Curso AyC sobre el ConcilioVaticano II . Lección 15
La Virgen María
(Lumen gentium, III)
F. Javier Elizari, redentorista
Una serie de circunstancias justifican dedicar un espacio al capítulo mariano de la Constitución sobre la Iglesia, en la presentación no completa que hago de la misma. De los ocho capítulos de que consta, el octavo, dedicado a la Virgen María ha sido el más comentado y objeto de un torrente de publicaciones. También en el debate conciliar el tema mariano suscitó un altísimo número de intervenciones. Tales hechos no llaman la atención puesto que María ha sido una figura muy destacada en la teología, en la piedad, en el arte y en otras manifestaciones de la Iglesia Católica.
Aparte la cantidad, hemos de destacar que, aunque todo terminó con cierta paz pero no a gusto de todos, la figura de María fue un factor de división entre los Padres conciliares y en torno a ella se vivieron momentos de máxima tensión. El episodio más conflictivo tuvo lugar cuando los Padres se vieron ante una elección, aparentemente inocente, pero en realidad, no tanto. ¿Dónde colocar el texto conciliar sobre la Virgen? Otro momento de preocupación tuvo lugar cuando Pablo VI, en un acto de piedad personal, no dentro de un texto conciliar, proclamó a María Madre de la Iglesia, título ausente de la Constitución sobre la Iglesia, por voluntad clara de la mayoría de los Padres. Tratemos, primero, de este itinerario plagado de incidencias para luego presentar el contenido del texto mariano.
1. El debate sobre el lugar de la Virgen
En la macroconsulta a los obispos, anterior al concilio, la mayor parte no dijo nada sobre si hablar o no en él de María. Una pequeña minoría defendía el silencio o, admitía, a lo más, una palabra discreta. Para un número importante, entre 500 y 600, María se merecía una presencia destacada. La comisión doctrinal preparatoria redactó un texto que llegó a los Padres conciliares. Antes de debatirlo, se planteó la cuestión del lugar en donde hablar de la Virgen.
En el debate aparecieron dos tendencias. Unos defendían que la Virgen se merecía un texto separado, solo para ella. Relegarla a un documento en el que se trataban otros asuntos, era vergonzante; no correspondía a la dignidad eminente de la Madre de Dios; era ir contra la Virgen. Como dijo gráficamente un periodista, éstos eran partidarios de construir un hermoso chalet sólo para María. La otra corriente era partidaria de incluir el texto mariano dentro de la Constitución sobre la Iglesia. La Virgen debía estar en la casa de todos los cristianos; éste era el lugar más indicado. La solución a esta contienda se daría por medio de una votación.
Para que los Padres decidieran con pleno conocimiento de causa, la dirección del concilio aceptó una exposición pública de las razones de la doble opción. El 24 de octubre de 1963, el cardenal Rufino Santos, de Manila defendió la solución del chalet. Ese mismo día, el cardenal Franz König, de Viena, apoyó la alternativa de la casa común. La contienda se dirimió cinco días después, el 29 de octubre. Por un estrecho margen de cuarenta votos (1114 a favor de la integración, 1074, a favor del texto separado) el texto mariano quedaría incluido dentro de la Constitución sobre la Iglesia.
La cuestión del lugar no era un debate secundario e inocente, como podía aparecer a primera vista. En el fondo había dos modos de concebir el puesto de María dentro de los planes de Dios. Simplificando una realidad más compleja y rica en matices, podríamos, con todo, hablar de dos teologías sobre María, dos Mariologías. La primera quería acumular más perlas en la corona de María, subrayar los privilegios de que Dios la colmó, añadir nuevos títulos: Mediadora de todas las gracias, Corredentora, Madre de la Iglesia, etc. Era una Mariología de la cantidad, de las diferencias entre María y los demás cristianos, que tomaba como referencia los documentos marianos de los últimos papas. La otra corriente teológica mariana, tomaba como punto de partida la Biblia en la que María, dentro de su especial puesto en los planes de Dios, aparece con una cierta discreción. Este enfoque evitaba crear nuevos problemas al impulso ecuménico. Por otro lado, no miraba con buenos ojos una piedad y una teología excesivamente marianas que, a veces, dan la impresión de eclipsar a Cristo.
2. Imagen conciliar de María
Observo, en primer lugar, que el texto mariano difiere muchísimo de lo que podía esperarse antes de la apertura del concilio. Y, aunque no satisfaga a todos, ha logrado una presentación armónica. Entre un preámbulo y una conclusión se sitúan las tres partes de que consta el capítulo: María en el misterio de Cristo, María y la Iglesia, culto o deberes del cristiano hacia la Madre de Dios. De esta forma el concilio lanza un aviso contra una visión de María como aislada y en sí misma. La gran riqueza de su ser queda oscurecida si no se la contempla en relación con Cristo y con la Iglesia.
