Q. 8. Espiritualidad para un nuevo milenio

“Espiritualidad” es una palabra que se ha puesto de moda en nuestra cultura occidental. Parte de la intelligentsia europea de los años 60 y 70 certificó la “muerte de Dios” y vió próximo el final de las religiones. En los 90, lo espiritual ha vuelto con fuerza, aunque separándose y distinguiéndose de lo religioso. Les cuento una anécdota:

Este verano, recorrí un tramo del Camino de Santiago. Al inicio, la Asociación de Amigos del Camino me pidió que rellenase un formulario con algunos datos: nombre, ciudad de origen, edad, etc. En uno de los puntos, se preguntaba cuál es el motivo que me había llevado a al Camino de Santiago. Se proponían cuatro opciones, a marcar una: por deporte, por interés cultural, por razones religiosas, por motivos espirituales. Al preguntar a la voluntaria de la Asociación cuál era la opción más frecuentemente marcada, su respuesta fue: “por motivos espirituales”

Efectivamente, caminé durante una semana conversando con muchas personas de distintos países europeos, que como yo, hacían el Camino (había tantos, que los albergues no podían dar a acogida a todos, a pesar de incrementar su capacidad cada año). Muchos de mis compañeros peregrinos eran personas con una sincera búsqueda espiritual, pero la mayoría de ellos no frecuentaban las iglesias. La razón era obvia, no les aportaban nada. Pensé que algo está fallando en nuestras iglesias cuando no somos capaces de atender a la demanda de algo tan nuestro.

Hoy son muchos los que buscan llenar este hueco de lo espiritual a través del recurso a las religiones orientales o al New Age. Sin embargo, estoy convencido de que hay muchos tesoros sin descubrir dentro de la tradición cristiana.

Llamamos espiritualidad a aquello que ayuda a vivir una vida espiritual. Pero, ¿qué es una vida espiritual? ¿Cómo este adjetivo “espiritual” califica la vida? Llamamos “espíritu” a la dimensión más profunda del ser humano. Una persona empieza a vivir desde el espíritu cuando no se conforma con esa rutina de mínimos que exige la vida: ir a trabajar, comer, dormir, divertirse, adaptarse a las expectativas de los demás, ...

En nuestras sociedades desarrolladas, los mínimos vitales están cubiertos y asegurados para la mayoría de las personas que vivimos en el así llamado Primer Mundo. Sin embargo, la sed del ser humano por “algo más” lejos de extinguirse se hace más intensa.

Las religiones, incluido el cristianismo, han sido canalizadoras de espiritualidad durante siglos. Esta espiritualidad se plasmaba en la forma concreta en que lo religioso se hacía vida cotidiana. Todos conocemos personas de cierta edad en las que intuimos una hondura. Quizás su espiritualidad se ha mantenido con el rezo del rosario alguna  otra forma de devoción. Por respeto a la verdad, hay que decir, que también conocemos personas a los que una cierta espiritualidad les ha conducido a la angustia, el fanatismo o la locura. Aquí viene bien recordar lo que decía Jesús: “Por sus frutos los conoceréis”

¿Cuáles con las características de una espiritualidad cristiana para el siglo XXI?

Una espiritualidad...

Personalizada

La modernidad coloca a la persona en el centro de su sistema del mundo. El creyente de s. XXI no se conforma con “cumplir” lo establecido por una norma externa, pide tener experiencia. Aún hay quienes dicen: “esto es lo que me han enseñado, estos son los valores que me han inculcado” y les basta. Sin embargo, a la persona que vive inmersa en la cultura de la (post-)modernidad, eso no es suficiente. Tiene que probar por sí mismo esos valores y esas enseñanzas.

Esta es quizás la gran diferencia entre una espiritualidad pre-moderna y otra (post-) moderna: entender la experiencia religiosa como un proceso interior, no como una “adhesión” a algo fijado y establecido. Se trata más de un camino personal que de mantener sin tacha mi carnet de pertenencia a una determinada confesión.

Este modo de entender la espiritualidad presupone personas capaces de atravesar el espacio de las dudas, un desierto por el cual el creyente adulto de nuestros días está obligado a cruzar. Ya Dostoieski hacía exclamar a uno de sus personajes: “¡Mi Hosanna ha pasado por el crisol de la duda!” En este autor ruso, y en cierta medida en nuestro Unamuno, fe y dudas aparecen como elementos dialécticos del proceso personal creyente.

Este camino personal de fe hace madurar hombres y mujeres que pueden caminar por su propio pie sobre la roca de su sed de Dios (o si prefieren una metáfora menos dura, se descubren sostenidos por la palma de Dios), hasta emerger a lo que Paul Ricoeur ha llamado una “segunda inocencia”. Esta es la inocencia de quien, habiendo integrado la racionalidad crítica, es capaz de asombrarse de nuevo, como un niño.

Una espiritualidad personalizada acepta que la persona es historia. Lo que somos se hace en el tiempo, a lo largo de un proceso. Estar en camino se hace más importante que el que todo esté en orden.

