Pedro Arrepentido

“En nombre de Cristo os suplicamos que os dejéis reconciliar con Dios” (2Cor 5, 20)

Si hay un personaje que, en el Evangelio, personifica la experiencia de la reconciliación en todos sus pasos, es Pedro. La escena se desarrolla en un interior, donde se destaca la figura de un anciano, sentado en el suelo y llorando. Como es característico en Rembrandt, los elementos narrativos están reducidos a lo esencial. Fiel a su credo calvinista prescinde de todo tipo de símbolo mágico, alegórico o eclesial, para concentrarse en la ejemplaridad del personaje. Nadie como él ha sabido describir la psicología y los estados de ánimo del alma humana. Y esa es su intención primera: insinuarnos la confusión, la rotura interior, el vacío y fracaso de un hombre que se traiciona a sí mismo. En un cuadro tan austero se nos brinda toda una fenomenología del momento antropológicamente clave de la reconciliación: el arrepentimiento.

Pedro, aun habiendo estado prevenido, acaba de negar a Jesús. “Saliendo de aquel lugar, lloró amargamente” (Lc 22, 62). En un interior desolado, la luz descarga su intensidad concentrando nuestra atención en la cabeza y las manos. Pedro, ataviado de una forma muy sobria, está arrodillado sobre un montón de paja. Contrasta la pincelada suelta, larga y de color neutro que ha empleado en paredes y vestidos, y la pincelada corta y pastosa que se recrea en manos y frente. La mirada ausente y acuosa, la boca entreabierta y el aspecto envejecido, proponen una intensidad emotiva inusual.

Contempla el cuadro con una mirada circular: empieza mirando la periferia, introdúcete en esa estancia misteriosa. Recuerda las escenas previas a este momento: el juicio de Jesús, las negaciones, la mirada de Jesús,  Y ahora, sigue la dirección de la luz y céntrate en el personaje principal. Tienes delante a un hombre vencido, acabado por su propia presunción. La pincelada cargada que ha empleado en la frente y en las arrugadas manos, denotan un gesto contraído mantenido desde hace un rato, en él se contiene la tensión de un alma que se deshace en

angustia. Los ojos ausentes, quizá añorantes de la inocencia perdida, quizá enganchados todavía, a la última mirada del maestro. La boca medio abierta en un gesto patético de querer decir algo y no poder. Deliberadamente ha sido pintado viejo, con la barba y el cabello

blanquísimos, que recogen toda la intensidad de la luz. Como si el autor insinuara que el error no ha sido algo puntual, sino que es toda la vida la que ha sido derrotada. Su pecado es una total negación de lo que él es, de su imagen y de su propia dignidad humana, porque él

había sido elegido como jefe de los discípulos. ¿Qué le queda? Ni su fe vacilante, ni su voluntarismo humillado, ni su protagonismo inconsciente. Todo ha sido reducido a la paja sobre la que está sentado.