Q.7. María

María, la mujer de Nazaret

Poco se dice de María en los libros del Nuevo Testamento. Nada en absoluto en las cartas de Pablo, los escritos más antiguos que conservamos del cristianismo, excepto la implícita alusión en la Carta a los Gálatas: “Pero cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley” (4,4). El evangelio más antiguo, el de San Marcos, sólo nos relata una escena en la que participa María:

Entonces llegaron su madre y sus hermanos, y quedándose afuera, le mandaron llamar. Y había una multitud sentada alrededor de Él, y le dijeron : He aquí, tu madre y tus hermanos están afuera y te buscan. Respondiéndoles Él, dijo : ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados en círculo, a su alrededor, dijo : He aquí mi madre y mis hermanos. Porque cualquiera que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (3,31-35).

En los evangelios posteriores, Mateo, Lucas y Juan, María adquiere un mayor protagonismo, pero siempre en un discreto lugar.

Los evangelios de Mateo y Lucas narran bastantes detalles sobre la concepción y el nacimiento de Jesús, que han pasado a la imaginación popular de los cristianos a través, sobre todo, de la celebración de la navidad. Estas secciones de ambos evangelios reciben el nombre de Evangelios de la Infancia, y ocupan los dos primeros capítulos de Mateo y Lucas.

María es una mujer del pueblo de Nazaret (o al menos residía ahí según Lc cuando concibió a Jesús). No sabemos casi nada de su biografía. Presumiblemente, si vivía en Nazaret, pequeño pueblo de campesinos en Galilea, era pobre, de familia campesina o artesana, y analfabeta. Pero ésta es solo una suposición.

Lo que la hace una figura esencial en el cristianismo es el hecho de ser madre de Jesús. A través de los relatos de los evangelios podemos conocer algunos detalles de su carácter.

María, la mujer fuerte y creyente. Salta a la vista el protagonismo de María y de su prima Isabel en los días que precedieron al nacimiento de Jesús según el relato del evangelio según San Lucas. María acepta voluntariamente ser la madre del Salvador y acto seguido marcha a visitar a su prima Isabel, quien la saluda como “la madre de mi Señor”, primera persona en hacer una confesión de fe sobre el Cristo en el relato evangélico. A continuación María entona la oración del Magnificat en el que se declara heredera de las promesas a Israel de Dios, quien “ha derribado a los poderosos de sus tronos; y ha exaltado a los humildes; a los hambrientos ha colmado de bienes y ha despedido a los ricos con las manos vacías” (Lc 1, 52-53).

En estos capítulos de Lucas, María es retratada como una mujer fuerte y con iniciativa y, sobre todo, profundamente creyente. Dios le pide permiso a esta mujer para entrar en la historia, ella, por su confianza hace posible la encarnación del Logos. Como madre, no se limita a dar vida física a su hijo, ella asume con José la responsabilidad de la educación de Jesús. Lucas escribe después de narrar los acontecimientos entorno al nacimiento de Jesús: “María atesoraba todas estas cosas, reflexionando sobre ellas en su corazón” (Lc 2,19).

Solo dos personajes en los evangelios consiguen que Jesús haga un milagro que en principio no pensaba hacer, las dos son mujeres, una de ellas es María en la escena de las bodas de Caná (Jn 2,1-5), la otra es una mujer sirofenicia (Mc 7,26-30). María está prácticamente ausente durante los episodios que narran la vida pública de Jesús, pero reaparece al final, en el momento más difícil, junto a la cruz de su hijo (Jn 19,25-27).

Fuera de los evangelios, María es mencionada de forma explícita solamente una vez en todo el Nuevo Testamento, en un único versículo. Pero es un momento crucial. El libro de los Hechos de los Apóstoles, nos relata el momento en el que los discípulos y discípulas de Jesús se reúnen en Jerusalén tras la resurrección de Jesús. El autor de Hechos escribe: “Todos éstos estaban unánimes, entregados de continuo a la oración junto con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con los hermanos de Él” (He 1,14)

María en los primeros siglos del cristianismo

El mismo Nuevo Testamento es testigo del creciente interés de los creyentes sobre la figura de María. La ausencia de María en los textos más antiguos del canon del Nuevo Testamento contrasta con la mención que se hace de ella en los textos más tardíos.

