Curso AyC sobre el ConcilioVaticano II . Lección 14

Colegialidad episcopal

(Lumen gentium II)

F. Javier Elizari, redentorista

“Iglesia ¿qué dices de ti misma?” En los capítulos primero y segundo, la Constitución Lumen Gentium iniciaba la respuesta a esta pregunta. La Iglesia es, en primer lugar, un signo e instrumento al servicio del plan salvador de Dios para la humanidad; es el Pueblo de Dios. En el capítulo tercero, da un paso más. Se centra en el episcopado y, dentro de él, el tema estrella es la colegialidad episcopal.

Abordamos un asunto doctrinal de gran importancia. Algunos teólogos lo calificaron como “la espina dorsal de todo el concilio” o como “el centro de gravedad del Vaticano II”. La distancia del tiempo nos permite considerar algo exageradas tales apreciaciones, pero no hemos de restar trascendencia a la cuestión ni en el plano doctrinal ni en sus consecuencias prácticas. En la página conciliar sobre la colegialidad se mezclan gozos y dolores. Se parece a la vida y a la devoción del santo Rosario con sus misterios gozosos, dolorosos, gloriosos y luminosos. Y, probablemente, en la Iglesia de hoy, los dolores son mayores que los gozos en esta materia.   

1. Qué es la colegialidad episcopal

Su contenido esencial podría resumirse en tres ideas fundamentales. 1ª: Los obispos forman un colegio. 2ª: Y yendo hacia atrás, hacia el origen: el colegio episcopal sucede al colegio apostólico. 3ª: Se es miembro del colegio por la ordenación episcopal. Los obispos forman un colegio. Los obispos no son “mónadas” aisladas, cada uno “rey” en su diócesis y cuya función se reduce a ese territorio concreto. No. Los obispos forman un colegio, un cuerpo que, unido al obispo de Roma, tienen una responsabilidad, una misión, una autoridad al servicio de la Iglesia universal. El primado del Papa definido por el Vaticano I, no deja fuera de juego al episcopado, no lo hace irrelevante o innecesario de cara al cuidado de toda la Iglesia.

El colegio episcopal sucede al colegio apostólico. El origen del colegio episcopal se sitúa en el colegio apostólico. Cristo elige a doce apóstoles como colegio o grupo estable, dentro del cual, no fuera de él, Pedro ocupa un lugar singular, destacado. La misión apostólica no termina en ellos; ha de durar mientras exista este mundo. El conjunto, el colegio de los obispos con el Papa, es el sucesor del colegio de los Apóstoles con Pedro.

Frente a una teología anterior que vinculaba la incorporación al colegio episcopal a un acto del papa, el concilio la sitúa en la ordenación episcopal, en un sacramento, el sacramento del Orden. Por ella y por la comunión con el resto del colegio y con el Papa, su cabeza, el obispo es miembro del colegio y recibe el triple encargo u oficio de enseñar, santificar y regir. Los obispos no son delegados, vicarios del Papa.

Hay no pocos puntos debatidos y abiertos sobre la relación del Papa y el resto del episcopado cuyo análisis aquí no tiene sentido.

2. Un debate largo y encendido

La colegialidad fue objeto del debate más prolongado y encendido de todo el Vaticano II. Este hecho se explica por varias razones: importancia del asunto, su novedad, y, sobre todo, por la posible repercusión en el modo de entender la figura del papa, cuestión de extrema sensibilidad dentro de la Iglesia católica.

A pesar de que la colegialidad episcopal fue una doctrina y práctica constante en la Iglesia Oriental y también, durante el primer milenio, en la Occidental, al comenzar el concilio representaba una novedad doctrinal para la gran mayoría de los obispos y para numerosos teólogos. Un pequeño pero influyente grupo conciliar dentro del cual había una buena representación de obispos italianos y españoles, se oponía con uñas y dientes a la colegialidad episcopal. En esta novedad doctrinal creían percibir una amenaza para la función suprema del Papa definida en el concilio Vaticano I. En el intento de desalojar tales prevenciones y temores, y, a pesar de que el capítulo trata en especial del episcopado, se multiplican las referencias al papa, se pone tanto el acento en sus derechos y en su potestad suprema. En este contexto, se explica también, la discreción, por no decir, el silencio sobre la responsabilidad del papa de contar de alguna forma más ordinaria, más frecuente, más abierta, con el colegio episcopal en el gobierno de la Iglesia universal.

El debate no se limitó exclusivamente al contenido doctrinal de la colegialidad. Quizás, las mayores tensiones se dieron al abordar cuestiones de procedimiento. Dado que la minoría opuesta a la colegialidad multiplicaba sus intervenciones en el aula conciliar, y la mayoría favorable era más discreta en hablar en el aula, parecía existir una cierta igualdad de fuerzas entre defensores y opositores. Ante semejante incertidumbre, muchos vieron necesaria una rápida votación aclaratoria para despejar el terreno. Algunos de la minoría se opusieron tenazmente a una medida tan razonable y, sólo tras episodios de alta tensión, se llegó a realizar la votación el 30 de octubre de 1963. El resultado, acogido como un gran alivio por parte de la mayoría y del propio Pablo VI, reveló que el gran ruido de la oposición a la colegialidad no provenía de su gran número sino de unos pocos gritones. Aun así, la votación no disipó todas las nubes. Unos pocos, con una tenacidad a toda prueba, siguieron defendiendo que el resultado de la votación era irrelevante para la redacción del texto.

