10 de abril. Tercer domingo de Pascua

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DE LOS HECHOS DE LOS APÓSTOLES (HE 2,14.22-33)

Entonces Pedro, en pie con los once, les dirigió en voz alta estas palabras: «Judíos y habitantes todos de Jerusalén: percataos bien de esto y prestad atención a mis palabras.
Israelitas, escuchadme: Dios acreditó ante vosotros a Jesús el Nazareno con los mila-gros, prodigios y señales que hizo por medio de él, como bien sabéis. Conforme al plan proyectado y previsto por Dios, os lo entregaron, y vosotros lo matasteis crucificándolo por manos de los paganos; pero Dios lo ha resucitado, rompiendo las ligaduras de la muerte, pues era imposible que la muerte dominara sobre él. Porque David dice de él:

Veía siempre al Señor en mi presencia, lo tengo a mi derecha, y así nunca tropiezo.
Por eso se alegra mi corazón, se gozan mis entrañas, todo mi ser descansa bien seguro,
pues tú no me entregarás a la muerte ni dejarás que tu fiel amigo vea la corrupción.
Me has enseñado el camino de la vida, me has llenado de gozo en tu presencia.

Hermanos, hablemos con franqueza. El patriarca David murió y fue sepultado, y su sepulcro subsiste entre nosotros hasta el día de hoy. Pero era profeta y sabía que Dios le había jurado solemnemente sentar sobre su trono un descendiente suyo. Por eso pre-vió y anunció la resurrección del mesías cuando dijo que no sería abandonado en el abismo ni su cuerpo vería la corrupción. Dios ha resucitado a éste, que es Jesús, de lo que todos nosotros somos testigos. Exaltado, pues, por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo, objeto de la promesa, lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo.

DE LA PRIMERA CARTA DE PEDRO (1PE 1,17-21)

Y si invocáis como Padre al que juzga imparcialmente a cada uno según sus obras comportaos respetuosamente mientras estáis de paso en este mundo. Sabed que habéis sido rescatados de vuestra vida estéril heredada de vuestros mayores no con bienes pe-recederos como el oro o la plata, sino con la preciosa sangre de Cristo el cordero sin ta-cha ni defecto predestinado desde toda la eternidad y manifestado en los últimos tiem-pos por amor hacia vosotros, los que por él creéis en Dios, el cual habiéndole resucitado de entre los muertos y coronado de gloria viene a ser por lo mismo el objeto de vuestra fe y de vuestra esperanza.

EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS (LC 24,13-35)

Aquel mismo día, dos de ellos se dirigían a una aldea llamada Emaús, distante de Je-rusalén unos trece kilómetros. Iban hablando de todos estos sucesos; mientras ellos hablaban y discutían, Jesús mismo se les acercó y se puso a caminar con ellos. Pero es-taban tan ciegos que no lo reconocían. Y les dijo: «¿De qué veníais hablando en el ca-mino?». Se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, llamado Cleofás, respondió: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha sucedido en ella estos días?».

Él les dijo: «¿Qué?». Ellos le contestaron: «Lo de Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo, cómo nuestros sumos sa-cerdotes y nuestras autoridades lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucifi-caron. Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, pero a todo esto ya es el tercer día desde que sucedieron estas cosas. Por cierto que algunas mujeres de nues-tro grupo nos han dejado asombrados: fueron muy temprano al sepulcro, no encontraron su cuerpo y volvieron hablando de una aparición de ángeles que dicen que vive. Algu-nos de los nuestros fueron al sepulcro y lo encontraron todo como las mujeres han dicho, pero a él no lo vieron».

Entonces les dijo: «¡Qué torpes sois y qué tardos para creer lo que dijeron los profe-tas! ¿No era necesario que Cristo sufriera todo eso para entrar en su gloria?». Y empe-zando por Moisés y todos los profetas, les interpretó lo que sobre él hay en todas las Es-crituras. Llegaron a la aldea donde iban, y él aparentó ir más lejos; pero ellos le insistie-ron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque es tarde y ya ha declinado el día». Y entró para quedarse con ellos.

