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Mensaje de Benedicto XVI para la Jornada Mundial de la Paz 2007
«La persona humana, corazón de la paz»
CIUDAD DEL VATICANO, martes, 12 diciembre 2006 (ZENIT.org).-
Publicamos el mensaje escrito por Benedicto XVI con motivo de la Jornada
Mundial de la Paz, que se celebrará el 1 de enero de 2007 con el
tema: «La persona humana, corazón de la paz».
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1. Al comienzo del nuevo año, quiero hacer llegar a los gobernantes
y a los responsables de las naciones, así como a todos los hombres
y mujeres de buena voluntad, mis deseos de paz. Los dirijo en particular
a todos los que están probados por el dolor y el sufrimiento, a
los que viven bajo la amenaza de la violencia y la fuerza de las armas
o que, agraviados en su dignidad, esperan en su rescate humano y social.
Los dirijo a los niños, que con su inocencia enriquecen de bondad
y esperanza a la humanidad y, con su dolor, nos impulsan a todos trabajar
por la justicia y la paz.
Pensando precisamente en los niños, especialmente en los que
tienen su futuro comprometido por la explotación y la maldad de
adultos sin escrúpulos, he querido que, con ocasión del
Día Mundial de la Paz, la atención de todos se centre en
el tema: La persona humana, corazón de la paz. En efecto, estoy
convencido de que respetando a la persona se promueve la paz, y que construyendo
la paz se ponen las bases para un auténtico humanismo integral.
Así es como se prepara un futuro sereno para las nuevas generaciones.
La persona humana y la paz: don y tarea
2. La Sagrada Escritura dice: «Dios creó el hombre a su
imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó»
( Gn 1,27). Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene
la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien, capaz de conocerse,
de poseerse, de entregarse libremente y de entrar en comunión con
otras personas. Al mismo tiempo, por la gracia, está llamado a
una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y amor que
nadie más puede dar en su lugar.[1] En esta perspectiva admirable,
se comprende la tarea que se ha confiado al ser humano de madurar en su
capacidad de amor y de hacer progresar el mundo, renovándolo en
la justicia y en la paz. San Agustín enseña con una elocuente
síntesis: « Dios, que nos ha creado sin nosotros, no ha querido
salvarnos sin nosotros ».[2] Por tanto, es preciso que todos los
seres humanos cultiven la conciencia de los dos aspectos, del don y de
la tarea.
3. También la paz es al mismo tiempo un don y una tarea. Si bien
es verdad que la paz entre los individuos y los pueblos, la capacidad
de vivir unos con otros, estableciendo relaciones de justicia y solidaridad,
supone un compromiso permanente, también es verdad, y lo es más
aún, que la paz es un don de Dios. En efecto, la paz es una característica
del obrar divino, que se manifiesta tanto en la creación de un
universo ordenado y armonioso como en la redención de la humanidad,
que necesita ser rescatada del desorden del pecado. Creación y
Redención muestran, pues, la clave de lectura que introduce a la
comprensión del sentido de nuestra existencia sobre la tierra.
Mi venerado predecesor Juan Pablo II, dirigiéndose a la Asamblea
General de las Naciones Unidas el 5 de octubre de 1995, dijo que nosotros
«no vivimos en un mundo irracional o sin sentido [...], hay una
lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el
diálogo entre los hombres y entre los pueblos ».[3] La “gramática”
trascendente, es decir, el conjunto de reglas de actuación individual
y de relación entre las personas en justicia y solidaridad, está
inscrita en las conciencias, en las que se refleja el sabio proyecto de
Dios. Como he querido reafirmar recientemente, «creemos que en el
origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad».[4]
Por tanto, la paz es también una tarea que a cada uno exige una
respuesta personal coherente con el plan divino. El criterio en el que
debe inspirarse dicha respuesta no puede ser otro que el respeto de la
“gramática” escrita en el corazón del hombre
por su divino Creador.
En esta perspectiva, las normas del derecho natural no han de considerarse
como directrices que se imponen desde fuera, como si coartaran la libertad
del hombre. Por el contrario, deben ser acogidas como una llamada a llevar
a cabo fielmente el proyecto divino universal inscrito en la naturaleza
del ser humano. Guiados por estas normas, los pueblos —en sus respectivas
culturas— pueden acercarse así al misterio más grande,
que es el misterio de Dios. Por tanto, el reconocimiento y el respeto
de la ley natural son también hoy la gran base para el diálogo
entre los creyentes de las diversas religiones, así como entre
los creyentes e incluso los no creyentes. Éste es un gran punto
de encuentro y, por tanto, un presupuesto fundamental para una paz auténtica.
