La conciencia cristiana ante el terrorismo de ETA
Intervención de monseñor Fernando Sebastián

MADRID, 9 enero 2002 (ZENIT.org).- Monseñor Fernando Sebastián Aguilar, arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela, ha escrito una articulada reflexión para el libro «La Iglesia, frente al terrorismo de ETA» (ed. BAC) de José Francisco Serrano, redactor-jefe del semanario Alfa y Omega, presentado este miércoles a la prensa.

En su intervención, el arzobispo desenmascara algunas de las calumnias que medios de comunicación españoles lanzaron en meses pasados contra la Iglesia acusándola injustamente de connivencia con el terrorismo etarra.

Presentamos a continuación la síntesis de la intervención tal y como ha sido publicada por Alfa y Omega.


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Durante unos cuantos años ETA se disfrazó dentro del rechazo social contra el franquismo. Muchos que ahora acusan al Estado o a la Iglesia de ser poco contundentes en su rechazo de ETA, fueron entonces indulgentes y casi colaboradores con las primeras actividades terroristas de ETA.

Otro factor importante que ha ocultado la verdadera naturaleza de ETA y ha dificultado a muchas personas hacerse con una valoración moral adecuada del conjunto de sus actuaciones y colaboraciones, ha sido su carácter nacionalista. ETA se presenta como un movimiento de liberación política del pueblo vasco, y vive, de hecho, inserta dentro de un amplio movimiento de aspiraciones nacionalistas más o menos independentistas, del cual se alimenta y al que infunde también sus propios puntos de vista, estilos y aspiraciones.

Esta situación le ha permitido camuflarse dentro del mundo nacionalista y disfrutar de una cierta indulgencia por parte de muchas personas honestas, enemigas de la violencia, que, por sus sentimientos nacionalistas, no se atrevían a juzgar a ETA como un fenómeno del todo negativo, manteniendo siempre la esperanza de que el buen sentido y las afinidades políticas terminarían por atraer a los más radicales a la unidad de la familia nacionalista, una vez superadas las tentaciones y espejismos de la violencia. Hasta ahora no ha sido así. Ni es probable que alguna vez esto llegue a ocurrir.

Comprender, en este caso, no puede significar, de ningún modo, justificar ni tolerar. Las actuaciones terroristas, en pequeña o en grande escala, son absolutamente perversas y no tienen justificación ni aceptación posible. Otra cosa es tratar de comprender por qué los terroristas actúan como actúan. Pero estas actuaciones, en sí mismas y por sí mismas, son siempre injustas, inmorales, criminales, antisociales y antihumanas.

Tanto en la Comunidad Autónoma Vasca como en Navarra, las familias vascas desarrollan y mantienen entre sí unas relaciones de sangre y unas referencias territoriales que influyen fuertemente en los sentimientos y en las ideas, y que condicionan hondamente la manera de pensar y de sentir de las personas y de los grupos locales ante cualquier fenómeno social. Personas y familias tienen en ETA, o en sus círculos más próximos, parientes, amigos, paisanos. A la hora de condenarlos prefieren siempre el camino de la paciencia y de la espera.
Al tratar de reflejar la situación existente, no se puede desconocer tampoco la fuerte y difusa presencia del miedo.

Ante los hechos

La primera obligación es hacerse una idea suficientemente clara de lo que es ETA. Cosa nada fácil de conseguir. Se puede decir con suficiente seguridad que ETA no es una realidad aislada, sino que es más bien la sección armada de un movimiento de liberación vasco, de naturaleza revolucionaria, que alcanza caracteres de una insurreción social y política, encuadrada en una ruptura cultural. Este movimiento social tiene tres dimensiones estrechamente unidas: es una organización armada, que vive en la clandestinidad y que actua violentamente, matando, secuestrando, extorsionando con la fuerza y la amenaza de las armas y de los explosivos.

Esta organización está estrechamente relacionada con una amplia corona de organizaciones políticas, que promueven los mismos fines que ETA y con una unidad de dirección poco discutible. En un círculo más amplio se mueve la influencia de tipo cultural: colegios, escuelas públicas, asociaciones juveniles, fiestas y movimientos culturales, aprovechando incluso las subvenciones de las mismas instituciones del Estado.

El nacionalismo radical necesita el apoyo de una previa mentalización social que haga creíbles y operantes sus mensajes: No somos españoles, somos un pueblo ocupado, estamos sufriendo la injusticia histórica y política de no tener nuestro propio Estado. Junto con estos mensajes, hay otros que se dicen menos, pero que no son menos reales ni menos operantes: La independencia es el único camino posible para hacer la revolución y construir un Estado socialista.

