”SENTÁNDOLO A SU DERECHA EN EL CIELO
POR ENCIMA DE TODO NOMBRE” (EFESIOS 1,20-21)
En el final del evangelio de san Lucas y en el comienzo del libro de los Hechos, se escenifica una característica central de la fe cristiana que sigue intrigando al pensamiento crítico: ¿cómo se explica que tan pronto, ya en la segunda generación cristiana, antes de concluir el siglo I de nuestra era, Jesucristo fuera elevado a la categoría de Dios, sentado a la derecha de Dios, invocado como “señor”, Kyrios, un título reservado para significar el nombre divino en el judaísmo de lengua griega?
Esto es lo que celebramos hoy. Y no hay por qué tropezar con la imaginería que ya a los mismos escribientes o copistas de los textos del Nuevo Testamento creó sus problemas. No fue preciso que Yuri Gagarin navegara por el espacio para informarnos de que no había encontrado por allí al Señor ascendido a los cielos antes de los Sputniks soviéticos. A los escribientes les tembló la mano cuando tuvieron que reproducir textos en los que se describía la Ascensión muy realísticamente, tan realísticamente como las huellas que hoy se enseñan, sin pudor, en la piedra de la edícula de la Ascensión en el Monte de los Olivos. Prueba de esa libertad en el uso de los detalles es que en este año la lectura del evangelio de san Mateo nos lleva a Galilea, lejos de Jerusalén. ¿No estará ahí la explicación de ese título tan curioso que da a los Apóstoles el libro de los Hechos al llamarles “galileos”?
Con esa apelación, el mismo Lucas, que demuestra escaso conocimiento y menor aprecio por Galilea, tiene que reconocer que la predicación del Reinado de Dios la inició Jesús entre los campesinos y aldeanos de Galilea (“la cosa comenzó en Galilea”, según la traducción tan chusca que ha divulgado la versión oficial litúrgica de Hechos 10,37). Pero pronto aquella “cosa galilea” se difundió sobre todo en las grandes ciudades del mundo mediterrráneo (Efeso, Filipos, Tesalónica, Corinto, Roma). Aunque Jesús se dirigió de modo preferente a pobres aldeanos, su evangelio, convertido en movimiento cúltico, fue aceptado con entusiasmo por las capas altas de la sociedad. Igual que otras formas religiosas del Oriente, que en sus respectivos países eran vividas como religión oficial – los cultos de Isis, Cibeles o Adonis – pero eran exportadas como movimientos cúlticos de afiliación voluntaria a otras regiones del Mediterráneo, también el judaísmo exportó a las clases instruidas y curiosas del mundo helenista el movimiento cúltico en torno a la figura y enseñanza de Jesús.
Y no fue “la cosa de Jesús”, como se decía algunas décadas atrás, con la intención de quitarle punta al mensaje cristiano. No fue “la cosa”, sino la persona. El desarrollo del cristianismo, ya en la primera fase, no se explica sin la devoción, en sentido propio, hacia la persona de Jesús, tal como se manifiesta en la liturgia y en el afecto personal hacia “mi Señor” (Juan 20,13). Antes de llegar a la expresión “trinitaria” tan típica de la liturgia cristiana, la devoción a Jesús creó un tipo de liturgia “binitaria”, en la que Dios-Padre y Jesús-el Hijo son en todo momento intercambiables. Muy pronto, con una rapidez sorprendente, Jesús aparece en las más antiguas cartas paulinas como objeto y meta del culto cristiano: bautismo en nombre del Señor y celebración de la Cena del Señor. De manera casi programática, como quien recoge la confluencia de todos los pasos hacia una cristología de exaltación, lo expresa la lectura segunda de hoy, tomada de la carta a los Efesios, un escrito de la segunda generación paulina: para nosotros “los que creemos”, Cristo Resucitado se encuentra sobre toda expresión de grandeza, con un Nombre “por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro”. Para alcanzar la salvación, se invoca el nombre divino invocando el nombre de Jesús, como proclama Pedro, modificando el texto del profeta Joel (Hechos 2,21).
Los escritos de san Juan, evangelio y cartas, llevarán a mayor altura estas afirmaciones: Jesús es el Hijo Unigénito, en una perfecta unidad de intención y de acción con el Padre, en una simbiosis vital con la persona creyente. Aunque el judaísmo contemporánea utilizaba diversas hipóstasis o personificaciones de atributos divinos, como La Sabiduría, La Nube, La Palabra, nunca hubiera llegado tan lejos. Y esa resistencia es la que el evangelio de san Juan denuncia y combate como incredulidad.
Es difícil repetir hoy la experiencia triunfal de la difusión
del “movimiento cúltico” en torno a la persona de Jesús
como punta de lanza de la nueva evangelización. Pero se puede empezar
por responder a lo que muchas personas advierten cuando comparan la imagen
real – o ideal – de Jesús con la realidad de su Iglesia.
En los primeros siglos se iba de Jesús a la Iglesia, del Reinado
de Dios a la institución eclesiástica. Hoy el camino se
puede hacer a la inversa: de la Iglesia histórica, de la religión
institucional se desearía llegar hasta Jesús. El centro
o esencia del cristianismo es el mismo Jesucristo. Lo dicen los sabios
y lo viven los cristianos. Para colmo, lo reclaman los críticos
de la Iglesia.
Celebrando hoy la exaltación de Jesús en sus rasgos incluso
místicos o – si se quiere – hasta teatrales, estamos
afirmando una realidad que histórica y teológicamente es
difícil de entender. Tanto el teatro de la Ascensión como
la fantasía de unos galileos haciéndose entender en todas
las lenguas del mundo apuntan en la misma dirección: el mensaje
del evangelio, el triunfo de Jesús Resucitado tienen un alcance
más allá de los hechos circunstanciales. Para quienes creen,
son garantía de salvación. Para quienes miran curiosamente,
será una borrachera mística. Para quienes recibimos el encargo
de seguir anunciando el evangelio, es un motivo de confianza en “la
extraordinaria grandeza del poder desplegado en Cristo al resucitarlo
de entre los muertos y sentarlo a su derecha en los cielos”.