La tendencia de dar importancia a María en la espiritualidad cristiana no hace sino continuar y crecer en los siglos siguientes. A mediados del siglo segundo, se escribe el evangelio apócrifo de Santiago, que contiene numerosos datos biográficos sobre María, como, por ejemplo, los nombres de sus padres, Joaquín y Ana. O que José se casara con María en segundas nupcias. El libro, aunque considerado apócrifo ha tenido una gran influencia en la piedad cristiana.

Los Padres de la Iglesia, teólogos cristianos de los primeros siglos, escriben extensivamente sobre María y discuten su papel en la Historia de la Salvación. En el Concilio de Éfeso, año 431, tras un fuerte debate, se declara como dogma que María es la Madre de Dios, el primero de los dogmas marianos. Desde entonces, la Iglesia Católica ha formulado otros tres dogmas marianos: la virginidad perpetua, nunca definida formalmente, pero aceptada como parte esencial de la fe desde el s. V; la Inmaculada Concepción, definida por el papa Pío IX en 1854; y la Asunción corporal al cielo, definida por Pío XII en 1950

María y el rostro materno de Dios

En el proceso de inculturación que el cristianismo experimenta en las culturas de la cuenca mediterránea y de Europa durante la Antigüedad tardía y la Edad Media, la figura de María asume, a menudo, los rasgos de las diosas-madre, veneradas por los pueblos de estas regiones desde la noche de los tiempos.

La teología académica se ha sentido siempre incómoda con esta mezcolanza de María con los rasgos de cultos precristianos, y ha insistido en que María no debe ser tratada como una diosa.

Hoy podemos leer estas manifestaciones de la religiosidad popular como expresiones de la necesidad de los pueblos de contemplar el rostro materno de Dios. Desde los tiempos prehistóricos, el misterio de Dios ha sido representada por numerosas culturas bajo la imagen de una mujer.

Las llamadas estatuillas Venus, fabricadas durante el Paleolítico Superior, son algunas de las manifestaciones religiosas más antiguas que conservamos. En ellas el ser humano primitivo expresa el asombro sagrado ante el fenómeno de la maternidad. En los panteones de las mitologías de los diversos pueblos, la población de diosas iguala, aproximadamente a la de los dioses.

Nosotros, hombres y mujeres modernos e ilustrados, sabemos que Dios no puede ser ni varón ni mujer. Sin embargo, nos es difícil imaginar un ser personal sin asignarle sexo. La Biblia tiende a imaginar a Dios como masculino, y los que pertenecemos a culturas religiosas derivadas de ella, tendemos a imaginar a Dios –la mayor parte del tiempo inconscientemente— como varón. Nos resultaría chocante, por ejemplo, que un sacerdote católico comenzara la recitación de la oración de Jesús en la misa con las palabras “Madre Nuestra”

Aunque en la Biblia Hebrea predominan las imágenes masculinas de Dios, no está ausente el uso de metáforas femeninas a la hora de representar a Dios. Dios es presentado como madre (Is 42,14. Cfr. también Jer 31,15-22; Is 66, 7-14; Job 38, 28-29), como partera (Sl 22,9), o como señora (Sl 123,2). En el Nuevo Testamento, Jesús compara a Dios con la mujer que busca la moneda perdida (Lc 15,1-20) o que hace el pan (Mt 13,31-33// Lc 13,18-21).

Especial atención merecen algunos términos hebreos que formar parte del vocabulario teológico de la Biblia. El hebreo rehem (útero) es la raíz del que se deriva el concepto abstracto rehamim, que se traduce como compasión. El útero de Dios es una metáfora de la compasión de Dios. La sabiduría (en hebreo hokmáh, en griego sofía), término clave en la teología sapiencial, es imaginada como mujer (Prov 8; Sab 7,22-30). Finalmente, la palabra “espíritu” (ruaj) es, tanto en hebreo como en arameo, un término femenino.