Se dice que ETA nació en las sacristías. Lo justo es decir que ETA nació de la conjunción del marxismo con el nacionalismo frustrado y radicalizado al final del franquismo. Una aspersión sobreañadida de Teología de la Liberación aplicada a la situación minoritaria del pueblo vasco completa la fórmula y la hace atrayente para no pocos cristianos y para algunos pocos clérigos.
El nacionalismo radical no ha entrado en la transición democrática. No cree en la democracia española. Esta construcción, compleja y confusa al mismo tiempo, es la que explica esa situación oscura y persistente que hace exclamar a muchos: ¿qué tiene que ocurrir, para que el pueblo deje de apoyar a ETA con su voto? Entre otras cosas, tiene que ocurrir que se aclare todo esto; que la gente vea con claridad lo que ocurre y se atreva a llamar cada cosa por su nombre; que no queramos justificar una cosa con otra; que superemos el miedo y que nadie intente aprovechar la condena de ETA para condenar también otras cosas, ni otras mentalidades, ni otros proyectos.
Esta situación es lo que, en el lenguaje de los nacionalistas, se designa como el conflicto vasco, que es como el postulado fundamental del que se deducen todas las demás conclusiones. Según ellos, hay un conflicto original que consiste en el no reconocimiento de los derechos políticos del pueblo vasco, perfectamente diferenciado, que ocupa desde siempre un territorio, injustamente ocupado por el Estado español.

Si este postulado se acepta como verdadero, todas las demás consecuencias están ya implícitamente aceptadas. Así opinan los nacionalistas, pero ¿es ésta una realidad objetiva históricamente demostrable, o es más bien una pretensión opinable y discutible sólo sostenida por una parte de la población vasca? Bien pudiera ocurrir que, en vez de tratarse de un conflicto verdadero, fuera, más bien, su conflicto, pero no el conflicto de otros muchos vascos que viven perfectamente en España y compaginan sin dificultad su condición de vascos y de españoles.
No parece que se pueda afirmar que, en la España actual, los vascos padecen tales discriminaciones jurídicas. Por otra parte, nadie puede tomarse la justicia (o la injusticia) por su mano, ni decidir sobre la vida de los demás, ni decretar la muerte de una persona para atemorizar a la sociedad, o suprimir físicamente a quienes no comparten las propias ideas, o resisten a su predominio en un pueblo, en un barrio, en una ciudad o en una nación entera.
Al margen de cualquier intención política, este procedimiento es intrínsecamente perverso y gravemente inmoral. Es incompatible con la conciencia cristiana no solamente la ejecución de estos atentados, sino cualquier colaboración que apoye la existencia y las actividades de ETA, tanto en el orden cultural como en el social y político.

En la actualidad no hay un pueblo homogéneamente vasco que ocupe un territorio definido. Los vascos están presentes en todo el territorio español. Esa unidad ahora invocada como Euskal Herria o País Vasco no ha sido nunca una unidad política independiente, ni puede considerarse un país ocupado por otro, puesto que ha participado, como cualquier otro, en la historia general de los pueblos peninsulares desde la romanización. En la actual situación democrática tienen los mismos derechos civiles que los demás ciudadanos españoles. El ordenamiento político actualmente vigente en España admite la reivindicación democrática y pacífica de cualquier pretensión, opinión y proyecto político dispuesto a respetar los derechos humanos y las libertades y derechos políticos de los demás ciudadanos.

Está claro que se puede opinar libremente otra cosa, pero esta opinión no es tan evidente ni tan universal como para fundar un derecho de aplicación inmediata que haga antidemocrática e injusta la situación establecida. Es preciso afirmar que, actualmente, los vascos no están sometidos a ninguna injusticia objetiva ni padecen una restricción de sus derechos y libertades políticas que justifique la insurrección ni la lucha armada. Por lo cual los católicos vascos y la gente de buena voluntad, sea o no sea creyente, se encuentra en la obligación moral de desligarse de ETA y oponerse efectivamente a ella, a pesar de los posibles y legítimos sentimientos nacionalistas.

Las actuaciones y la misma naturaleza de ETA es absolutamente inmoral, contraria a la ley de Dios y a la moral humana más elemental. En consecuencia, no es tampoco lícito apoyar en cualquier forma aquellas instituciones que colaboran con ETA. Quienes colaboran directa o indirectamente con el terrrorismo faltan gravemente a la ley de Dios y al mandamiento supremo del amor al prójimo, y al defender este comportamiento se colocan claramente fuera de la comunión cristiana y católica.

