24 de abril. Domingo Quinto de Pascua
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DE LOS HECHOS DE LOS APÓSTOLES (HE 6,1-7)
Como el número de los discípulos aumentaba, los griegos se quejaron contra los hebreos por-que descuidaban a sus viudas en el suministro cotidiano. Los doce convocaron a todos los fieles, y dijeron: «No está bien que nosotros abandonemos la palabra de Dios por servir a las mesas. Elegid, pues, cuidadosamente entre vosotros, hermanos, siete hombres de buena reputación, lle-nos del Espíritu Santo y de sabiduría, y nosotros les encomendaremos este servicio; nosotros per-severaremos en la oración y en el ministerio de la palabra». Agradó la proposición a toda la asamblea, y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y del Espíritu Santo, y a Felipe y Prócoro, a Nicanor y a Timón, a Parmenas y a Nicolás, prosélito antioqueno; los presentaron a los apóstoles, los cuales, después de orar, les impusieron las manos. La palabra de Dios crecía, el número de los fieles aumentaba considerablemente en Jerusalén, e incluso muchos sacerdotes abrazaban la fe.
DE LA PRIMERA CARTA DE PEDRO (1PE 2,4-9)
Acercaos a él, piedra viva, rechazada por los hombres, pero escogida y apreciada por Dios; disponeos como piedras vivientes, a ser edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer víctimas espirituales agradables a Dios por mediación de Jesucristo; pues dice la Escritu-ra: Yo pongo en Sion una piedra angular, escogida, preciosa; el que crea en ella no será defrau-dado. Para vosotros, los creyentes, es piedra de gran valor. Para los incrédulos, en cambio, la piedra que desecharon los constructores se ha convertido en la piedra angular piedra de tropiezo y roca que puede hacer caer. Tropiezan precisamente porque no quieren creer en el evangelio a eso es a lo que estaban destinados. Vosotros, por el contrario, sois linaje escogido, sacerdocio re-al, nación consagrada, pueblo de su propiedad, para anunciar las grandezas del que os ha llamado de las tinieblas a su luz maravillosa.
EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN (JN 14,1-12)
Dijo Jesús: «No estéis angustiados. Confiad en Dios, confiad también en mí. En la casa de mi Padre hay sitio para todos; si no fuera así, os lo habría dicho; voy a prepararos un sitio. Cuando me vaya y os haya preparado el sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que, donde yo estoy, es-téis también vosotros; ya sabéis el camino para ir adonde yo voy». Tomás le dijo: «Señor, no sa-bemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el camino?». Jesús le dijo: «Yo soy el camino, la ver-dad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre. Y desde ahora lo conocéis y lo habéis visto».
Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le dijo: «Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Có-mo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las pa-labras que os digo no las digo por mi propia cuenta; el Padre, que está en mí, es el que realiza sus propias obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Creedlo al menos por las obras mismas. Os aseguro que el que cree en mí hará las obras que yo hago y las hará aún mayores que éstas, porque yo me voy al Padre ».
LO QUE TOCA HOY ES CAMINAR
La Eucaristía nos ofrece asomarnos a la Última Cena, pero desde la perspectiva de quien sabe que Cristo ha resucitado. Cuando los primeros cristianos comenzaron a celebrarla, no hicieron otra cosa que volver repetir los gestos y las palabras de Jesús en la noche en que se despidió de sus discípulos, pero con la convicción de su presencia ya para siempre resucitada.
Hoy, en pleno tiempo de Pascua, volvemos a escuchar un diálogo, que el evangelista Juan na-rra en el contexto de la Última Cena. Jesús se despide, lo van a matar. Él les dice que “marcha a la casa del Padre”, donde va a prepararles sitio. Pero apenas empezamos a imaginar sobre cómo será esa “mansión de muchas moradas”, Jesús cambia el rumbo de la conversación y trae nuestra atención de nuevo a la tierra: “a donde yo voy, ya conocéis el camino”. Jesús no quiere que per-damos el tiempo con especulaciones sobre el más allá: lo que cuenta hoy es el camino.
Cuando un acontecimiento nos conmueve, nos damos cuenta con mayor agudeza de la marcha de la historia. Es como cuando cumplimos años. De repente, parece como que somos un año más viejos, pero la realidad es que día a día, minuto a minuto, estamos envejeciendo. En las últimas semanas, hemos vivido el final de un largo y rico pontificado, el de Juan Pablo II. Ahora que la historia nos presenta este período como ya concluido, podemos contemplarlo como un tiempo de gracia, en la que muchas liberaciones han sido posibles. Desde hace unos días estamos viviendo ya el nuevo pontificado de Benedicto XVI (benedictoxvi@vatican.va) y se lanzan todo tipo de especulaciones sobre cómo será este nuevo período en nuestra Iglesia.
Quien cuenta es Jesús, que nos recuerda que Él es el “camino, la verdad y la vida”. Mientras marchamos hacia la plenitud del encuentro con Dios, eso nos basta y nos sobra. “A Dios nadie le ha visto jamás” (1Jn 4,12), pero el que ha visto a Cristo ha visto al Padre. Él es el Misterio de Dios en un rostro humano, en sus ojos vemos el infinito de la divinidad. Él es la verdad, que ne-cesitamos tanto como la comida que nos alimenta, y más que el prestigio o el dinero. En Él, esta verdad no es una teoría abstracta, al alcance solo de una elite intelectual, es la revelación del ver-dadero rostro de Dios en su rostro humano. En Él, la verdad es vida.
Mientras Benedicto XVI se apresta a asumir sus responsabilidades, es importante que recor-demos las nuestras. Cada cristiano tiene su propio e importante papel en la Iglesia. Todos somos “piedras vivas” en este “edificio santo”. Pedro, en su primera carta llama a todos los bautizados, ?no solo a los ordenados como sacerdotes? a edificar un “sacerdocio santo”. El Vaticano II ha reconocido explícitamente este sacerdocio de todos los cristianos (Lumen Gentium, 10), que nos define como mediadores entre los hombres y Dios.
El P. Timothy Radcliffe, ex-Maestro General de los Dominicos, ha escrito: “La gente sería atraída hacia el Evangelio si encontraran en nosotros una alegría inexplicable, que no tendría sentido si Dios no existiera. Serían atraídos y estarían atónitos ante nuestra alegría”. Somos Igle-sia para transmitir al mundo que Cristo resucitado viene a animar una fiesta en el corazón de la humanidad.
Los cristianos estamos sobre la tierra para mostrar el rostro de Dios
en el rostro humano de Cristo, para proclamar que todo ser humano es imagen
de Dios, y tiene, por tanto, una dignidad inalienable de hijo o hija de
Dios, que todos, especialmente los pecadores, son bienvenidos en su Reino,
que para parecernos a Dios basta con hacernos más humanos, que
la superación y la exce-lencia consisten en más compasión,
en más solidaridad.
Cristo dijo que “quien me ha visto a mí ha visto al Padre”,
y en otro lugar “cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos míos,
aun a los más pequeños, a mí lo hicisteis”
(Mt 25,40). En el rostro de cada ser humano, especialmente en el del más
desprovisto, descubrimos la mirada de Cristo y el Misterio infinito de
Dios.
Y retomamos el camino, acompañados desde esta semana por un nuevo
pastor universal, su-cesor de aquel Pedro que negó a Jesús
y que dio su vida por Él.