18 de diciembre. Cuarto domingo de Adviento
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PRIMERA LECTURA
Lectura del libro de Isaías 9, 1-3. 5-6.
El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra
de sombras, y una luz les brilló.
Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia,
como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín.
Porque la vara del opresor, y el yugo de su carga, el bastón de
su hombro, los quebrantaste como el día de Madián.
Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros
el principado, y es su nombre: «Maravilla de Consejero, Dios guerrero,
Padre perpetuo, Príncipe de la paz.»
Para dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono
de David y sobre su reino.
Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho desde ahora
y por siempre.
El celo del Señor lo realizará.
SALMO RESPONSORIAL. SALMO 95.
Antífona: Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.
Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor,
toda la tierra;
cantad al Señor, bendecid su nombre. Proclamad día tras
día su victoria.
Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones.
Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena;
vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles
del bosque.
Delante del Señor que ya llega, ya llega a regir la tierra:
regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la carta del apóstol San Pablo a Tito 2, 11-14.
Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos
los hombres, enseñándonos a renunciar a la impiedad y a
los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada
y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa
del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo.
El se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y para
prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras.
EVANGELIO
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 2, 1-14.
En aquel tiempo, salió un decreto del emperador Augusto, ordenando
hacer un censo del mundo entero.
Éste fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de
Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad.
También José, que era de la casa y familia de David, subió
desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama
Belén, en Judea, para inscribirse con su esposa María, que
estaba en cinta. Y mientras estaba allí le llegó el tiempo
del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió
en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían
sitio en la posada.
En aquella región había unos pastores que pasaban la noche
al aire libre, velando por turno su rebaño.
Y un ángel del Señor se les presentó; la gloria del
Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor.
El ángel les dijo: «No temáis, os traigo una buena
noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad
de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor.
Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño
envuelto en pañales y acostado en un pesebre.»
De pronto, en torno al ángel, apareció una legión
del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: «Gloria
a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor.»
“Y LA DEJÓ EL ÁNGEL”
Así concluye el evangelio de la Anunciación a María, según san Lucas, que volvemos a leer en este Adviento, después de haberlo escuchado ya en la fiesta de la Inmaculada. En cada caso, la primera lectura le da un matiz propio a este evangelio. En la solemnidad de la Inmaculada, el relato del jardín del Edén en el libro del Génesis, anuncia la victoria de la humanidad, “la descendencia de la mujer”, sobre las fuerzas del mal, que así pierden su carácter de fuerza demoníaca, irresistible. Después de presentar a la primera pareja ideal en su ser natural, como parte de la naturaleza cósmica, vegetal y animal, se anuncia el camino hacia una humanidad “redimida”, abierta a la gracia. Ese camino nos conducirá a la obra suprema de la gracia que es lo que celebramos en la solemnidad de la Inmaculada Concepción. A su modo, en la propia medida, la concepción de un ser humano es también santa e inmaculada.
En este domingo el relato de la Anunciación viene precedido por la profecía de Natán sobre el carácter divino de la dinastía davídica a la que Dios da su pleno apoyo y favor. No se pueden aceptar sin más los términos obsequiosos de un profetismo cortesano, representado por Natán. Son descarada adulación, típica de los llamados “profetas de paz”, del “todo va bien”. Y son la muestra de hasta dónde puede llegar la politización de la profecía. Generalmente, la buena voluntad de los íntérpretes descubre un valor positivo en la propuesta de que, en lugar de edificar un templo, “una casa” para Dios, será Dios quien apoye la construcción de la casa, esto es, la estabilidad de la dinastía de David para siempre.