Muchos nacionalistas están convencidos de que los crímenes de ETA son contrarios a los intereses del nacionalismo y están pervirtiendo el alma del pueblo vasco.

El nacionalismo democrático

Existe también un nacionalismo vasco que quiere mantenerse en el marco de la moral objetiva y de las instituciones y procedimientos democráticos. El Partido Nacionalista Vasco existe desde mucho antes de la aparición de ETA. Y es evidente que su trayectoria ha sido democrática, aunque haya estado fuertemente condicionada por sus pretensiones independentistas.

Está claro que una opción política nacionalista puede ser legítima y perfectamente compatible con una conciencia cristiana. Junto a esta afirmación teórica y general, hay que hacer unas cuantas precisiones más concretas. Hay que tener en cuenta, en primer lugar, que ser nacionalista no es lo mismo que ser independentista. Puede haber un nacionalismo que pretenda defender y desarrollar los elementos específicos de un pueblo, con su historia, su lengua y su cultura, dentro de un Estado plurinacional. Hoy está comúnmente admitido que el viejo principio romántico de un pueblo, un Estado no es aplicable y que su reivindicación cerrada y cerril es una fuente interminable de discordias, divisiones y conflictos.

Otra consideración indispensable es ésta. Lo que en política es téoricamente posible, para que sea legítimo en la práctica, ha de manifestarse como un medio de conseguir un bien mayor para la mayoría de la población. El independentismo es una opinión posible. Pero ¿es tan claro que la ruptura independentista, en las actuales circunstancias, es mejor para la mayoría de la población que la continuidad democrática?

En el País Vasco, en Navarra, y aun en España entera, los ciudadanos no tienen libertad real para manifestarse en las mismas condiciones. Los nacionalistas pueden decir lo que quieran, saben que nadie les va a matar por eso. En cambio los no nacionalistas, si hablan, si dicen lo que sienten, si votan libremente, si se significan en una acción política que no sea del gusto de ETA, se exponen a que ETA los mate por la espalda. El nacionalismo democrático se encuentra en la obligación moral de formar un frente común con las demás instituciones democráticas del Estado para luchar eficazmente contra ETA. No se trata sólo de una obligación democrática, sino de una obligación moral.

Si el nacionalismo vasco quiere actuar moralmente, en las circunstancias actuales, tiene que unirse con las demás instituciones democráticas del Estado en una lucha decidida y eficaz contra el terrorismo. El punto clave en la sociedad vasca es que los ciudadanos están divididos en sus preferencias políticas al cincuenta por ciento: un poco más de la mitad son nacionalistas (quizás no todos independentistas) y casi una mitad prefiere seguir viviendo como cuidadanos españoles y vascos a la vez. Ninguna solución unilateral que imponga las preferencias de una mitad y desconozca el sentimiento y la voluntad de la otra mitad puede ser justa ni estable. Nadie puede excluir a nadie.

En Navarra la situación es muy diferente. El 85 por 100 de los navarros aproximadamente se encuentra a gusto en la situación política actual. La mayoría de los navarros no tienen dificultad en seguir siendo navarros y españoles, y no quieren tampoco alterar su amplia autonomía foral integrándose en ninguna otra institución autonómica ni federal.

Hoy por hoy, la Constitución española, el Estatuto vasco y el Amejoramiento del Fuero en Navarra, son los instrumentos legales que garantizan la convivencia en paz y libertad. La única postura responsable y realista es la que se apoya en el reconocimiento de esta situación legal y política, para pretender mejorar estos ordenamientos por los procedimientos legales previstos, según el buen sentir y parecer de cada grupo o de cada partido.

El magisterio y las sugerencias de la Iglesia sólo llegan hasta donde llegan las exigencias morales.

En la situación actual, las personas y las organizaciones no nacionalistas tienen necesidad de ser apoyadas en su derecho a opinar y manifestar sus opiniones sin represalias de ninguna clase. En muchos lugares esta libertad está seriamente amenazada y disminuida. Tienen la obligación de respetar la libertad de opinión y de expresión de los nacionalistas, sin condenar las opiniones nacionalistas asimilándolas o relacionándolas necesariamente con las actividades terroristas de ETA y las complicidades del nacionalismo radical y revolucionario.

