19 de junio. Domingo XII del Tiempo Ordinario

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Profeta Jeremías (20,10-13)

Pues he escuchado la calumnia de la gente: «¡Terror por todas partes! ¡Anunciadlo, anunciémoslo!». Todos los que eran mis amigos me espiaban a ver si daba un paso en falso: «¡Quizás se deje seducir; nosotros lo venceremos y nos vengaremos de él!». Pero el Señor está conmigo como un héroe potente: caerán mis adversarios derrotados; ahí están en su fracaso avergonzados, en ignominia perpetua, inolvidable. ¡Señor omnipotente que juzgas con justicia, que ves los sentimientos y los pensamientos, haz que yo vea tu venganza sobre ellos, pues en tus manos he dejado mi causa! Cantad al Señor, alabad al Señor, porque él libra al pobre del poder de los malvados.

Carta de San Pablo a los Romanos (Rom 5,12-15)

Por tanto, así como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron... Pues ya antes de la ley se cometían delitos en el mundo, pero cuando no hay ley, el delito no se toma en cuenta; sin embargo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, aun sobre aquellos que no habían cometido un delito como el de Adán, que es figura del que había de venir. Pero el delito de Adán no puede compararse con el don de Dios. Si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón el don de Dios, ofrecido generosamente por un solo hombre, Jesucristo, se concede más abundantemente a todos.

Evangelio según San Mateo (Mt 10,26-33)

No les tengáis miedo, porque no hay nada tan oculto que no se llegue a descubrir, y nada tan secreto que no se llegue a saber. Lo que os digo en la oscuridad decidlo a plena luz, y lo que oís al oído predicadlo sobre las terrazas. No tengáis miedo de los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede perder el alma y el cuerpo en el fuego. ¿No se venden dos pájaros por unos cuartos? Y, sin embargo, ninguno de ellos cae en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de la cabeza están contados. Así que no tengáis miedo; vosotros valéis más que una bandada de pájaros. Al que me confiese delante de los hombres, le confesaré también yo delante de mi Padre celestial; pero al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre celestial».

“No tengáis miedo” (Mateo 10,26)

Será o no el número exacto, pero quienes tienen tiempo para contar las palabras y frases de la Biblia aseguran, quizá con una punta de humor, que esa invitación a “no tener miedo” se repite en nuestros libros sagrados nada menos que 365 veces, tantas como días del año normal.

“El miedo es libre” solemos decir para mostrar comprensión con quienes no resisten situaciones de riesgo. Pero si es libre, también es controlable y no hay razón para ceder al miedo. Podemos superarlo con mecanismos o estrategias de apoyo para no abandonar el campo refugiándonos en la madriguera.

“No tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones”. Seguro que este razonamiento no convence para nada a los que ven las cosas en su complejidad y ponderan las condiciones de vida entre los peligros presentes y los que nos aguardan en el futuro, un futuro negro según los pronósticos de quienes ven las cosas seriamente, esto es, desde los condicionantes puramente humanos.

Jesús refleja, en cambio, el enfoque más alegre y despreocupado, más infantil, si se quiere, de quienes creen que, incluso en los tiempos peores, se podrá salir adelante, se podrá reir y hacer fiesta, igual que en otros momentos habrá que llorar y lamentarse. En el alma de los más pobres no hay lugar para esa “angustia metafísica”, que pueden cultivar y justificar quienes, satisfechas las necesidades básicas, tienen licencia para ocuparse de cómo, aun siendo ricos, puede uno sentirse pobre; de cómo, aún viviendo en paz, no hay que olvidar la amenaza de un cataclismo mundial; de cómo, teniendo motivos para hacer fiesta, siempre habrá también razones para lamentar su existencia atribulada.

Para los pobres, para las personas que el evangelio de Mateo denomina de manera típica “los pequeños”, un gorrión ofrece un modelo de vida. Precisamente porque un gorrión no vale nada: no tiene plumaje vistoso, no canta, no sirve ni para saciar el hambre, sino es la de los más pobres, que jamás encontrarán en su plato ni un suculento filete de ternera, ni un pato lacado, ni un par de pichones cocinados con refinamiento.