El derecho a la vida y a la libertad religiosa
4. El deber de respetar la dignidad de cada ser humano, en el cual se
refleja la imagen del Creador, comporta como consecuencia que no se puede
disponer libremente de la persona. Quien tiene mayor poder político,
tecnológico o económico, no puede aprovecharlo para violar
los derechos de los otros menos afortunados. En efecto, la paz se basa
en el respeto de todos. Consciente de ello, la Iglesia se hace pregonera
de los derechos fundamentales de cada persona. En particular, reivindica
el respeto de la vida y la libertad religiosa de todos. El respeto del
derecho a la vida en todas sus fases establece un punto firme de importancia
decisiva: la vida es un don que el sujeto no tiene a su entera disposición.
Igualmente, la afirmación del derecho a la libertad religiosa pone
de manifiesto la relación del ser humano con un Principio trascendente,
que lo sustrae a la arbitrariedad del hombre mismo. El derecho a la vida
y a la libre expresión de la propia fe en Dios no están
sometidos al poder del hombre. La paz necesita que se establezca un límite
claro entre lo que es y no es disponible: así se evitarán
intromisiones inaceptables en ese patrimonio de valores que es propio
del hombre como tal.
5. Por lo que se refiere al derecho a la vida, es preciso denunciar
el estrago que se hace de ella en nuestra sociedad: además de las
víctimas de los conflictos armados, del terrorismo y de diversas
formas de violencia, hay muertes silenciosas provocadas por el hambre,
el aborto, la experimentación sobre los embriones y la eutanasia.
¿Cómo no ver en todo esto un atentado a la paz? El aborto
y la experimentación sobre los embriones son una negación
directa de la actitud de acogida del otro, indispensable para establecer
relaciones de paz duraderas. Respecto a la libre expresión de la
propia fe, hay un síntoma preocupante de falta de paz en el mundo,
que se manifiesta en las dificultades que tanto los cristianos como los
seguidores de otras religiones encuentran a menudo para profesar pública
y libremente sus propias convicciones religiosas.
Hablando en particular de los cristianos, debo notar con dolor que a
veces no sólo se ven impedidos, sino que en algunos Estados son
incluso perseguidos, y recientemente se han debido constatar también
trágicos episodios de feroz violencia. Hay regímenes que
imponen a todos una única religión, mientras que otros regímenes
indiferentes alimentan no tanto una persecución violenta, sino
un escarnio cultural sistemático respecto a las creencias religiosas.
En todo caso, no se respeta un derecho humano fundamental, con graves
repercusiones para la convivencia pacífica. Esto promueve necesariamente
una mentalidad y una cultura negativa para la paz.
La igualdad de naturaleza de todas las personas
6. En el origen de frecuentes tensiones que amenazan la paz se encuentran
seguramente muchas desigualdades injustas que, trágicamente, hay
todavía en el mundo. Entre ellas son particularmente insidiosas,
por un lado, las desigualdades en el acceso a bienes esenciales como la
comida, el agua, la casa o la salud; por otro, las persistentes desigualdades
entre hombre y mujer en el ejercicio de los derechos humanos fundamentales.
Un elemento de importancia primordial para la construcción de
la paz es el reconocimiento de la igualdad esencial entre las personas
humanas, que nace de su misma dignidad trascendente. En este sentido,
la igualdad es, pues, un bien de todos, inscrito en esa “gramática”
natural que se desprende del proyecto divino de la creación; un
bien que no se puede desatender ni despreciar sin provocar graves consecuencias
que ponen en peligro la paz. Las gravísimas carencias que sufren
muchas poblaciones, especialmente del Continente africano, están
en el origen de reivindicaciones violentas y son por tanto una tremenda
herida infligida a la paz.
7. La insuficiente consideración de la condición femenina
provoca también factores de inestabilidad en el orden social. Pienso
en la explotación de mujeres tratadas como objetos y en tantas
formas de falta de respeto a su dignidad; pienso igualmente —en
un contexto diverso— en las concepciones antropológicas persistentes
en algunas culturas, que todavía asignan a la mujer un papel de
gran sumisión al arbitrio del hombre, con consecuencias ofensivas
a su dignidad de persona y al ejercicio de las libertades fundamentales
mismas. No se puede caer en la ilusión de que la paz está
asegurada mientras no se superen también estas formas de discriminación,
que laceran la dignidad personal inscrita por el Creador en cada ser humano.[5]
La ecología de la paz
8. Juan Pablo II, en su Carta encíclica Centesimus annus, escribe:
« No sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual
debe usarla respetando la intención originaria de que es un bien,
según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí
mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural
y moral de la que ha sido dotado ».[6] Respondiendo a este don que
el Creador le ha confiado, el hombre, junto con sus semejantes, puede
dar vida a un mundo de paz. Así, pues, además de la ecología
de la naturaleza hay una ecología que podemos llamar « humana
», y que a su vez requiere una « ecología social ».