No es exacto decir que el único problema del País Vasco es ETA y los crímenes de ETA. La realidad es que, antes de que naciera ETA y después de que ETA desaparezca, en el País Vasco y de distinta manera en Navarra, seguirá existiendo una situación singular que merece y necesita un tratamiento político adecuado. Un tanto por cierto importante, algo más de la mitad en el País Vasco y un 12 ó 14 por 100 en Navarra, no quieren ser españoles, no ven compatible su identidad vasca con la ciudadanía española, no ven garantizados unos derechos o unas notas de identidad sino mediante la constitución de un Estado propio.

El uso de la lengua vasca

El lenguaje es un elemento decisivo en la creación de una conciencia colectiva y diferenciada. Los vascos tienen una lengua antiquísima y venerable, ciertamente minoritaria, que ellos aman extraordinariamente. Hoy la totalidad de los vascoparlantes hablan también español. Hasta hace pocos años el vasco estaba en un proceso de rápida disminución. La conciencia de este riesgo de desaparición de su lengua fue sin duda un elemento activador del nacionalismo.

En manos de las organizaciones nacionalistas más radicales, el vasco es además un instrumento de difusión de sus ideas culturales y políticas. No basta aprender y hablar vasco, hay que vivir en vasco. Y vivir en vasco, para muchos, significa saber que uno no es español, sino que es miembro de un pueblo oprimido y ocupado. Vivir en vasco, en esta mentalidad, agresiva y proselitista, significa desarrollar la desconfianza hacia los españoles. Yo mismo he tenido que sufrir críticas y protestas, a veces de algunas personas vascoparlantes, por celebrar la Eucaristía en vasco allí donde, desde siempre, el pueblo habla ordinariamente en vasco y se celebran en vasco todos los cultos ordinarios desde tiempos inmemoriales. El vasco, que era una lengua pacífica y entrañable, es hoy, en ocasiones, por culpa de la manipulación política, una fuente de tensiones y de discordias.

Si los vascos son españoles, hay que reconocer con agrado que la lengua vasca es también una lengua de algunos españoles, una lengua también española, que las instituciones públicas y los ciudadanos tenemos que mirar con aprecio y simpatía. Considerar al vasco como algo extraño y peligroso es dar la razón a los que dicen que los vascos no son españoles. El vasco es una realidad cultural muy anterior y muy superior a cualquier idea política. La Iglesia usa la lengua vasca habitualmente allí donde los fieles la utilizan en su vida ordinaria. No solamente la utiliza sino que la cultiva, la cuida, la inculca con amor y respeto, sin utilizarla nunca como instrumento de presión, de imposición o proselitismo.

Está claro que en Navarra, como en las demás entidades políticas y territoriales, no es posible legitimar las situaciones actuales a partir de épocas o situaciones pasadas. La paz y la prosperidad de los navarros requieren que haya entre ellos algo más de comprensión y tolerancia, que sean capaces de administrar sus asuntos y superar sus diferencias sin dejarse influenciar por los intereses de unos partidos que no son navarros ni buscan sinceramente el bien de los navarros.

La intervención de la Iglesia

La lucha contra el terrorismo, tal como se ha manifestado en estos últimos tiempos, tendrá que ser objeto de atención para la Iglesia universal y para todas aquellas Iglesias particulares especialmente afectadas por los golpes o amenazas terroristas. La Iglesia tiene que denunciar y condenar la violencia. A los nacionalistas radicales la Iglesia les dice que las ideas y los análisis marxistas no son verdaderos, ni justos, ni sirven de verdad para fomentar la libertad. No se puede absolutizar; ningún proyecto político puede ocupar el lugar de Dios y justificar el atropello de los derechos de nadie.

Cuando el ser de aquí o de fuera es razón suficiente para respetar o no respetar los derechos de una persona, estamos fuera de la democracia, de la moral y de la civilización cristiana; estamos cerrando el camino a cualquier proyecto civilizado y realista de convivencia justa y pacífica.
La exaltación idolátrica de una raza, de un territorio, de un proyecto político, lleva en germen la discriminación, la persecución, la guerra y la muerte. Eso es así y hay que tener el valor de decirlo y prevenirlo a tiempo. Antes y ahora, la experiencia y la doctrina de la Iglesia siempre han alertado contra los riesgos del racismo y de los nacionalismos radicales.

A los nacionalistas democráticos, sean independentistas o no, hay que decirles que no se pueden desconocer los vínculos y responsabilidades comunes con las demás instituciones democráticas, en contra de la violencia y de los radicalismos. Valorar más las coincidencias con los terroristas que las coincidencias morales y democráticas con quienes respetan los derechos humanos y son víctimas de los ataques terroristas es, de nuevo, una forma encubierta de caer en la idolatría de los de aquí. Pretender aprovechar la existencia del terrorismo para ganar bazas políticas o alcanzar algunos grados de soberanismo, sería una forma sutil de hacerse solidarios y dependientes de los violentos.

