16 de octubre, domingo XXIX del Tiempo Ordinario

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PRIMERA LECTURA

Lectura del libro de Isaías 45, 1. 4-6.

Así dice el Señor a su Ungido, a Ciro, a quien lleva de la mano: «Doblegaré ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán.
Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios.
Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor, y no hay otro.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 95.

Antífona: Aclamad la gloria y el poder del Señor.

Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones.

Porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses. Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo.

Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas.

Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda; decid a los pueblos: «El Señor es rey, él gobierna a los pueblos rectamente.»

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1, 1-5b.

Pablo, Silvano y Timoteo a la Iglesia de los tesalonicenses, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo. A vosotros, gracia y paz.
Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones.
Ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor.
Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido y que, cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros, no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 22, 15-21.

En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuestos al César o no?»
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.»
Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?»
Le respondieron: «Del César.»
Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»

PERO A DIOS LO QUE ES DE DIOS

Un judío alemán trasladado a Israel y activo en los grupos de diálogo judeo-cristiano, en los que participé más de una vez en el tiempo de mis estudios en Jerusalén, Shalom ben-Chorim, decía con razón que, para no deformar el sentido de las palabras de Jesús en el evangelio de hoy, hay que atender al niggun, esto es, a la “melodía” o entonación. La advertencia es importante viniendo de un judío, un pueblo que en muchos casos ha logrado sobrevivir en regímenes políticos muy adversos salvando el pellejo con diplomacia, sin entusiasmarse a fondo ni entregarse de corazón a nadie.

Esa entonación es la que lleva a introducir un “pero” al comienzo del segundo miembro del dicho célebre sobre lo que se ha de dar al César y lo que corresponde a Dios. No son dos exigencias iguales y no se admite sin más la existencia de dos jurisdicciones, cada una con sus exigencias propias e igualmente respetables.

El evangelio viene precedido de una lectura del profeta Isaías que para nada prepara la comprensión del evangelio. Primero, porque es probable que, escribiendo Ciro, Ciro II, el Grande, conquistador de Babilonia el año 539 a.C., haya que leer más bien Darío, el usurpador del trono persa, después de asesinar al legítimo heredero, el año 522 a.C. Darío fue quien, a partir del año 520 a.C., promovió el retorno de los judíos desterrados en Babilonia a su antiguo hogar, a fin de que colaborasen en la defensa de las regiones occidentales del imperio, pues el ejército estaba ocupado a fondo en pacificar las regiones de Oriente.

¿Cómo es posible que a un sátrapa de esta calaña se le dé el título de “Ungido”, Mesías del Señor? Y tanto monta Darío como Ciro. Éste último no sólo no favoreció la difusión de la fe en el Único Dios, como preveían los deuteronomistas, sino que, entrando en Babilonia, se atribuyó los títulos soberanos de Marduk, el superdiós babilónico. ¿Es posible saludar a Ciro/Darío como el siervo llamado a ser “luz de las naciones”, “alianza del pueblo”, esto es “promotor del bien de la humanidad” (Isaías 42,6)? Leemos estos elogios con la vergüenza con que recordamos el título de “Defensor de la Fe” que el papa León X concedió al emperador Enrique VIII de Inglaterra (11 Octubre 1521). Otro Papa, Pío III, se lo quitó, pero el Parlamento lo retuvo y lo sigue exhibiendo pomposa la monarquía inglesa, hasta en las monedas con la inscripción F.D. (Fidei Defensor).

Al fin el evangelio va también de monedas y de su inscripción. Los numismáticos disfrutarán sabiendo que el denario era una moneda de casi cinco gramos de plata, acuñada en la actual ciudad francesa de Lión. En el anverso, la efigie de Tiberio coronado de laurel y en torno, la inscripción: Tiberio César, hijo del Divino Augusto, él mismo Augusto. En el reverso, la imagen de su mujer Livia, con la inscripción Pontífice Máximo. El denario se equiparaba con el dracma griego y venía a equivaler al salario de un jornalero por un día de trabajo en el campo.

Por suerte ya estamos lejos de las funestas alianzas entre el trono y el altar. Y bastante hacemos con soportar sin desesperación a quienes rigen la política en el mundo de hoy. En esto también estamos como en tiempos de Jesús, el cual, a diferencia de los herodianos, que contemporizaban gustosos con el poder romano, y de los fariseos, más propensos a rebeldías nacionalistas, supo ir a lo suyo.

La respuesta del evangelio es inteligente para no caer en la trampa que le tendían con mala intención sus adversarios. Pero no es tan clara que no haya dado lugar a explicaciones muy varias y contradictorias a lo largo de los dos mil años de cristianismo. Clara y tajante es la condena de la hipocresía de quienes hacían un problema de pagar el impuesto exigido por los romanos, mientras llevaban sin reparo en sus bolsillo las monedas con la efigie del Emperador.

De ahí, la respuesta de Jesús: dadle al César lo que es suyo, su dinero. Pero reservad para Dios lo que solamente Él nos puede exigir. Ni los mismos discípulos lo entendieron bien, pues hasta el final esperaban la instauración de un “Reino de Israel”. Los intérpretes de todos los tiempos han aproximado las palabras de Jesús a sus posturas preconcebidas desde un punto de vista ideológico. Pero Jesús no se comprometió con la realidad política que también Él tuvo que soportar y que le llevaría hasta la condena a morir en la cruz.
La huída a Egipto está bien para un recién nacido indefenso, no para quien ya adulto se fija una misión y la sigue hasta el final. Y esta misión era la vida al servicio del Reinado de Dios. De hecho el Reinado de Dios pretende salvar lo más auténtico de la humanidad, lo que hay de más valioso en cada uno de nosotros. Por eso, el Reinado de Dios fomenta la paz, la solidaridad, la causa de la libertad.

La política no puede ser absolutizada. Los jefes no han de ser ni divinizados y ni siquiera canonizados. Más que la imagen del César, la moneda que intercambiamos en nombre de Dios admite solamente la efigie del ser humano común que es imagen y semejanza de Dios sobre la tierra. No hay razón para retirarse de manera escapista o espiritualista de la pelea en el mundo, también en la arena política. Pero sin caer en el absoluto que primero aceptó el judaísmo, y que está en nuestra Biblia Sagrada, y que luego mantuvo el cristianismo de que toda autoridad humana viene de Dios.

No hay autoridad sagrada, por principio. El movimiento profético respalda ese gran “pero” que antepone Jesús. La resistencia a la autoridad, tal como enseñó Sócrates y otros muchos grandes testigos que se opusieron a las tiranías políticas del siglo pasado, es la actitud verdaderamente moral que exige una ciudadanía adulta. Y que exige también el cristianismo que, viviendo en el mundo, no quiere contaminarse con la maldad y la hipocresía que crecen por doquier.