El ser humano tiene necesidad de representar a Dios a través de realidades femeninas al igual que masculinas. La tradición cristiana oficial, con sus representaciones eminentemente masculinas de Dios provocó la necesidad en el pueblo de buscar el rostro femenino de Dios en otra parte. La religiosidad popular católica muestra que lo encontró en la imagen de María. Ante ella, creyentes analfabetos y grandes teólogos dieron rienda suelta a esa necesidad de lo femenino de Dios. Mientras Dios Padre, e incluso Cristo eran imaginados como personajes severos, se representaba a María como una madre que atendía compasivamente las necesidades de los fieles. Una representación de este “reparto de funciones” puede verse gráficamente en el fresco del Juicio Final de la Capilla Sixtina, pintado por Miguel Ángel

Una espiritualidad ilustrada, que reconoce que Dios no puede ser un ser sexuado y que, además, ha interiorizado que el Dios de los cristianos es, ante todo, misericordia, puede “devolver” a Dios, a quien corresponde, los símbolos femeninos con las que tanto la Biblia como la intuición religiosa de los pueblos lo/la ha imaginado.

Con todo, en la medida en la que en las personas santas descubrimos el rostro de Dios, la feminidad de María es lugar privilegiado para contemplar la manifestación de lo divino en la persona de una mujer que es madre del Hijo de Dios, Jesucristo.

María hoy

En el mundo occidental, durante las últimas generaciones, estamos viviendo un cambio sin precedentes en el rol de las mujeres en la vida pública y privada. Llamamos feminismo a una corriente ideológica y un movimiento social que, partiendo de los ideales de la Ilustración, reclama la igualdad de derechos para las mujeres. Este movimiento tuvo como primera reivindicación a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, el derecho al voto para las mujeres. Desde entonces, ha venido reivindicando mayores cotas de igualdad para las mujeres y aspira a una total equiparación de los derechos de la mujer con respecto a los del hombre.

El feminismo, en este sentido amplio, parte de una crítica de la sociedad patriarcal y androcéntrica. Patriarcal es la sociedad que priva a las mujeres de su derecho de participar en las tomas de decisiones que afectan a la vida de todos y las excluye de los puestos de autoridad. Androcéntrica es la visión del mundo que tiene como centro al varón, y que hace de lo masculino la norma de lo humano. El feminismo, en este sentido, no solo reivindica derechos a nivel político y socioeconómico, sino que aspira a una transformación de la cultura androcéntrica, de tal manera que lo femenino se incorpore al mismo nivel que lo masculino en la definición de lo humano.

Es cierto que la Iglesia ha contribuido, especialmente a través de algunas congregaciones religiosas y laicales femeninas, en este proceso de liberación de la mujer. Pero como institución, la Iglesia católica permanece como uno de los bastiones de la vieja cultura patriarcal en Occidente.

En este contexto, la imagen de María ha sido abusada frecuentemente para sostener un modelo de mujer sumisa al varón. Especialmente, hiriente resulta la manipulación de María como “la mujer del sí”. Como ella, –diría una cierta espiritualidad–, las mujeres deberían decir siempre “sí” y obedecer sumisamente las directrices emanadas de las autoridades masculinas, renunciando a ocupar puestos de autoridad.

Ante esta manipulación, la imagen bíblica de María, mujer fuerte capaz de tomar sus propias decisiones se yergue como desmentido y llamada a la liberación. Ella ha sido percibida por la religiosidad popular católica –desde la imagen oriental del icono de la Virgen del Perpetuo Socorro hasta la americana Virgen de Guadalupe–, como mujer que sostiene a los débiles, nosotros. A ella han recurrido generaciones de hombres y mujeres con la oración “Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”

Apéndice

Menciones de María en los evangelios fuera de los Evangelios de la Infancia (primeros dos capítulos de los evangelios de Mateo y Lucas)

ü      El texto arriba citado de Marcos 3,31-35 y sus textos paralelos en Mt 12,46-50 y Lc 8,19-21

ü      Mc 6,3 y su paralelo Mt 13,55: “¿No se llama su madre María?”

ü      Jn 2,1-12: Bodas de Caná

ü      Jn 19,25-27: María junto a la cruz de Jesús

ü      He 1,14: “Todos éstos estaban unánimes, entregados de continuo a la oración junto con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con los hermanos de Él”

Alusiones

ü      Ap 11,19-12,10: La mujer vestida de sol

ü      Gal 4,4: “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer”

Pregunta:

Has dicho que, si bien es verdad que Dios no puede tener sexo, los seres humanos tenemos la necesidad de representarlo con imágenes tanto masculinas como femeninas. Entonces, ¿por qué Jesús en los evangelios insiste en llamar a Dios “Padre” y no “Madre”?

