26 de junio. Domingo XIII del Tiempo Ordinario

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Del Segundo Libro de los Reyes (2Re 4,8-11.14-16)

Un día Eliseo pasaba por Sunán. Vivía allí una mujer distinguida, que le invitó con insistencia a comer. Y en adelante, siempre que pasaba, se paraba allí a comer. Aquella mujer dijo a su marido: «Mira, me he dado cuenta de que es un hombre de Dios, un santo, ese que pasa siempre por nuestra casa. Vamos a hacerle una habitación arriba, y pongamos allí una cama, una mesa, una silla y un candelabro, para que, cuando venga a nuestra casa, se recoja en ella».

Un día llegó Eliseo, se retiró al aposento y se acostó. Eliseo dijo: «¿Qué podríamos hacer por ella?». Guejazí respondió: «¡No tiene hijos y su marido es ya viejo!». Eliseo le dijo: «Llámala». La llamó, y ella se presentó a la puerta. Eliseo le dijo: «El año próximo, por estas fechas, tendrás en brazos un hijo».

Carta de San Pablo a los Romanos (6,3-4.8-11)

¿No sabéis que, al quedar unidos a Cristo mediante el bautismo, hemos quedado unidos a su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo y morimos, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida.

Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no vuelve a morir, la muerte ya no tiene dominio sobre él. Al morir, murió al pecado una vez para siempre; pero al vivir, vive para Dios. Así, también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en unión con Cristo Jesús.

Evangelio según San Mateo

«El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí, y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí, y el que no carga con su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que la pierda por mí la encontrará». «El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y quien me recibe a mí recibe a quien me ha enviado. El que recibe a un profeta como profeta recibirá premio de profeta, y el que recibe a un justo como justo recibirá premio de justo; el que dé de beber a uno de estos pequeñuelos tan sólo un vaso de agua fresca porque es mi discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa».


“El que no Toma su Cruz y Me Sigue, no es Digno de Mí” (Mateo 10,38)

Nos guste o no, ésta es una frase que no podemos escamotear. La cruz es cruz y era la ejecución más cruel y vergonzosa que practicaban los romanos: turpissima mors.
Pero es una frase que hemos de relacionar con otra igualmente clara y que escucharemos el próximo domingo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré ... Cargad con mi yugo ... y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mateo 11,28-30).

“Tomar la cruz” no es un dicho ocasional introducido por san Mateo. Es una frase que aparece hasta cinco veces en los evangelios sinópticos y también, en forma muy semejante a la del evangelio de hoy, en el evangelio apócrifo de Tomás (n. 55), el cual incluye también la amenaza del texto de Mateo “no es digno de mí”. Probablemente la forma original más antigua es la de Marcos 10,34: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga”. El tono recuerda el reto de los fanáticos revolucionarios que se conjuraban a ponerse por entero al servicio de la causa en la lucha contra los romanos. Jesús habría cambiado el sentido para obtener la lealtad plena de los discípulos que se empeñaban en otra forma de seguimiento.

La renuncia a una vida tranquila en la familia era una de las primeras condiciones para quienes tendrían que vivir a salto de mata para triunfar en su estrategia guerrillera contra el ejército romano. En el cristianismo palestino, ése fue el estilo de vida de los carismáticos ambulantes que difundieron el mensaje de Jesús por las aldeas de Palestina y Siria. Para estos carismáticos regía el estatuto de una identificación radical con la suerte del Crucificado que, por fidelidad a su misión, orientó su vida hacia la cruz. En ese ambiente se vivió un cristianismo de máximos, expresado en principios de formulación lapidaria: “el que no toma su cruz ...”; “el que quiera salvar su vida, la perderá; el que pierda su vida, la salvará”; “el que me confiese delante de los hombres... el que me niegue... el Hijo del Hombre lo reconocerá (lo negará) delante de los ángeles de Dios”; “el que reciba a un niño, me recibe a mí... y a aquel que me envió”; “el que dé a un pequeño un vaso de agua fría no perderá su recompensa...; “el que no os reciba, cuando os marchéis, sacudíos el polvo de encima de vuestros pies”; “el que haga la voluntad de Dios, es mi hermano, mi hermana, mi madre”; “el que tiene, se le dará; y el que no tiene, hasta lo que tiene se le quitará”; “el que no está contra nosotros, está por nosotros”; “el que quiera ser grande entre vosotros, sea servidor de todos”.

Al entrar en contacto con la cultura del mundo grecorromano hubo que modificar el carácter “guerrillero” de los grupos carismáticos de Palestina. En particular se modificaron las normas que exigían la ruptura con la familia, con la ciudad y con una profesión productiva. En el Oriente, donde la religión hasta el día de hoy es fuertemente endógena, la conversión al cristianismo exigía la ruptura con el hogar y con las tradiciones patrias. Quien pretendía ser discípulo de Cristo tenía que “odiar” al padre, a la madre, a la esposa, a los hijos, a los hermanos y a las hermanas e, incluso, para que no faltara nadie, “hasta la propia vida” (Lucas 14,26). Quizá por eso mismo en el pasaje en que se exige la renuncia a la casa se le promete al discípulo una compensación del ciento por uno en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, pues el grupo cristiano pasaba a ser la nueva familia.

Todo esto da razón del texto, pero queda pendiente la cuestión de poder mantener este radicalismo cristiano en el mundo en que hoy vivimos. ¿Qué hacemos con este evangelio que contradice no sólo la forma de vida de la mayoría de los cristianos, asentados en su vida familiar y en la vida abundante de nuestra sociedad? Y, ¿cómo responder a quienes siguen acusando al cristianismo de ir contra el deseo justo de toda persona de afirmarse, no de negarse a sí misma, de asentar sobre base sólida su propia autoestima, de no entregarse de manera radical a ninguna causa por justa que parezca?

Ha de quedar claro que Jesús se opondría a quienes, también dentro de la Iglesia, se dedican a aumentar la angustia y el sufrimiento del mundo. Si el evangelio no sirve más que para hundir a las personas en su angustia, habría que quitarle ese título pomposo de “buena noticia”. Si el “tomar la cruz” se entiende como aceptación de sí, de la propia persona con sus cualidades y sus miserias, nos acercamos al mensaje central de Jesús. Y si aceptamos una conducta de renuncia y de autoestigmatización a fin de que los bienes de que disfrutamos lleguen a la mayoría de la gente, también estamos en lo cierto. Los primeros cristianos vivieron esa autoestigmatización renunciando a la posesión privilegiada de poder y de dinero, a fin de que todos se sintieran iguales en la dignidad y beneficiarios de los bienes comunes. Orientando la violencia extrema del cristianismo palestino hacia el combate interior, se desarrolló una estrategia antiviolenta que hoy hemos de continuar.

“Si los cristianos volvemos la mirada a nuestros orígenes, pronto advertimos que el fundador del cristianismo, Jesús de Nazaret, no fue precisamente un modelo de líder religioso autoritario, impositivo, dogmático y empeñado en mantener controlado al rebaño desde una posición más alta y privilegiada... Jesús ha sido y es un modelo que nos seduce porque en él se nos ha revelado la humanidad de Dios, es decir, la sensibilidad ante el sufrimiento y el gozo de las gentes, de toda clase de gentes, sean o no creyentes, sean de las creencias que sean. Porque lo primero, lo que tiene que estar ante todo, no es la religión, sino la vida, el respeto a la vida, a los derechos de las personas, a la dignidad de todo ser humano y, más que nada, a lo que hace felices a las personas y les da sentido a sus vidas” (J.Mª Castillo).