20 de febrero. Segundo domingo de Cuaresma

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I. DEL GÉNESIS (12,1-4)

El Señor dijo a Abrán: «Sal de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, y vete al país que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo; te bendeciré y engrandeceré tu nombre. Tú serás una bendición: Yo bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán bendecidas todas las comunidades de la tierra».

Abrán partió, como le había dicho el Señor, y Lot se fue con él. Abrán tenía setenta y cinco años cuando salió de Jarán.

II. DE LA SEGUNDA CARTA DE SAN PABLO A TIMOTEO (1,8-10)

Así pues, no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero. Al contrario, soporta conmigo los sufrimientos por el evangelio, con la ayuda del poder de Dios, que nos ha salvado y nos ha llamado a una vida consagrada a él, no por nuestras obras, sino por pura voluntad suya y por la gracia que nos ha dado en Cristo Jesús, desde toda la eternidad, y que ahora se ha manifestado con la aparición de nuestro Señor, Cristo Jesús, que destruyó la muerte y ha hecho brillar la vida y la inmortalidad por el evangelio.

III. DEL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO (17,1-9)

Seis días después Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó a un monte alto a solas. Y se transfiguró ante ellos. Su rostro brilló como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. Y se le aparecieron Moisés y Elías hablando con él. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, qué bien se está aquí. Si quieres, hago aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Aún estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió, y una voz desde la nube dijo: «Éste es mi hijo amado, mi predilecto, escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, aterrados de miedo. Jesús se acercó, los tocó y les dijo: «Levantaos y no tengáis miedo». Alzaron ellos sus ojos y no vieron a nadie, sino sólo a Jesús. Y mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie esta visión hasta que el hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos».

LA FELICIDAD ILUMINABA EL ROSTRO DE JESÚS

Así imaginamos el rostro del Señor en la escena de la Transfiguración. Más que en los vestidos, la felicidad se reflejaba en sus ojos. Al menos es lo que suele suceder normalmente entre nosotros.

Cada día surgen maestros con teorías sobre los aspectos más comunes de la vida: cómo tenemos que comer, cómo hemos de respirar, cómo conseguiremos dormir a pierna suelta sin temor a esa terrible enfermedad moderna del insomnio. No podían faltar los maestros en la “ciencia de la felicidad”. Claro que tienen su razón de ser y su clientela segura, ya que muchos de nuestros contemporáneos, precisamente los que menos razones tienen para ello, se sienten muy desventurados. La psicología popular, la poppsychology, procura que las personas enfermas de frustración e insatisfacción alcancen un nivel normal de contentamiento, es decir, se sitúen en el punto cero por encima de la depresión, que convencionalmente puede alcanzar un menos 5, un 5 negativo. Más recientemente se han preguntado – también con toda la razón del mundo – por qué no proponerse alcanzar como nivel normal el 5 positivo, superando la depresión y consiguiendo un nivel de vida feliz. Los mecanismos son tan antiguos como el andar de pie. “El secreto de la felicidad está en amar o aceptar con agrado la vida que nos ha tocado en suerte”.

La felicidad de Jesús en lo alto de la montaña tiene que ver precisamente con la aceptación del destino que le encaminaba a la cruz en Jerusalén. Así de claro. Y de esto seguramente es de lo que hablaba con Moisés y Elías, las dos figuras que representan lo que la teología seria llama el “plan de salvación” para la humanidad. Moisés es el caudillo liberador de un pueblo esclavizado, al que se le ofrece una vida en libertad. Y este plan de liberación, que el evangelio llama “reinado de Dios”, es compartido y apoyado por Jesús. Elías es el luchador intrépido y furibundo contra la idolatria, contra la adoración de divinidades falsas o falsos absolutos que pretenden ocupar el lugar exclusivo reclamado por Dios pero para concedérselo a la persona, a toda persona que es sobre la tierra “su imagen y semejanza”. Dos “proyectos” por los que valía la pena luchar hasta el fin.

