23 de enero. Tercer domingo del Tiempo Ordinario
DEL PROFETA ISAÍAS (8,23; 9,4)
Al principio cubrió él de ignominia el país de Zabulón y el país de Neftalí; pero en el último tiempo llenará de gloria la calzada del mar, la tierra allende el Jordán y la región de los gentiles. Porque todo calzado de guerra estrepitoso, todo manto manchado de sangre será quemado, pasto de las llamas.
DE LA PRIMERA CARTA DE S. PABLO A LOS CORINTIOS (1COR 1,10-13.17)
Hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, os ruego que os pongáis de acuerdo y que no haya divisiones entre vosotros, sino que conservéis la armonía en el pensar y en el sentir. Os digo esto, hermanos míos, porque los de Cloe me han informa-do de que hay discordias entre vosotros. Me refiero a lo que cada uno de vosotros dice: «Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo». ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso Pablo fue crucificado por vosotros o habéis sido bautizados en su nombre? Pues Cristo no me mandó a bautizar, sino a evangelizar; y esto sin alardes literarios, pa-ra que no se desvirtúe la cruz de Cristo.
EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO (MT 4,12-23)
Cuando oyó que Juan estaba en la cárcel, Jesús se retiró a Galilea. Dejó Nazaret, y se fue a vivir a Cafarnaún, en la ribera del lago, en los términos de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliese lo que había anunciado el profeta Isaías: Tierra de Zabulón y de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos; el pueblo que yace en las tinieblas ha visto gran luz, y para los que yacen en la región tenebrosa de la muerte ha brillado una luz. Desde entonces comenzó Jesús a predicar y decir: «Conver-tíos, porque el reino de Dios está cerca».
Paseando junto al lago de Galilea, vio a dos hombres: Simón, llamado Pedro, y An-drés, su hermano, echando la red en el lago, pues eran pescadores. Y les dijo: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres». Ellos, al instante, dejaron las redes y lo siguieron. Fue más adelante y vio a otros dos hermanos: Santiago, el de Zebedeo, y Juan, su hermano, en la barca con su padre Zebedeo, remendando las redes; y los lla-mó. Ellos, al instante, dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron. Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, predicando el evangelio del reino y curando todas las enfermedades y dolencias del pueblo.
Una comunión llamada Iglesia
Tras su bautismo en el Jordán, Jesús inicia su misión en Galilea, su tierra, y lo prime-ro que hace es convocar discípulos, y por una razón. Para anunciar su Evangelio, Cristo necesita, antes que nada, rodearse de una comunidad, pues lo que Él viene a traer no es una nueva teoría sobre Dios, sino una comunión viva.
El hermano Roger de Taizé escribe: “¿Al entrar en
el tercer milenio, nos damos cuenta suficientemente de que, hace dos mil
años, Cristo vino a la tierra no para crear una nueva religión,
sino para ofrecer a toda la humanidad una comunión en Dios?”
Cristo no vino a establecer un nuevo sistema de creencias, obligaciones
morales y formas de culto, no propuso una nueva religión. Pero
sí fundó una comunión, que lleva el nombre de Iglesia.
Ella está llamada a seguir ofreciendo a toda la humanidad una co-munión
con Dios y a ser semilla de reconciliación entre todos los pueblos.
Pero a lo largo de su historia, los cristianos han conocido múltiples sacudidas: han surgido separaciones entre los que se refieren al mismo Dios del amor.
Hay una curiosa estadística: cada quinientos años, aproximadamente, se ha produci-do una gran división en la Iglesia. En el siglo V, una serie de iglesias en Asia y África se separaron: comunidades cristianos de Siria, Babilonia, Persia, India, Etiopía y Egipto rompieron la comunión con el resto por motivos doctrinales, que resultaron ser en mu-cho casos malentendidos causados por diferencias culturales.
Entorno al año 1000, el Gran Cisma de Oriente, separó a las iglesias ortodoxas de la Europa Oriental de iglesia católica de Europa Occidental. Se adujo como motivo de tal separación una diferente doctrina sobre el filioque: según las iglesia de Oriente “El Es-píritu Santo procede del Padre”, mientras los católicos afirmamos: “El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (en latín, filioque)”. Muchos historiadores piensan, sin em-bargo, que esta disputa no fue sino la tapadera de un conflicto político entre el Papado, que estaba apoyando las nuevas formas de organización política en Europa Occidental, y el Emperador de Constantinopla.
En 1517, Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg en contra de la venta de indulgencias y proponiendo una Reforma de la Iglesia. Esta iniciativa se cargó también muy pronto de intereses políticos. El resultado fue una nueva separación: la Iglesia de Europa Occidental quedó dividido entre católicos y protestantes.
Casi quinientos años después, un año antes del comienzo del presente milenio, en 1999, la Iglesia Católica y la Federación Mundial Luterana, firmaron el Acuerdo de Augsburgo, un documento en que ambas partes expresaban su acuerdo sobre la doctrina que fue el caballo de batalla de la Reforma Luterana: la justificación por la fe. El docu-mento afirma que las diferencias entre católicos y protestantes entorno a esta doctrina no constituyen ya un motivo para estar separados.
Sin embargo, después de esta fecha, el diálogo ecuménico en vez de avanzar, parece haberse detenido. El patriarca greco-ortodoxo de Antioquía, Ignacio IV, se expresa con palabras sobrecogedoras :
“El movimiento ecuménico está en regresión. ¿Qué queda del acontecimiento profé-tico que desde los inicios han encarnado personalidades como el papa Juan XXIII y el patriarca Atenágoras, entre otros? Nuestras divisiones hacen a Cristo irreconoci-ble, son contrarias a su voluntad de hacernos ver como uno, “a fin de que el mundo crea”.
Necesitamos urgentemente iniciativas proféticas para sacar al
ecumenismo de los meandros en los cuales me temo que se está empantanando.
Tenemos necesidad urgente de profetas y de santos que ayuden a nuestras
Iglesias a convertirse por el perdón recíproco.”
Las siguientes palabras son del hermano Roger de Taizé, un hombre
ya anciano que ha dedicado su vida a la reconciliación entre las
iglesias: “Restablecer una comunión es urgente hoy, no se
puede dejar sin cesar para más tarde, hasta el final de los tiempos.
¿Haremos todo lo posible para que los cristianos despierten al
espíritu de comunión?”
Es urgente que todos los cristianos descubramos que “en el corazón de Dios, la Igle-sia es una, no puede estar dividida”. La unidad de la Iglesia está ahí, tan inquebrantable como la unidad de Dios. Todos los cristianos estamos llamados a realizar gestos que hagan visible esta unidad escondida en el corazón de Dios
Uno de estos gestos es esta Semana de Oración por la Unidad de las Iglesias, que es-tamos celebrando. Otra podría ser informarnos mejor, con un una mentalidad abierta, de las riquezas que aportan las demás confesiones a nuestra común fe en el Dios de Jesu-cristo. Y sostener la esperanza de que un día los cristianos seamos capaces de expresar de forma visible este sueño de Dios, para que la Iglesia pueda realizar con toda credibi-lidad la misión encomendada por Cristo: ser una semilla de reconciliación para toda la familia humana