Su influencia política es también muy grande, así como su poderío económico, basado en sus inmensas posesiones. A medida que pasa el tiempo, sin embargo, los conflictos con el poder político se hacen cada vez más arduos.

El Renacimiento

Durante el s. XV, un cambio cultural de grandes proporciones se avista en el horizonte. El Renacimiento trae nuevas ideas basadas en la centralidad del ser humano, su libertad, su inteligencia y creatividad. Es el humanismo. Se proclama la excelencia de la razón y de la libertad humanas; se prestigia a los científicos y a los artistas. Al mismo tiempo, los grandes estados nacionales europeos alcanzan unidad y madurez. Se inventa la imprenta, que permite la rápida difusión de las ideas, otros avances técnicos permitirán, entre otras cosas, la navegación oceánica y el acceso a nuevos mundos.

Es en este trasfondo histórico en el que se encuadra la segunda gran ruptura de la cristiandad. Martín Lutero (1486-1546) protesta contra una religiosidad legalista y sin alma, y denuncia los abusos de la jerarquía eclesiástica, especialmente la venta de indulgencias. Proclama que el hombre no se salva por sus obras sino por la sola fe, y reivindica el libre examen de la Biblia. Su mensaje encuentra eco en el pueblo alemán, pero especialmente en su nobleza, deseosa de romper los lazos con Roma.

El resultado es que una parte importante de las comunidades alemanas se alistan a la Reforma propuesta por Lutero, y se alejan de la comunión con Roma. Más tarde, la Iglesia de Inglaterra se apuntará también a la Reforma, impulsada por el deseo de su rey Enrique VIII de ganar autonomía con respecto al Papa.

Los papas de la época de Lutero tienen otras prioridades que las pastorales, la situación se deteriora hasta el punto de no retorno. Cuando el Concilio de Trento se convoca en 1545 para tratar el problema de la Reforma, ya es demasiado tarde. Además, debido problemas políticos y eclesiales, el concilio no terminará hasta 1564. Trento ayudó a la reforma interna de la Iglesia Católica,  pero el endurecimiento de las posturas por ambos bandos hizo la reconciliación imposible.

(En 1999, la Declaración Oficial conjunta de la Federación mundial luterana y la Iglesia católica afirma que “entre luteranos y católicos hay un consenso respecto a los postulados fundamentales de dicha doctrina” [se refiere a la doctrina de la justificación por la fe, núcleo de la Reforma luterana]. El texto completo de esta declaración puede consultares en http://www.zenit.org/spanish/archivo/document/luterano-catolica.html)

La modernidad

En el s. XVIII, entra en la escena un nuevo movimiento cultural que cuestiona la autoridad de las iglesias y de la misma religión, la Ilustración. En formulación de su gran filósofo, Emmanuel Kant, el lema de la Ilustración es “atrévete a pensar”. Se insta a Europa a “despertar del sueño dogmático”. Los filósofos ilustrados eran mentes idealistas que creían en la posibilidad de un mundo mejor, para lo cual abogaban por el abandono de las supersticiones y el ensalzamiento de la razón. Voltaire, otro de los próceres de la Ilustración exclamará: “Écrasez l’infâme” (destruid al infame). Por “infame” se refiere el filósofo a la coalición entre aristocracia, monarquía e Iglesia en el Ancien Régime, supuesta responsable de la superstición, la hipocresía, la ignorancia y la tiranía.

La Revolución Francesa (1789) viene a ser la toma del poder político por parte de la rama más radical de la Ilustración. Una ola de violencia sacudirá Europa cuando Napoleón trate de exportar a todo el continente los supuestos beneficios de esta revolución.

El s. XIX es un siglo revolucionario y en gran medida anticlerical. La Iglesia es atacada ideológica y materialmente. En España, Mendizábal ejecuta la expropiación de los bienes de la Iglesia en 1834. En Italia, los estados pontificios son invadidos por Garibaldi. Sintiéndose acosada, la Iglesia asume una postura defensiva contra la Modernidad. En la bula “Syllabus” el Papa censura la opinión según la cual el Romano Pontífice debe reconciliarse con el progreso. “Romanus Pontifex potest ac debet cum progressu, cum liberalismo et cum recenti civilitate sese reconciliare et componere” (DS 2980)

En el cambio de siglo del XIX al XX, surgen intelectuales y movimientos en el seno de la Iglesia católica que proponen una profunda reforma espiritual, así como una reconciliación tanto con la cultura contemporánea como con las iglesias separadas. El movimiento litúrgico aboga por una reforma de en la celebración de los sacramentos para acercarlos al pueblo. El movimiento bíblico reclama una recuperación de la Biblia por parte de la espiritualidad católica y profundiza en su estudio a través de los modernos métodos de exégesis. El movimiento ecuménico trabaja por la reconciliación con los hermanos separados protestantes y ortodoxos. Numerosos teólogos estudian cómo reconciliar la tradición católica con la cultura contemporánea. En los años 1950, el teólogo redentorista Bernhard Häring junto a otros colegas abre vías para sacar la moral católica del casuismo asfixiante en el que se había confinado.

Estos intelectuales y movimientos se encuentran, la mayor parte de las veces, con el muro de la inflexibilidad de una jerarquía endurecida por siglos de encastillamiento en una actitud defensiva. Hasta que todo cambia inesperadamente.

Pío XII, un Papa prestigioso como pocos, muere en 1958. No hay un hombre de su talla que pueda sucederle. El cónclave decide elegir un Papa de transición, con el que ganar tiempo hasta encontrar un digno sucesor. Se elige a un hombre bueno y anciano, con la previsión de que viva pocos años: Juan XIII. A los dos años de su elección, el “Papa bueno” convoca un Concilio Ecuménico, el Vaticano II.

En el aula conciliar del Vaticano II, contra todo pronóstico, encuentran acogida las ideas más aperturistas del momento: el ecumenismo, la defensa de la libertad religiosa, el retorno de la iglesia a las fuentes del primer cristianismo, la vocación universal a la santidad, el protagonismo de los laicos, la liturgia en lengua vernácula, etc. Juan XXIII propone “abrir las ventanas de la iglesia”; es el aggiornamento, la puesta al día de la Iglesia católica.

Lo que ha sucedido después del Concilio Vaticano II es, quizás, demasiado reciente para ser objeto de estudio de la historia. El concilio supuso una revolución cuyas consecuencias no han terminado de desarrollarse. La iglesia ha cambiado mucho en las últimas décadas, pero quedan muchas otras reformas por hacer.

El presente es, sin duda, un tiempo de crisis para la iglesia católica, pero como toda crisis es, también, un reto.