La subida a la montaña pudo ser real, pero tiene ante todo un valor simbólico. A quien vive hundido en la infelicidad, le cuesta subir, como a tanto perezoso la sola idea de escalar una montaña le hunde más en el sofá. “Quita, quita”, es más o menos lo que dice Pedro justo antes de la Transfiguración, cuando Jesús “comenzó a explicar a los discípulos que tenía que ir a la pasión en Jerusalén” (Mateo 16,21-22). En lo alto de la montaña no sólo se respira a pulmón henchido, sino que se puede soñar a lo grande, por encima de la estrechez de intereses mezquinos. En la altura se siente el vértigo de lanzarse a empresas hasta un poquillo alocadas, porque allí, en lo alto, los ideales grandes se suben a la cabeza. La fuerza de aquel momento feliz, uno de los muchos que sin duda alguna marcaron la vida de Jesús, se demuestra cuando al bajar del monte la luz que resplandecía en los ojos y en toda la figura de Jesús sana al joven epiléptico, ante el que los discípulos se habían declarado impotentes.

A éstos, a los discípulos que en el monte “cayeron de bruces, llenos de espanto”, les pide Jesús que esperen a la Resurrección para comprender lo sucedido. Jesús mira más allá de la pasión y goza ya anticipadamente de la luz de la Resurrección. Creer en el Resucitado es introducir esa luz para iluminar los pasos más negros de nuestra vida.

San Lucas se atreve a decir que Pedro, al proponer levantar tres tiendas, “no sabía lo que decía” (Lucas 9,33). Lucas es el único que trae el dato de que los apóstoles no pudieron escuchar el contenido de la conversación con Moisés y Elías, porque se quedaron dormidos. Y, al despertar, es cuando proponen detener aquel momento grandioso, levantando tres tiendas. En este proyecto coinciden los otros dos evangelistas, Marcos y Mateo. Tiene su importancia atender a las modificaciones que pronto comenzó a experimentar el relato original. Es una advertencia para que estemos en guardia ante la inevitable manipulación interesada de los fenómenos psíquicos y, tanto más, religiosos.

Nadie logrará explicar por qué personas que lo tienen todo arrastran una vida miserable, mientras que personas que carecen de todo no hacen ascos a la vida y buscan cada día un trocito de azul en el cielo para tirar adelante tan felices. Hay quienes se derrumban ante la llegada de una enfermedad mortal. Y otros saludan alegres cada jornada que “todavía” se les concede como de propina. Según la costumbre dominante, algunos científicos aventuran la posibilidad de que la diferencia esté en los genes. Pero la diferencia está seguramente en el punto en que cada uno fija su atención.

Abrahán salió de su tierra “sin saber a dónde iba” (Hebreos 11,8). Cuando se pretende saber demasiado sobre lo que nos aguarda, nos acecha la angustia ante el futuro. El mundo feliz llegará día a día, sorbo a sorbo, mientras vivimos. El banquete final, sólo cuando participemos de la Resurrección, que Jesús adelantó como promesa.

Cuando Hammurabi grabó su código en la piedra de Irak, plantó el fundamento jurídico para la evolución de futuras civilizaciones. También en Irak alzó Abrahán los ojos al cielo para soñar en un pueblo numeroso como las estrellas. Es el sueño que llevaron adelante Moisés, Elías y, sobre todo Jesús, al proponer la fe de Abrahán como pauta para vivir apoyándose en la confianza en Dios. También el islam considera a Abrahán, Ibrahím, como padre en la fe. Hoy desde el monte de la Transfiguración tenemos que soñar un mundo en el que las tres religiones “abrahámicas” se unan para colaborar en paz por la construcción de un mundo en el que tanto la aventura liberadora de Moisés como el fanatismo antidolátrico de Elías sean inspiración para crear una civilización global justa y pacífica. Soñar en la libertad, debelar los absolutos del fanatismo y de la superstición, son dos causas que bien merecen ser apoyadas hasta morir, incluso en Jerusalén.