Ecuménica

Lo dicho anteriormente no quiere decir que el hombre y la mujer espiritual deban ser “llaneros solitarios” o “lobos esteparios” en la escena religiosa.

Las iglesias podrían ser lugares idóneos donde encontrar compañeros y compañeras de camino de la propia búsqueda. Para esto, se deberían crear espacios donde no se excluya a nadie por el hecho de no poder exhibir un carné de ortodoxia.

 Es en ests subida, cuya cima nadie puede alcanzar a este lado de la muerte, donde todos nos descubrimos falibles compañeros de camino. También las iglesias. Ninguna puede arrogarse ser toda la Iglesia de Cristo. El Concilio Vaticano II utilizó una fórmula que revolucionó el modo tradicional de entender el ecumenismo. La Iglesia fundada por Cristo subsiste en la Iglesia Católica,  también, de otro modo,  en las otras.

Las iglesias, divididas desde hace siglos por conflictos que en su mayoría han perdido vigencia hoy, deben hacer un esfuerzo para recuperar una unidad basada en el respeto a la pluralidad. Y esto,  no para ser más fuertes que nadie, sino para ofrecer un testimonio común de que es posible un amor que crea unidad sin disolver la pluralidad.

La Iglesia lleva en su interior tesoros que no le pertenece: la Biblia, la Tradición, los sacramentos, la oración... ¿Cómo ofrecer estos tesoros para que puedan actualizar su fuerza de salvación en las vidas de los hombres y mujeres de nuestro tiempo?

El ecumenismo, que en sentido estricto se aplica al movimiento que busca la unidad de los cristianos, está también llamado a alzar sus miras hacia el diálogo interreligioso. Entablar diálogo con todos los que buscan a Dios en las diversas tradiciones religiosas es una tarea ineludible en un mundo globalizado. Debería traer como primer fruto el consenso entre todas tradiciones religiosas de no volver a utilizar el nombre de Dios para justificar la violencia

En diálogo con la cultura y holística

Una de las características del catolicismo a lo largo de casi toda su historia (con notables excepciones), ha sido su capacidad de entender las necesidades de la gente más sencilla y de valorar positivamente las intuiciones religiosas y espirituales de los pueblos. Este es el sentido originario de la palabra “católico”, que quiere decir universal.

Recuperar el diálogo con los que buscan la realización del espíritu a través de las artes o del compromiso social y político, especialmente con aquellos que no se declaran confesionalmente cristianos, es una tarea necesaria si la iglesia quiere retomar el pulso de la sociedad. La tarea de la inculturación, tantas veces reclamada para el anuncio del evangelio en “otras” culturas, es urgente también en la nuestra.

Los teóricos de la post-modernidad nos han hecho entender que una de las necesidades de nuestro mundo tecnificado es la recuperación de las dimensiones humanas marginadas por el racionalismo de la modernidad. Lo religioso ha de recuperarse como espacio para lo que va más allá de la razón: los sentimientos, las emociones, el cuerpo... El enraizamiento en el Misterio es la dimensión más profunda del ser humano. En sus celebraciones, nuestras iglesias pueden crear atmósferas en las que es posible intuir una puerta que abre a otra dimensión.

Solidaria

Parafraseando a Goya, en una de sus pinturas negras, podríamos decir: “el sueño de la ética produce monstruos”. Cuando la religión se desliga de la ética también produce –ha producido— monstruos.

La potenciación de los medios de destrucción masiva, que tuvo un hito en la explosión de la primera bomba atómica en 1945, tuvo también su contraparte en el la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU, aquel mismo año.

La defensa de los Derechos Humanos se convierte así en bandera de una ética universal, tanto más necesaria cuando los medios de destrucción de la humanidad se han hecho más poderosos que nunca. En este nuevo contexto, una solidaridad que abarque a toda la familia humana, se descubre como el valor moral clave de este nuevo siglo.

Las iglesias han de estar –y muchas veces están– en la vanguardia de la lucha contra la pobreza, llevando la solidaridad, a los lugares donde pueblos enteros sufren la privación de los medios necesarios para una vida digna. Una espiritualidad que esté en sintonía con el evangelio cristiano no puede menos de hacer de la práctica de la solidaridad uno de sus grandes pilares.

En el centro: Cristo y su evangelio

La respuesta del viejo catecismo sigue siendo válida: “Ser cristiano es ser discípulo de Cristo”. La Iglesia no tiene otra roca en la que pueda sostenerse. Una espiritualidad cristiana no puede menos que confesar que nada tendría sentido, si no es cimentados en el evangelio

Este hombre judío, que vivió hace unos 2000 años en Palestina, es aquel en quien los cristianos confesamos ver la imagen definitiva de Dios en la historia. Él se hace presente en nuestro presente con las palabras del evangelio y con su Espíritu. Él no se hace nunca viejo, pues promete renovarse en cada generación hasta el fin del mundo.