Neurociencia y Ética -II:
El cuerpo en la Biblia
XIII Semana de la Ciencia en Madrid
Sala Liguori. Parroquia de Stmo. Redentor. 14 de noviembre, 2012
El debate entorno al problema mente-cerebro es uno de los más fascinantes en la reflexión filosófica y científica contemporánea, pero no es una cuestión nueva. Ha sido planteada de diversas formas a lo largo de la Historia. Una de las formulaciones más interesantes es la propuesta por Karl Popper (1902-1994). El filósofo vienés hablaba de tres niveles en la realidad a las que llamó, bastante asépticamente, como Mundo 1, Mundo 2 y Mundo 3.
- El Mundo 1 es la realidad física. Es el mundo de los objetos, las cosas, los cuerpos.
- El Mundo 3 es el mundo de las ideas. Las fórmulas matemáticas, las verdades lógicas, las ideas en general, tienen una existencia que no parece depender de la existencia del Universo material. El número π, por ejemplo, tiene un cierto valor 3,141592… independientemente de la existencia de objetos circulares en el Mundo 1.
- El Mundo 2 es el yo, la conciencia humana, lo que yo siento, percibo, pienso,…
La mente humana (Mundo 2) surge del mundo físico (Mundo 1), pero es algo diferente, capaz de captar ideas, de crear y transmitir información, de interactuar con el Mundo 3, y de descubrir algo sorprendente: Que el Mundo 1 funciona según patrones dictados por el Mundo 3. “Lo más incomprensible del Universo es que sea comprensible” (Albert Einstein).
Diarmaid McCullough ha escrito un libro titulado “Historia de la Cristiandad: Los tres primeros milenios” (Publicado por Debate, Madrid 2011). Según este profesor de Historia de la Universidad de Oxford, para entender el cristianismo necesitamos remontarnos mil años antes de Cristo, para conocer la historia de los judíos y los griegos. El cristianismo surge como movimiento cultural y religioso a partir del siglo I de nuestra en la encrucijada de estas dos culturas únicas, profundamente originales.
En esta conferencia, expondré en primer lugar las raíces en el pensamiento griego de ideas sobre el alma y el cuerpo comúnmente aceptadas tanto por los cristianos y como por no-cristianos en el mundo occidental. En un segundo momento, descubriremos qué dice la Biblia sobre este tema. En un tercer apartado, veremos qué provocaciones hace la Biblia a la reflexión en los albores de la era de la neurociencia.
El alma griega del mundo occidental
Si se dice que la filosofía nace del asombro, una de las fuentes de maravilla que impulsó la filosofía griega del período clásico fue la fascinación que sintieron por el descubrimiento de una realidad totalmente nueva y distinta: la de las ideas. En el mundo que habitamos, todo es frágil y con fecha de caducidad, pero las ideas (el Mundo 3 de Popper) son otra cosa. Las verdades de la matemática y de la especulación filosófica parecen estar al abrigo de la inconsistencia que domina el mundo físico. Nuestra capacidad para acceder al mundo de las ideas es indicio – pensaron los griegos – de que había algo en el ser humano afín a aquel y su inmortalidad: el alma racional.
La formulación más radical de esta intuición la encontramos en Platón. Según el filósofo ateniense, lo que habitualmente consideramos como pensamiento, es en realidad recuerdo. Las ideas que genera nuestra mente son recuerdos de un pasado en el que el alma vivía en el kósmos hyperouranós, el mundo celestial de las puras ideas, la verdadera patria del alma. El alma no pertenece al mundo de los objetos, es de otra naturaleza, de otro mundo. Está encerrado en el cuerpo como en una cárcel.
Menos radical que su maestro, Aristóteles, no creía en la existencia autónoma de las ideas en su propio mundo. Pensaba que éstas solo podían existir danto forma a objetos del mundo sensible. Su famosa teoría hilemórfica afirma que en cualquier cosa podemos distinguir materia (hylé) y forma (morphé). Todo lo que existe tiene una cierta configuración, un contenido de información que da forma a la materia.
En el lenguaje informático actual, la materia aristotélica es – aproximadamente, porque nuestro lenguaje no es tan preciso como la del estagirita – hardware, mientras que software se corresponde con forma. Un libro, por ejemplo, contiene información – software – pero es también un objeto físico – hardware –. El documento contenido en el libro, en cuando información, puede migrar a otro soporte, a un archivo informático guardado en el disco duro de un ordenador, por ejemplo. Tanto para Aristóteles como Platón, el alma es afín al mundo de las ideas, es software “corriendo” en un hardware, el cuerpo humano.
