11 de diciembre, Tercer domingo de Adviento
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PRIMERA LECTURA.
Lectura del libro de Isaías 61, 1-2a. 10-11.
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor.
Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas. Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos.
SALMO RESPONSORIAL.
Magnificat Lc 1.
Antífona: Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador.
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones.
Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 5, 16-24.
Hermanos:
Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros. No apaguéis el espíritu, no despreciéis el don de profecía; sino examinadlo todo, quedándoos con lo bueno. Guardaos de toda forma de maldad. Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 1, 6-8. 19-28.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz, Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?»
Él contestó sin reservas: «Yo no soy el Mesías.»
Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?»
El dijo: «No lo soy.»
«¿Eres tú el Profeta?»
Respondió: «No.»
Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?»
Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías.»
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.»
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.
Gaudete! ¡Alégrate!
Todo el espíritu del Adviento vira a partir de hoy, “Domingo de Gaudete”, hacia la alegría, y esta alegría nos acompañará ya hasta la Navidad.
El Maestro Eckhart, un místico alemán medieval, dice que en el centro de la vida de Dios, en el corazón de la Trinidad, hay una risa incontenible:
“El Padre ríe con el Hijo y el Hijo ríe con el Padre, y la risa trae placer y el placer trae la alegría, y la alegría trae el amor.”
La navidad es celebrar esta risa, esta alegría, este amor, que vienen a nacer en carne humana sobre nuestra tierra.
La alegría es uno de los aspectos más esenciales del cristianismo, San Pablo nos lo recuerda en la segunda lectura de hoy: “Estad siempre alegres”. En la Carta a los Filipenses se pone más insistente: “Alegraos en el Señor siempre. Otra vez lo diré: ¡Alegraos!” (4,4).
Pero los cristianos no pasamos por ser precisamente “la alegría de la huerta”. Cuando dices: “soy cristiano”, tu interlocutor no suele pensar “¡Qué tipo tan divertido! ¡Qué bien me lo voy a pasar con él/ella!” Pocas personas identifican hoy la iglesia con un lugar de fiesta.
Esto puede deberse en parte a prejuicios (un dato objetivo es, por ejemplo, que los países católicos están entre los que más saben disfrutar de la vida), pero también a que en la historia de la Iglesia ha habido largos linajes de aguafiestas. Recuerdo haber leído en una colección de homilías la afirmación de que “Jesús no se rió jamás”.
Es verdad que los evangelios nunca describen a Jesús riéndose (tampoco, por ejemplo, bostezando), pero sí nos lo presentan muchas veces participando en fiestas. Juan nos dice que Jesús empezó su vida pública en una boda, en la que realizó un milagro para que no faltara el vino (Jn 2,6-10). Mateo nos informa que los enemigos de Jesús decían de él: "Mirad, un hombre glotón y bebedor de vino, amigo de recaudadores de impuestos y de pecadores” (11,19). En varios pasajes de los evangelios, Jesús habla del Reino de Dios en términos de banquete o de fiesta.
Los padres de la Iglesia escribirán: “Cristo ha venido a animar una fiesta en el corazón de la humanidad”. Eso es lo que celebramos en la Navidad, y ya desde ahora, el Tercer Domingo de Adviento, el Domingo de Gaudete, el Domingo del “¡Alégrate!”
Se podría incluso decir que la alegría es la “prueba del nueve” del cristiano, una “marca de agua” que no se puede falsificar. Podemos forzar una sonrisa, e incluso blindarla a prueba de contrariedades, como ciertos políticos. Hemos aprendido a producir euforia por medios químicos y a sintetizar el placer, pero no hay droga ni truco que pueda generar la alegría.
Una de las cosas que más llaman la atención cuando uno
visita los países así llamados del Tercer Mundo es la alegría
de la gente en medio de tanta miseria. Se ríen, bromean, bailan.
Pero quizás lo más llamativo no sea su alegría, sino
nuestra ausencia de ella.
¿Por qué de la Europa opulenta parece ausentarse la alegría?
¿Cómo es posible que haya quien lo tiene todo, salvo la
alegría?
Una respuesta que viene del evangelio suena a paradoja. Nos lo recuerda Timothy Radcliffe, uno de los hombres de Iglesia europeos más lúcidos: “Una verdadera y profunda alegría cristiana está enlazada con la capacidad de experimentar la tristeza y el sufrimiento”.
Quien se blinda contra las inseguridades de la vida, quien cierra las puertas a las visitas que nos incomodan, puede estar dejando fuera también a la alegría.
Un corazón compasivo, capaz de experimentar la pena y la tristeza
de los otros; una vida que sabe asumir los riesgos de un amor responsable,
se prepara para la alegría.
Y podemos descubrir con asombro que brotan de nuevo en nosotros las fuentes
de la alegría. Una alegría tan sencilla que no necesita
de efectos especiales.
Es algo que los cristianos estamos llamados a aportar al mundo. Nietzsche
puede representar a tantos no-creyentes cuando expresa amargamente su
deseo de que los cristianos “Ojalá tuvieran cara de más
redimidos; ojalá nos cantaran cantos de esperanza”
Entre los papeles que dejó el Hermano Roger de Taizé a su
muerte, se encontró esta frase: “A quien está en
los límites de la pena, una alegría de Evangelio puede serle
entregada”
“En la noche surgirá una gran luz, la esperanza acampa en la tierra, ¡aquí germinará la salvación de Dios!”, cantamos en estas fechas de Adviento.
Al abrir el corazón, nos arriesgamos a que entren en ella la decepción, el engaño, la pena y el dolor, pero también puede venir a acampar en él la alegría y el amor, ... Se ensanchará tu alma.
En la Encarnación, la Trinidad se abre a la condición humana. En Cristo, Dios se hace vulnerable al dolor. Jesús entrará en el mundo llorando, como todos los niños y niñas. Pero Él viene, ante todo, a traernos la alegría de la Trinidad y a compartir nuestra alegría humana.