Se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces sus ojos se abrieron y lo reconocieron; pero él desapareció de su lado.Y se dijeron uno a otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». Se levantaron inmediatamente, volvieron a Jerusalén y encontraron reuni-dos a los once y a sus compañeros, que decían: «Verdaderamente el Señor ha resucita-do y se ha aparecido a Simón». Ellos contaron lo del camino y cómo lo reconocieron al partir el pan.

Mientras iban de camino...

La teóloga norteamericana Joan Chittister ha escrito en esta semana, marcada por la muerte de Juan Pablo II:

“La muerte nos priva, pero también enriquece. Nos hace más reflexivos, más agra-decidos a la vida, más conscientes de nuestra deuda con la humanidad y del signifi-cado de nuestras vidas. Nos hace comenzar de nuevo juntos, agradecidos los unos por los otros como nunca antes”.

La muerte es un final y un principio. Tras ella, el significado de una vida aparece com-pleto y condensado. No es que nos volvamos acríticos, o que cerremos los ojos a las contradicciones y deficiencias de toda existencia humana, pero se impone el agradeci-miento y hasta la admiración. Nos damos cuenta de que no somos más que otro episodio en la larguísima marcha de la humanidad y de nuestra deuda con los que nos han prece-dido. Se hace imperativo el recuerdo.

El viernes 1 de abril, estuve fuera de la ciudad casi todo el día y no escuché el mensaje de Navarro-Valls anunciando la gravedad del estado del Papa. Al regresar por la tarde, la misa de ocho estaba a rebosar de gente, que había venido a rezar por él. Luego la te-levisión no ha cesado de retransmitir imágenes de multitudes. ¿Seremos los católicos capaces de “empezar de nuevo juntos”?

Los discípulos de Emaús caminaban cabizbajos tras el fracaso de su Maestro. Todo había acabado ?pensaban ellos?, los poderosos habían impuesto su lógica de violencia al acabar con la vida del profeta de Nazaret. No podían aún darse cuenta de que Él esta-ba vivo, ahí mismo, conversando con ellos. El Resucitado estaba ahí, discretamente, pa-ra escuchar su frustración y sus quejas, para acoger su llanto.

Le invitaron a cenar y a pasar la noche a este hombre, que era para ellos todavía un ex-traño. La hospitalidad provocó el milagro, y la sencilla colación de aquella noche se convirtió en Eucaristía. El que lo narra escoge con sumo cuidado los verbos: “tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio”, los mismos que en la Última Cena.

La persona que puso por escrito este relato, el evangelista Lucas, estaba respondiendo, 50 años después de la muerte de Jesús, a una pregunta acuciante de su comunidad “¿Dónde podemos encontrar a Cristo Resucitado nosotros que no hemos sido sus contemoporáneos?”. La situación de esta comunidad, medio siglo después del paso de Jesús por la Historia, no era tan diferente a la nuestra. Nosotros también nos preguntamos “¿Cómo puedo tener un encuentro con Cristo? ¿Cómo experimentar su presencia resuci-tada en mi vida?”

El relato de Emaús es una sencilla catequesis que nos responde:

• En el camino de la vida: “Mientras ellos hablaban y discutían, Jesús mismo se les acercó y se puso a caminar con ellos”
• En el estudio de la Biblia: “Y empezando por Moisés y todos los profetas, les in-terpretó lo que sobre él hay en todas las Escrituras”
• En la hospitalidad: “Quédate con nosotros, porque es tarde y ya ha declinado el día”
• En la Eucaristía: “Se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces sus ojos se abrieron y lo reconocieron”
• En la secreta sed del corazón: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”
• Y en esa comunión que es la Iglesia: “Se levantaron inmediatamente, volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los once y a sus compañeros”

Tenemos los cristianos una larga historia. Desde que Pedro dejara su barca a orillas del Lago de Galilea, han caído y se han alzado imperios y civilizaciones. Juan Pablo II ha llenado el último cuarto de siglo. Nunca antes se había visto un Papa llenar estadios y plazas en los cinco continentes de la tierra, pero también, en su tiempo las iglesias se han ido vaciando. La sed de Dios permanece, también en muchos de los que no frecuen-tan los templos, ¿será un signo? Una Iglesia capaz de ofrecer experiencia de Dios a los que buscan a Dios en otro lugar... mientras caminan por la vida.