La tesis de que el alma es afín al mundo de las ideas, y de que, por tanto, es inmortal como ellas, es lo más parecido a una salvación que encontraron los filósofos griegos. Según ellos, el ser humano es algo más que materia, es alma inmortal, inmortal como una ecuación matemática o un principio de la lógica. Por ello, puede sobrevivir a estos cuerpos caducos que se los comerá la tierra. Lo que resulta es una antropología fuertemente dualista: Lo últimamente valioso del ser humano es su alma racional, el otro elemento, el cuerpo, con sus necesidades, deseos y apetitos, con sus fragilidades y su debilidad irremediable no merece sino desprecio. Hay que cultivar el espíritu, desprenderse de lo material. Incluso hoy, muchas personas aspiran a eso: a llevar una vida más espiritual desprendiéndose de lo material.
Muchas personas identificarán estas ideas griegas sobre la inmortalidad del alma y el desprecio del cuerpo como cristianas. Esto es porque formas históricas de cristianismo han hecho suyas estas ideas procedentes en último término de la filosofía griega. ¿Pero es esto lo que dice la Biblia? ¿Qué es lo que afirma en realidad?
Alma, cuerpo y espíritu en la Biblia
La Biblia Hebrea, que coincide aproximadamente con lo que los católicos llamamos Antiguo Testamento, está escrita en una lengua que no pertenece a la familia indoeuropea. El hebreo es una lengua semita, con una gramática y un vocabulario que poco tiene que ver con los del griego, el latín o las lenguas que se hablan hoy en el continente europeo. En la lengua hebrea, ni siquiera hay palabras que se correspondan exactamente con los términos “alma” (psyjé en griego; anima en latín ) y “cuerpo” (soma en griego; corpus en latín), tan fundamentales en la antropología griega.
La palabra más cercana a “alma” es vp,n<ï “néfesh”, que quiere decir “aliento vital”. Encontramos este término en uno de los relatos de la Creación: “Entonces YHWH Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre néfesh viviente” (Gn 2, 7). El alma-néfesh, no es el alma racional de los griegos. Es la vida, la vitalidad que caracteriza tanto a hombres como animales.
La palabra más cercana a “cuerpo” en la lengua hebrea es rf"ßb' “basar”, que suele traducirse como “carne”. Ese es su significado más inmediato, carne, ese tejido blando que cubre nuestros huesos, símbolo de la fragilidad humana. Pero esta fragilidad no es algo a ser soslayado, pues la debilidad de la carne es también el fundamento de la nuestra apertura a los demás: “Esta sí que es carne de mi carne” (Gn 2, 23) exclama Adán al descubrir a Eva, recién moldeada de una costilla suya.
Hay un tercer término fundamental en el vocabulario antropológico de la lengua hebrea: x:Wr, “ruaj”, espíritu. Originalmente, quiere decir “viento”, aire en movimiento, y así se tradujo al griego como “pneuma”. La Biblia habla del Espíritu de Dios y del espíritu humano. El espíritu es ese flujo que hace posible una relación entre el ser humano y Dios. El espíritu de Dios penetra el espíritu humano, como el aire nuestro cuerpo, como un líquido empapa un objeto poroso.
La diferencia fundamental entre la visión platónica del ser humano y la de la Biblia es que ésta no es dualista. El hombre no es un compuesto alma + cuerpo. Es una unidad. El lenguaje bíblico etiqueta dimensiones de este ser misterioso que es el hombre: está vivo (néfesh), es frágil y al mismo tiempo abierto a la ayuda mutua (basar), es capaz de relacionarse con Dios (ruaj). No hay una parte del hombre más noble y superior, separable del resto: un alma racional intrínsecamente dotada de inmortalidad.
Para la tradición bíblica, lo más valioso del ser humano no es su capacidad de razonar. Aunque la figura del sabio es respetada, el ideal bíblico de plenitud humana no es la acumulación de conocimientos y el cultivo unidimensional de la racionalidad. La plenitud o Shalom (paz) es vivir en armonía, en una relación de justicia y fidelidad con los demás seres humanos y con Dios.