María en el misterio de Cristo. Si todo cristiano se define esencialmente por relación a Cristo, esto vale de modo especial para María. Frente a una teología y una piedad marianas que, no raramente, parecen contemplar a la Virgen como un ser aislado, el texto conciliar subraya la unión con su Hijo desde el anuncio del ángel hasta su muerte. Al querer mostrar la evidente singularidad de la figura de María respecto a los demás cristianos, la Constitución menciona, como es lógico, su maternidad, inmaculada concepción, virginidad, asunción dentro de su condición de creyente. Ella, desde la libertad y la fe, respondiendo a la llamada de Dios, prestó su colaboración al misterio de la redención. Su fe no fue una fe estática, perfecta desde el principio, sino que se desarrolló desde la contemplación y reflexión sobre la vida de Jesús. La Constitución ofrece este balance mariano, siguiendo de cerca a la Biblia y con algunas referencias a antiguos escritores cristianos, no desde especulaciones teológicas. Es la primera vez que un documento del magisterio supremo de la Iglesia sigue este procedimiento tan obvio y necesario. Pasa rápidamente sobre varios textos del Antiguo Testamento, en los que la lectura de la Iglesia ha visto alguna luz sobre María. Las sobrias noticias que de María nos da el Nuevo Testamento están agrupadas en cuatro epígrafes: Anunciación, infancia de Jesús, ministerio público, después de la Ascensión, sin zanjar cuestiones debatidas entre los exegetas.
María y la Iglesia. María es ella misma, no sólo en relación a Cristo, sino también en relación con la Iglesia, relación que ofrece una doble vertiente. Se preocupa activamente de la Iglesia y es para ésta, ejemplar o modelo. En cuanto a la acción de María por la Iglesia, el concilio es claro en subrayar la posición única de Cristo. No es ella una persona interpuesta entre Cristo y el cristiano, como a veces se da a entender. Para expresarla el concilio emplea un lenguaje variado. Habla, sobre todo, de maternidad espiritual, para luego mencionar una serie de títulos: abogada, auxiliadora, socorro, mediadora, sin preferencia por ninguno de ellos. María es, además, tipo o modelo de la Iglesia, por su fe, amor y unión a Cristo.
Deberes hacia la Madre de Dios. El principal deber del cristiano hacia María es el culto, privilegiando el culto litúrgico. Elogia las variadas formas de la piedad popular, pero, poniendo en guardia contra el sentimentalismo y la credulidad vacía. También se dan unas breves directrices sobre la teología y la predicación. Han de evitar dos actitudes extremas, las exageraciones y la excesiva estrechez. Han de alimentarse no en la especulación, sino en las fuentes: Sagrada Escritura, grandes escritores de la Iglesia, liturgia.
3. Un final que no fue un broche de oro
Algunos modos de concebir a María en la teología, en la predicación, en la piedad, han dividido a los católicos de otros cristianos, especialmente los protestantes. Hemos visto cómo también en algunos momentos del Vaticano II, los obispos estuvieron muy divididos por cuestiones marianas. La redacción final del capítulo mariano no trajo la paz completa, pero fue acogida, en conjunto, con satisfacción. ¿Quién iba a esperar un final con sabor algo amargo?
En la alocución de clausura de la tercera etapa conciliar, el 21 de noviembre de 1964, cuando la Constitución sobre la Iglesia acababa de promulgarse, Pablo VI dio la sorpresa. En un acto personal de piedad mariana, fuera del texto conciliar, proclamó a María “Madre de la Iglesia”. Numerosos Padres aplaudieron la decisión papal pero ésta no agradó a muchos otros. En efecto, en el aula conciliar se manifestaron serias reservas sobre este título que, al fin, fue desechado y no recogido en la Constitución por razones históricas y de significado. Parecía dejar a María fuera de la Iglesia. Teniendo presente el antecedente conciliar, el gesto de Pablo VI fue entendido por no pocos como una especie de desconsideración y muy poco en la línea de la colegialidad. Además, esta intervención de Pablo VI era la última de las cuatro protagonizadas por el papa y tan criticadas por la mayoría conciliar, entre los días 16-21 de noviembre de 1964, bautizados como la “Semana negra”. Es cierto que, pasado el tiempo, muchos suavizaron algo los tonos tan oscuros dados a esos días de noviembre.