El fin de las caravanas

02.03.08 -
ÁNGEL FLORES MORALES

Decíamos ayer, que aquellos aristocráticos guerreros -los tuareg- de esbeltas figuras sobre sus meharis (dromedario de veloz andadura), que eran el sueño dorado de las mujeres del Hog-har; aquellos expertos conductores de las azalai (caravanas de la sal), a través del temible Teneré (el desierto del miedo), estaban en decadencia desde la devastadora sequía de 1973, en la que perdieron casi todo su ganado; más tarde, con el progresivo asfaltado del transahariano, se vieron obligados a cambiar sus condiciones de vida y, posteriormente, privados de su base tradicional, empezaron a emigrar para hacerse sedentarios en las ciudades argelinas. Aún así, los que quedaron, siguieron desarrollando la vida y costumbre de la sociedad nómada del desierto y apegados y defendiendo la enorme riqueza de su subsuelo, que rebosa de impresionantes recursos mineros, uranio y petróleo sobre todo, sin poder disfrutar de ellos. Pues esta situación, es el calvario de los tuareg del norte del Níger, que ven taladradas sus tierras, en todas direcciones, con la perspectiva de la explotación masiva de este maná.

En su nombre, el alcalde de la Comuna de Tchirozen (Agadez-Níger), Isuf Ag Maha, ha denunciado los varios permisos de investigación y de explotación de uranio en sus territorios, concedidos por el gobierno nigeriano, sin que las tribus afectadas reciban ninguna compensación, a pesar de que deberán abandonar esos lugares y buscar hipotéticas zonas aptas para su asiento y nomadeo. Y el problema es tanto más complejo en cuanto que los permisos de explotación han sido atribuidos a países como China, la que, desgraciadamente, ignora cualquier política de respeto para las comunidades locales y aun menos para las que rodean a su cuadro de vida; sus métodos son expeditivos: dinero contante y sonante.

El gobierno de Níger, enloquecido por la riqueza que llega a sus manos, «ignora las reclamaciones de su pueblo, rehusando toda idea de diálogo, confiscando las libertades individuales, prohibiendo los debates contradictorios, suspendiendo las radios internacionales y los diarios independientes e, incluso, declarando la región targuía -singular femenino de tuareg- en estado de urgencia, dando lugar a que el ejército se arrogue derechos de prisión, tortura, y muerte sin ninguna forma de proceso».

La comunidad internacional silencia esta situación, contraria a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y le tiene sin cuidado, lo mismo que al gobierno nigeriano, las nefastas consecuencias resultantes de los dos permisos concedidos a Francia, hace 40 años, para la extracción de uranio en las zonas de Arlit y Akokan: los nómadas de esos espacios tuvieron que trasladarse a otros lugares, la fauna desapareció totalmente, las capas freáticas quedaron contaminadas y la población quedó tocada con serios problemas de salud pública.

Con esos antecedentes, el alcalde Maha vuelve a poner el grito en el cielo, anunciando la catástrofe que se les avecina como consecuencia de los 122 permisos de explotación de uranio, otorgados por el Estado del Níger, el año pasado, y que será en mayor proporción que la producida por las dos autorizaciones de hace 40 años. Además, el ejército nigeriano, mantenido materialmente por Francia, China y EE.UU., lanzó el verano pasado una ofensiva en el Air con objeto de reducir al silencio a todo el pueblo targui (singular masculino de tuareg).

Y el desesperado Maha pronostica «que si se permite aceptar la muerte de una población inocente, por ambición económica, los tuareg no tendrán más remedio que batirse o desaparecer». Y en este último caso, nos quedaríamos sin uno de los elementos únicos de su riqueza, la cultura targuía, basada en un código de conducta moral impuesta a cada uno en la perspectiva de afrontar las condiciones de una vida saharaui austera y rudimentaria.

Ya dije una vez que, en mis recorridos por el Sahara español y en su frontera sur con Mauritania, tuve ocasión de ver un pequeño grupo de tuareg, desplazados a aquellas tierras por motivos familiares. Entonces, años cuarenta, aún eran pastores, caravaneros, guías y, cuando era necesario, guerreros de las arenas; llevaban con orgullo sus turbantes y velos azules y montaban airosamente en sus veloces meharis de pelo blanco y monturas policromadas. Aquellos señores del Sahara, con más de 3.000 años de existencia en el norte de África, son, hoy día, combatientes que han sustituido el dromedario por el todo terreno armado, las espadas de empuñadura en cruz por el kalachnicov y están dispuesto a morir por un estatuto federal que les salve de su desaparición.