Los nacionalistas no pueden imponer sus ideas a los demás. Pero tampoco sería justo no tenerlas en cuenta de ninguna manera. Ésta es la dificultad real, la verdadera cuestión política, que está esperando la buena voluntad y la habilidad de nuestros políticos para ultimar el establecimiento y la consolidación de las instituciones democráticas en las entrañables tierras españolas de los vascos. La Iglesia no puede decir cómo tienen que ser esas soluciones. Sólo dice que son necesarias, que son también posibles; puede y debe hacer mucho en una múltiple línea educadora. La Iglesia es la autoridad moral más escuchada, y el pueblo sabe que en el fondo hablamos honestamente, que queremos su bien y que lo que decimos está inspirado en la palabra de Dios. Los obispos, sacerdotes, religiosos y seglares cristianos debemos inculcar y promover constantemente y con total claridad el rechazo firme y efectivo de la violencia como instrumento político.

Hay cristianos en la educación, en los medios de comunicación, en los partidos políticos, en los sindicatos, en todas las instituciones y actividades sociales. A todos hay que pedirles una posición clara y firme en el rechazo de la violencia y de cualquier colaboración con los violentos. Los cristianos tenemos que pedir a Dios el don de la paz con humildad, confianza y perseverancia, con la acción y la oración.

En los años de la transición, en todas las Misas rezábamos por el reconocimiento de las libertades políticas, por el advenimiento de la democracia. ¿No son más graves los atropellos y las inmoralidades que ahora padecemos? Y, sin embargo, no tenemos la claridad ni la libertad que entonces teníamos. Muchos están todavía prisioneros de aquellos sentimientos.
Algo que puede hacer la Iglesia como ninguna otra organización, y que resulta especialmente urgente en nuestros ambientes, es relativizar las diferencias entre personas y grupos, favorecer el diálogo social y fomentar la comunicación entre aquellos que piensan de manera diferente. Los padres deberían enterarse mejor y tener más en cuenta qué ideología social y política están recibiendo sus hijos, muchas veces de manera encubierta, en los centros o en las líneas de estudio, en los diferentes ambientes que frecuentan.

Además de educar y rezar, la Iglesia y los cristianos podemos y debemos hacer otras muchas cosas. Podemos manifestarnos, crear opinión pública, formar a dirigentes sociales y políticos para el día de mañana, apoyar a los que luchan de verdad contra el terrorismo, estar cordialmente con las víctimas. Hay que estar con las familias de los asesinados.

Después de señalar estas posibles actuaciones de la Iglesia, es preciso decir que la intervención de la Iglesia más profunda y eficaz en contra de la violencia y a favor de la paz es simplemente el ejercicio normal y diario de su misión evangelizadora. Y, por el contrario, todo aquello que favorece una vida sin religión y sin moral, todo lo que debilita el respeto a la moral objetiva religiosamente fundada, cuanto debilita el respeto a las personas débiles y excita el deseo intolerante de disfrutar de la vida, sin atender a los derechos o a las necesidades de los demás, en definitiva prepara a nuestra juventud para prescindir con facilidad de las llamadas a una vida recta y aceptar más bien los razonamientos subversivos, egoístas y hasta violentos.
Donde está Dios no crece el terrorismo. Y donde crece la inmoralidad se prepara la tierra para que brote la injusticia y la violencia.

Para muchos democracia ha sido sinónimo de agnosticismo religioso y relativismo moral. No es fácil explicarse la prontitud y la unanimidad con la que políticos y medios de comunicación critican severamente a la Iglesia y a los eclesiásticos. Entre nosotros hay muchas personas que piensan que todo iría mejor si no tuviéramos encima el extraordinario patrimonio espiritual que tenemos. Estas actitudes han debilitado gravemente la capacidad moral de nuestra sociedad para reaccionar con sinceridad y energía ante la agresión terrorista. No hay convicciones morales claras y firmes. No puede haber tampoco claridad ni energía en el rechazo de nada.

Queremos sinceramente la paz. La necesitamos para que nadie más sea asesinado, sufra secuestros, chantajes o amenazas; para poder vivir en libertad, sin temor a las diferencias; para recuperar la alegría. La necesitamos para que los jóvenes no sean educados en el odio, para tener despejado el horizonte, para poder preocuparnos de los que sufren sin culpa suya, para alcanzar las metas de un desarrollo humano y de una sociedad más justa y más feliz, más cercana a lo que el buen Padre del cielo quiere para nosotros.