21 de mayo. Sexto Domingo de Pascua

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PRIMERA LECTURA

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 10, 25-26. 34-35. 44-48.

Cuando iba a entrar Pedro, salió Cornelio a su encuentro y se echó a sus pies a modo de homenaje, pero Pedro lo alzó, diciendo: «Levántate, que soy un hombre como tú.» Pedro tomó la palabra y dijo: «Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea.» Todavía estaba hablando Pedro, cuando cayó el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban sus palabras. Al oírlos hablar en lenguas extrañas y proclamar la grandeza de Dios, los creyentes circuncisos, que habían venido con Pedro, se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles. Pedro añadió: «¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?» Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo. Le rogaron que se quedara unos días con ellos.

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 97

Antífona: El Señor revela a las naciones su justicia.

Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas:
su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.

El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia:
se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.

Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.

SEGUNDA LECTURA

Lectura de la primera carta del apóstol San Juan 4, 7-10.

Queridos hermanos:
Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados.

EVANGELIO

Lectura del santo Evangelio según San Juan 15, 9-17.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.

Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.

No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.»


Iguales en el amor

Una placa dedicada por Poncio Pilato al Emperador Tiberio es encontrada por los arqueólogos en la ciudad judía de Cesarea Marítima... Así podría comenzar un thriller tipo “Código Da Vinci”. La diferencia con la comentada película es que esta placa existe y fue realmente encontrada por un equipo científico.

Los historia de la ciudad de Cesarea está bien atestada por los documentos antiguos y, desde hace algunas décadas, por las excavaciones arqueológicas. Fue mandada construir por el rey Herodes el Grande en la costa de Judea algunos años antes de Cristo, para dotar al país de un puerto que facilitara las comunicaciones con Roma y otras ciudades del Imperio. El orgulloso rey de los judíos, en realidad un vasallo sumiso a Roma, puso a la ciudad un nombre para la mayor gloria del César.

Aunque en territorio judío, Cesarea fue concebida como una “moderna” urbe romana entorno a un impresionante puerto, su espigón de 700 metros, el más largo construido hasta entonces, yace hoy bajo las aguas. Dotada de calles porticadas, al más puro estilo helenístico, tenía teatro, acueducto, termas,... incluso un templo dedicado al Emperador Augusto. Acogió desde sus inicios una población cosmopolita, y los gobernadores romanos, Poncio Pilato entre ellos, la prefirieron como residencia sobre la para ellos asfixiante Jerusalén.

La historia que nos narra el Libro de los Hechos de los Apóstoles sucedió aquí. Cornelio, un centurión romano, debía de ser un hombre con una fuerte búsqueda personal. A pesar de su origen pagano, había aceptado la existencia de un único Dios, el Dios de Israel.
Cuando el primero entre los Apóstoles va a visitarle a su casa, Cornelio se arrodilla ante él, y Pedro le espeta sin vacilar que se ponga en pie. En la comunidad de los cristianos todos son hermanos y hermanas y nadie debe arrodillarse ante otro.

Viendo la fe del centurión, Pedro se da cuenta de que: “Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea”. Aunque tímidamente, la pequeña secta judía de los cristianos se abre a la incorporación de hombres y mujeres de otras religiones y culturas, respondiendo así a la vocación universal del evangelio que le confiara Jesucristo.

Podemos imaginar a Pedro y a Cornelio, de pie sobre la playa que rodeaba la ciudad, contemplando el mar que se extiende ante ellos, y las olas susurrando a sus oídos la llamada a ensanchar la acogida de la Iglesia a todos los pueblos.

¿Y cuál es su mensaje? Cristo, el Hijo de Dios, ha venido para revelarnos el verdadero rostro de Dios. Dios es amor. Y nadie, -nadie-, está excluido de su amor... No son conocimientos esotéricos accesibles a un pequeño grupo de iniciados, es un mensaje diáfano y público, al alcance de cualquiera que quiera escuchar.

En el evangelio de hoy, Cristo nos dice: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. Jesús no se reservó nada, Él dio a conocer todo sobre su Padre Dios, y de este modo nos colocó a su altura, hasta poder llamarnos “amigos”.
Ser cristiano es permanecer en este amor, junto a otros que viven también esta comunión única que llamamos Iglesia. Ser amigos de Cristo y amigos de Dios, conocedores de este secreto a voces: Dios es amor. La Iglesia es, en su esencia, un “círculo de amigos”, que se quieren, a pesar de todo.


Última Cena, de Leonardo Da Vinci, Convento de Santa Maria delle Grazie (Milán). La figura a la izquierda de Cristo no es María Magdalena, como afirma la novela de Dan Brown, sino el Apóstol San Juan, en el momento en que escucha una indicación de San Pedro. Artículo "El Código Da Vinci descodificado"