Si el ser humano no tiene un alma que en virtud de su familiaridad con el mundo de las ideas sea inmortal, ¿Qué pasa cuando muere? Según la mayoría de los textos de la Biblia Hebrea, cuando el ser humano muere, lo que le espera es el sheol, una existencia en el mundo de la oscuridad, donde sobrevive como una sombra de lo que fue. La calidad de este “más allá” no depende del bien o el mal que uno haya hecho en vida. Lo que nos espera después de la muerte es una existencia residual, a solo un escalón de la nada. Por eso clama el salmista:
“Llegue mi oración a tu presencia; inclina tu oído a mi clamor. Porque saturada está mi alma de males, y mi vida se ha acercado al Sheol […] ¿Harás maravillas a los muertos? ¿Se levantarán los muertos y te alabarán? ¿Se hablará de tu misericordia en el sepulcro, y de tu fidelidad en el Abadón?” (Sl 88, 2-3.10-11).
Resurrección de la carne
Solo en los textos más tardíos del Antiguo Testamento se asoma la esperanza en la existencia de una vida humana plena más allá de la muerte. Especialmente durante la dura persecución que sufrieron los judíos durante el siglo II a.C., en la que algunos entregaron su vida como mártires, se desarrolló la convicción de que Dios resucitaría a los que habían dado su vida por Él. Si Dios es justo, no puede dejar que el verdugo prevalezca sobre la víctima. Tiene que vindicar a los mártires en un juicio final en el que se realice la justicia que se les ha negado en esta vida. Así surge la fe bíblica en la resurrección, no de una reflexión acerca de la naturaleza humana – como en el caso de la filosofía griega –, sino de la experiencia del sufrimiento humano y de la fe en un Dios justo.
En tiempos de Cristo, la resurrección de los muertos era una creencia aún en debate. Los saduceos, un grupo de élite dentro del judaísmo, vinculado a la casta sacerdotal, no creían ni en el juicio final ni en la resurrección (ver Marcos 12, 18-27 // Mt 22, 15-22 // Lc 20, 20-26; He 23,6). Los fariseos, en cambio, sí creían en estas cosas. Los cristianos no se limitaron a creer como otros judíos en el juicio final y en la resurrección de los muertos: Afirmaron que Cristo había resucitado ya de entre los muertos. Toda su persona, no solo su alma.
Biblia y Neurociencia
Según la antropología de la Modernidad, que podemos considerar como caducada, el animal racional que es el ser humano era, ante todo, racionalidad. La “animalidad” del hombre quedaba relegada a un plano secundario, residual. Hoy, desde muchas instancias –incluida la neurociencia, pero no solo– se reivindica el cuerpo, las emociones, etc. Esta vuelta al valor de lo corporal es algo que no repugna en absoluto la tradición bíblica, ni a la mejor tradición teológica cristiana.
Para terminar quiero destacar tres elementos de resonancia entre la neurociencia y la tradición bíblica:
- La inteligencia humana es más ancha y pluridimensional que la racionalidad instrumental. Hay otras “inteligencias”: emocional, social, espiritual,… que han sido fraguadas a lo largo de la larga evolución de la especie humana y son tan importantes o más para una vida plena que aquella que miden los así llamados tests de inteligencia. La Biblia es depositaria de siglos de sabiduría que abarca estas otras dimensiones.
- Somos animales hechos para vivir en sociedad. Gran parte de nuestro cerebro está modelado para las complejas tareas que requiere relacionarnos unos con otros. El ser humano llega a su plenitud cuando colabora con los demás, cuando acoge y comparte. Siguiendo una intuición profundamente bíblica, el Concilio Vaticano II afirma:
En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf. Hch10,35). Sin embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para Sí. (Lumen Gentium, 9)
- La neurociencia viene también a confirmar una intuición que atraviesa tanto la sabiduría bíblica como la tradición teológica cristiana: La racionalidad no lo es todo en el orden moral. No basta entender lo que es bueno para disponernos a realizarlo. La ética no puede limitarse a exponer normas y principios teóricos, tiene que ayudarnos a modelar nuestra personalidad a través de la adquisición de las virtudes.
Muchas de los descubrimientos de la neurociencia confirman la sabiduría acerca del ser humano que culturas y tradiciones religiosas han ido acumulando a través de los siglos. Otros la desafían. En cualquier caso, es un momento fascinante de descubrimiento en el que las tradiciones teológicas pueden entrar en diálogo y compartir lo que la ciencia viene a aportar.
Alberto de Mingo Kaminouchi