María recibe el Anuncio de que su Hijo tendrá por derecho todos los títulos que reclamaban los reyes de Israel y más: será “grande, Hijo del Altísimo”, ocupará “el trono de David, su padre”, “reinará en la casa de Jacob para siempre”, será “santo, se le llamará Hijo de Dios”. En bastantes casos esos títulos se daban a los reyes de Israel con una punta de ironía, porque les venían grandes. De hecho aplicaban al rey ideal los títulos protocolarios del Faraón: “maravilloso consejero, dios fuerte, siempre padre, príncipe de la paz” (Isaías 9,5-6). Aplicando estos títulos al hijo que iba a nacer de María, no de una estirpe regia, sino de la que Lucas definirá como “sierva del Señor”, esto es, representante de los “pobres” a los que se anuncia el evangelio, toda niña y todo niño que nacen pueden presumir del más alto destino. El verdadero Emmanuel será Jesús. Y en torno a su humilde cuna, en el pesebre de Belén, se entonan ya los cantos de fiesta para todo bebé – “lo engendrado”, to gennômenon, Lucas 1,35 – que viene al mundo.
El relato de Lucas, como también el de Mateo, que sigue una trayectoria distinta en algunos puntos, vienen a ser una reflexión sobre el significado salvífico de Jesús a la luz de algunas profecías del Antiguo Testamento. Ambos relatos siguen el procedimiento literario definido como midrash, que es una reflexión sobre el significado teológico de un acontecimiento enfocado a la luz de hechos precedentes en la historia bíblica. Tanto el anuncio como el nacimiento de Jesús se narran siguiendo el esquema de relatos que narran el nacimiento de algunos personajes más o menos destacados del Antiguo Testamento: Ismael (Génesis 16,7-12), Isaac (Génesis 17), Sansón (Jueces 13). En todos estos anuncios se repiten de manera estereotipada los siguientes elementos: aparición de un enviado de Dios (o del mismo Dios); miedo del destinatario, quizá porque el ángel no era el ser bellísimo de los artistas de la Anunciación, sino un ser ántropo-teriomórfico, monstruoso, que “por su aspecto terrible parecía un mensajero divino”, como se dice en el anuncio del nacimiento de Sansón; el mensaje incluye el nombre del destinatario a quien se le da alguna cualificación y se le infunde confianza; se alude a la dificultad de la mujer para engendrar; se anuncia el nacimiento de un varón, a quien se le da un nombre y se explica su significado según una etimología popular; quien recibe ese anuncio avanza algún problema u obstáculo para la realización de la profecía; se concluye dando una señal para confirmar la verificación de lo anunciado. Otros materiales se encuentran en la misión que se confía a Moisés (Éxodo 3) y a Gedeón (Jueces 6). Bien evidente es la inspiración del Magníficat en el cántico de Ana, la madre de Samuel (1 Samuel 2,1-10).
Hay que tener en cuenta estos detalles para no caer en explicaciones simplistas. El público de nuestras iglesias ha recuperado el sentido sagrado del matrimonio y hoy conoce mucho mejor que los autores bíblicos los problemas de la fecundación de un óvulo en el seno materno. La insistencia reiterativa en la esterilidad de las madres resulta casi ofensiva. Lucas deja abierto el tema de la concepción virginal, a diferencia de Mateo que menciona el detalle de que José “no conoció” a María hasta después del nacimiento del Hijo (Mateo 1,25).
El Domingo Cuarto de Adviento coincide con la enunciación de las “Antífonas Oh”, que son una letanía de exclamaciones para resaltar los títulos del Niño, cuyo nacimiento celebramos: “Oh, Señor, Pastor de la casa de Israel”; “Oh Sabiduría”; “Oh, Hijo de David”; “Oh Llave de David y Cetro de la casa de Israel”; “Oh Sol naciente”; “Oh Rey de las naciones”; “Oh Emmanuel”. San Lucas ha compuesto en los capítulos de la infancia (1-2) la pieza literaria más lograda de todo el evangelio. Es una composición en la que los textos no solamente pintan un cuadro fascinante, sino que los personajes cantan: Zacarías, María, Simeón dan voz a himnos en los que probablemente la primera comunidad cristiana exaltaba la dimensión de su fe. Los relatos de las anunciaciones y nacimientos fueron compuestos por y para quienes vivían ya en la plena luz del Resucitado. Así, poéticamente y con la misma fe, hemos de revivirlos nosotros, sin reservas, con idéntica admiración. Por algo hoy celebramos a Santa María de la O, y recreamos la emoción interior de la Expectación del Parto.