Un par de gorriones se venden “por unos cuartos”, según dice la versión oficial. El texto original dice “por un as”. El as, “un asito”, assarion en la forma del diminutivo griego, al estilo de nuestra vieja “pesetilla”, era una moneda de cobre que había ido perdiendo valor y en tiempos de Jesús no pesaba sino diez gramos y era la dieciseisava parte del denario, el salario convencional por un día de trabajo agrícola. Es decir, era el valor de media hora de trabajo, calculando sobre la jornada actual de ocho horas. Lucas asegura que cinco gorriones se compran con dos ases, como anticipando la oferta del dos más uno en nuestros supermercados: dos pares daban derecho a uno gratis (Lucas 12,6).

“Pájaro libre”, zippor deror, es el nombre que la lengua hebrea reserva para el gorrión. Libre, porque, aunque viva en zonas habitadas, no puede ser domesticado. Libre, porque se aprovecha del alimento que encuentra en los graneros de quienes, en nombre de la Providencia, siembran y recolectan para él (Mateo 6,26). Libres, porque ponen sus nidos donde bien les parece, hasta en los altares del Señor (Salmo 84,3) y, hoy día, hasta en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén.

“No hay comparación entre vosotros y los gorriones”. Es una frase que, en el contexto de la exhortación a no dejarse atenazar por el miedo, lo dice todo. Nadie puede estar al abrigo de los males que en un momento imprevisto caen sobre nuestra vida. Si no podemos ni contar los cabellos de nuestra cabeza, menos podremos conocer el difícil engranaje de situaciones que pueden acarrear la desgracia. No se dice que Dios se ocupe de cada cabello que se nos cae, sino que la ignorancia de datos tan próximos a nosotros, debería llevarnos a aceptar la imposibilidad de conocer misterios más altos y lejanos sobre el futuro del mundo. La frase sobre los cabellos caducos no es para desesperación de calvos prematuros. Es una de esas frases proverbiales, con las que el pensamiento bíblico se refiere a algo que, aún estando cerca de nosotros, nunca podremos contar: ni las estrellas del cielo, ni las arenas del mar, ni los cabellos de nuestra cabeza.
Jesús no nos invita a lanzarnos a una vida alegre y despreocupada, sí a considerar que en verdad la vida es puro don de Dios. “Nadie puede añadir un solo codo a la medida de su vida” (Mateo 6,27). Hoy pensaríamos que sí, que es posible seguir alargando de manera inimaginable hace unos pocos años la duración de nuestra vida. Pero aún con esa perspectiva la vida se nos hace corta y su duración depende de muchos factores que no están a nuestro alcance.

Jesús quería poner paz en nuestro corazón. Y no con los medios habituales de los maestros religiosos, ni siquiera con la seguridad con que los más favorecidos pueden blindar su existencia. Para lograr la paz en el corazón, Jesús nos invita a volver a nosotros mismos, a vivir gozosamente nuestra vida, saboreando la libertad de cada momento, los momentos mejores y los que levantan muros a nuestra felicidad. Como en tantas naciones que han vivido la crueldad de las últimas guerras, caminamos por campos minados, de modo que en todo tiempo hemos de considerarnos vivos por fortuna: “Hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador; la trampa se rompió y escapamos” (Salmo 124,7). Pero no sólo por suerte. Nosotros podemos también romper esa trampa, si tiramos por tierra los muros que la angustia nos lleva a construir en torno a nosotros mismos y en torno a los demás. Jesús nos invita a cultivar la confianza en nosotros mismos, confiando en la soberanía de Dios, la única fuerza capaz de eliminar de raíz la angustia causada por el poder del mal que pretende dominar tantas parcelas de la vida en el mundo para frenar los movimientos de quienes se empeñan en seguir volando libres.