Respuesta:

Las dos metáforas fundamentales que Jesús usó en su predicación sobre Dios son “Reino de Dios” y “Padre”. Dicho de otro modo, Jesús presentó a Dios ante sus oyentes ante todo como “Padre” y como “Rey”. Reyes y padres eran las figuras de autoridad por excelencia en el mundo antiguo.

En las sociedades grecorromanas, como en la mayoría de las sociedades preindustriales, las dos instituciones básicas eran la familia y el estado. El proceso productivo lo realizaba la familia, presidida por el paterfamilias, el padre. Los estados solían estar gobernados por reyes.

La paternidad que es en nuestros días una función sobre todo afectiva y al margen del trabajo productivo, era en aquella época una función, ante todo, de autoridad. Esta autoridad organizaba el trabajo y exigía obediencia. Podía en el caso del derecho romano administrar justicia a los miembros de la casa, incluida la aplicación de la pena de muerte. El “padre” de la antigüedad no es el “papá” de la familia de la era posindustrial.

Llamar a Dios “rey” y “padre” es reconocer la autoridad de Dios. En esto Jesús fue muy poco original. Cualquier religión que se precie reconoce que Dios es un ser superior con autoridad sobre los hombres y la naturaleza. Lo peculiar de Jesús fue el modo en que presentó a este padre y rey. Una imagen sorprendente de Dios, expresada, sobre todo, a través de sus parábolas.

Por ejemplo, podríamos imaginar el Reino de Dios, el Imperio del Todopoderoso, como un reino inamovible y grandioso, bien estructurado jerárquicamente y políticamente estable. Sin embargo, Jesús dice:

“[El Reino de Dios] es como un grano de mostaza, el cual, cuando se siembra en la tierra, aunque es más pequeño que todas las semillas que hay en la tierra,  sin embargo, cuando es sembrado, crece y llega a ser más grande que todas las hortalizas y echa grandes ramas, tanto que las aves del cielo pueden anidar bajo su sombra” (Mc 4,31-32)

El Reino de Dios de esta parábola es una pequeña semilla que crece, incluso cuando alcanza su máxima altitud no tiene las proporciones de un cedro o una encina, solamente “es más grande que las hortalizas”. Además, su tamaño no está al servicio de la fuerza sino de la capacidad de dar acogida.

Justamente por esta estrategia de subversión del modo convencional de entender el poder, la metáfora de “madre” no podía ocupar un lugar central en el mensaje de Jesús. Las madres no eran figuras de autoridad en aquella sociedad patriarcal, y no era necesario subvertir su modo de entender y ejercer el poder.

Jesús deliberadamente describe al Padre con los rasgos de una madre, en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32). El padre, verdadero protagonista de la historia, hace algo que en el contexto sociocultural de Jesús y sus oyentes resultaba chocante: corre, se echa sobre cuello de su hijo y lo besa (15,20). Correr y tener tales efusiones de afecto fuera del ámbito de la casa era un comportamiento impropio, vergonzante para un patriarca de aquella cultura. El padre del hijo pródigo se comporta como una madre – “¡Qué vergüenza!” –, exclamaría un defensor del orden establecido.

Jesús ofrece una imagen del poder de Dios que subvierte las imágenes humanas del poder. Él dijo:

“Sabéis que los que son reconocidos como gobernantes de los gentiles se enseñorean de ellos, y que sus grandes ejercen autoridad sobre ellos. Pero entre vosotros no es así, sino que cualquiera de vosotros que desee llegar a ser grande será vuestro servidor, y cualquiera de vosotros que desee ser el primero será siervo de todos. Porque ni aun el Hijo del Hombre vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.” (Mc 10,32-45)

Jesús no dice que Dios es padre para hacernos entender que Dios nos ama como nos ama nuestro padre. Justo al contrario, lo hace para decirnos que Dios nos ama en un modo en que los padres no se atreven a amar en una cultura patriarcal. Jesús no nos habla del Reino de Dios para decirnos que Dios ejerce el poder como lo haría un rey, sino justo al contrario, para mostrarnos que lo hace en un modo que subvierte la forma en que gobiernan los poderosos de la tierra.