3. De la teoría a la práctica

La afirmación de la colegialidad fue ovacionada como un logro considerable del concilio. Desde un plano teórico, no se puede negar su importancia. Las expectativas puestas en su reconocimiento eran grandes; se esperaba un gobierno de la Iglesia más colegial, no tan monopolizado por el “centro”, más abierto a la “periferia”, con mayores responsabilidades de las conferencias episcopales. Pero estamos ante un éxito muy a medias. Lo menos que se puede decir es que la eficacia práctica de la doctrina conciliar sobre la colegialidad ha sido extremadamente modesta.

Hubiera sido necesario llegar en el concilio a algunas directrices algo audaces. En primer lugar, respecto a los tradicionales y habituales consejeros del papa desde hace tiempo, es decir, Curia Romana y Colegio cardenalicio. Tal como están ¿son instrumentos adecuados para el servicio ordinario de la Iglesia? ¿Podrían seguir cumpliendo su servicio con algunos cambios radicales? Pablo VI no facilitó al concilio una aportación en esta línea. Por otro lado, en el horizonte habían surgido posibles nuevos cauces de colegialidad: Sínodo de los obispos, Conferencias episcopales nacionales o supranacionales, sin cerrar el paso a otras nuevas “criaturas” colegiales, fruto de la imaginación eclesial, guiada por el Espíritu. Estos puntos se analizarán al tratar del postconcilio.

4. El papel de Pablo VI

El interés de Pablo VI por el tema de la colegialidad se manifestó de diferentes formas. Siguió muy de cerca el proceso de elaboración del texto. Tuvo múltiples contactos orales con defensores y opositores de la colegialidad. Llegaron a su despacho escritos, sobre todo, de la minoría opositora. Inasequibles a todo desánimo tras la derrota en el aula conciliar, intentaron una victoria en los despachos pontificios. De estos numerosos contactos tenemos bastante conocimiento, pero lejos de la total diafanidad.

Merecen destacarse dos intervenciones directas de Pablo VI, el 19 de mayo de 1964 y el 16 de noviembre del mismo año. El 19 de mayo, el secretario general del concilio traslada a la comisión conciliar redactora del texto sobre la Iglesia, trece sugerencias de Pablo VI sobre la colegialidad, algunas de las cuales son aceptadas por la comisión. Nadie cuestionaba el derecho del papa cuyo gesto, sin embargo, suscitó preocupación por dos detalles: su novedad y el momento. Ni Juan XXIII ni Pablo VI anteriormente habían hecho propuestas de modificación a un texto. Además, las sugerencias del Papa llegaron cuando el borrador, aprobado ya por la comisión, esperaba sólo la firma y la autorización para ser enviado a los Padres conciliares. Este episodio no ha de magnificarse, pues las sugerencias papales eran irrelevantes para la alteración del contenido del texto.    

La bomba estalló inesperadamente el 16 de noviembre de 1964, cinco días antes de la fecha prevista para la promulgación de la Constitución sobre la Iglesia. Esa mañana, el secretario del concilio hacía una comunicación a la asamblea: La autoridad suprema, es decir, Pablo VI, comunicaba a los padres una nota explicativa cuyo autor no era el Papa sino la comisión conciliar. La doctrina expuesta en el capítulo tercero debía ser explicada y entendida según el espíritu y el sentido de esta nota.

¿Qué decir de esta iniciativa y nota? Las interpretaciones están condicionadas por un triple factor: el momento de la comunicación, la reacción de la minoría y el contenido de la misma nota. El momento de su comunicación al aula fue psicológicamente el más inoportuno, dentro de la llamada “Semana negra”, uno de los instantes de mayor tensión y turbación en todo el concilio. Lógicamente, esta circunstancia contribuyó a que la nota se recibiera con mayor consternación por parte de muchos obispos. La reacción de la minoría añadió más razones para atribuirle un sentido negativo por parte de la mayoría. En efecto, la minoría entendió la nota como una victoria de sus ideas que le permitían ahora cambiar el sentido del voto y hacerlo a favor del texto. Y si nos fijamos en su contenido ¿representa una alteración importante de lo dicho en la Constitución? Buenos analistas creen que no, pero hay voces discrepantes.

5. Restauración del diaconado permanente

Aunque se trata de un tema muy secundario dentro de la Constitución, me ha parecido oportuno recogerlo en estas notas por haber sido objeto de uno de los debates más vivos en el aula al tratar de la Iglesia. Durante siglos los diáconos han constituido un grado permanente, del sacramento del orden, práctica seguida hasta hoy en la Iglesia Oriental. En cambio, en la Iglesia Latina, con el paso del tiempo, el diaconado se convirtió en un grado de paso hacia el sacerdocio, una especie de trampolín hacia él.

El Vaticano II ha permitido, la restauración del diaconado como situación permanente. El punto de partida conciliar es la gran dificultad de realizar en muchas regiones las funciones del diácono tan necesarias para la vida de la Iglesia, si se mantiene la disciplina actual de la Iglesia Latina. Por esta razón establece la posibilidad, no el mandato de restablecer el diaconado permanente. Con todo, muchos creen que el motivo determinante ha sido la falta de sacerdotes. La competencia para hacerlo queda en manos de las conferencias episcopales territoriales, con la aprobación del papa. Esta medida descentralizadora suscitó reparos dentro de la minoría conciliar, más proclive a seguir con una Iglesia muy centralizada en Roma. Los candidatos hábiles para este tipo de diaconado son hombres de edad madura casados y jóvenes idóneos obligados al celibato. Esta normativa y los debates conciliares revelan que en el fondo del debate estuvo siempre presente el tema del celibato. Ello contribuyó a que la discusión se prolongara y tuviera, a veces, un cierto carácter tempestuoso. Porque un grupo temía que el acceso al diaconado por parte de jóvenes sin la obligación del celibato podía convertirse en una especie de caballo de Troya contra el celibato obligatorio de los sacerdotes en la Iglesia Latina.