Esto comporta que la humanidad, si tiene verdadero interés por
la paz, debe tener siempre presente la interrelación entre la ecología
natural, es decir el respeto por la naturaleza, y la ecología humana.
La experiencia demuestra que toda actitud irrespetuosa con el medio ambiente
conlleva daños a la convivencia humana, y viceversa. Cada vez se
ve más claramente un nexo inseparable entre la paz con la creación
y la paz entre los hombres. Una y otra presuponen la paz con Dios. La
poética oración de San Francisco conocida como el “Cántico
del Hermano Sol”, es un admirable ejemplo, siempre actual, de esta
multiforme ecología de la paz.
9. El problema cada día más grave del abastecimiento energético
nos ayuda a comprender la fuerte relación entre una y otra ecología.
En estos años, nuevas naciones han entrado con pujanza en la producción
industrial, incrementando las necesidades energéticas. Eso está
provocando una competitividad ante los recursos disponibles sin parangón
con situaciones precedentes. Mientras tanto, en algunas regiones del planeta
se viven aún condiciones de gran atraso, en las que el desarrollo
está prácticamente bloqueado, motivado también por
la subida de los precios de la energía. ¿Qué será
de esas poblaciones? ¿Qué género de desarrollo, o
de no desarrollo, les impondrá la escasez de abastecimiento energético?
¿Qué injusticias y antagonismos provocará la carrera
a las fuentes de energía? Y ¿cómo reaccionarán
los excluidos de esta competición? Son preguntas que evidencian
cómo el respeto por la naturaleza está vinculado estrechamente
con la necesidad de establecer entre los hombres y las naciones relaciones
atentas a la dignidad de la persona y capaces de satisfacer sus auténticas
necesidades. La destrucción del ambiente, su uso impropio o egoísta
y el acaparamiento violento de los recursos de la tierra, generan fricciones,
conflictos y guerras, precisamente porque son fruto de un concepto inhumano
de desarrollo. En efecto, un desarrollo que se limitara al aspecto técnico
y económico, descuidando la dimensión moral y religiosa,
no sería un desarrollo humano integral y, al ser unilateral, terminaría
fomentando la capacidad destructiva del hombre.
Concepciones restrictivas del hombre
10. Es apremiante, pues, incluso en el marco de las dificultades y tensiones
internacionales actuales, el esfuerzo por abrir paso a una ecología
humana que favorezca el crecimiento del « árbol de la paz
». Para acometer una empresa como ésta, es preciso dejarse
guiar por una visión de la persona no viciada por prejuicios ideológicos
y culturales, o intereses políticos y económicos, que inciten
al odio y a la violencia. Es comprensible que la visión del hombre
varíe en las diversas culturas. Lo que no es admisible es que se
promuevan concepciones antropológicas que conlleven el germen de
la contraposición y la violencia. Son igualmente inaceptables las
concepciones de Dios que impulsen a la intolerancia ante nuestros semejantes
y el recurso a la violencia contra ellos. Éste es un punto que
se ha de reafirmar con claridad: nunca es aceptable una guerra en nombre
de Dios. Cuando una cierta concepción de Dios da origen a hechos
criminales, es señal de que dicha concepción se ha convertido
ya en ideología.
11. Pero hoy la paz peligra no sólo por el conflicto entre las
concepciones restrictivas del hombre, o sea, entre las ideologías.
Peligra también por la indiferencia ante lo que constituye la verdadera
naturaleza del hombre. En efecto, son muchos en nuestros tiempos los que
niegan la existencia de una naturaleza humana específica, haciendo
así posible las más extravagantes interpretaciones de las
dimensiones constitutivas esenciales del ser humano. También en
esto se necesita claridad: una consideración “débil”
de la persona, que dé pie a cualquier concepción, incluso
excéntrica, sólo en apariencia favorece la paz. En realidad,
impide el diálogo auténtico y abre las puertas a la intervención
de imposiciones autoritarias, terminando así por dejar indefensa
a la persona misma y, en consecuencia, presa fácil de la opresión
y la violencia.
Derechos humanos y Organizaciones internacionales
12. Una paz estable y verdadera presupone el respeto de los derechos
del hombre. Pero si éstos se basan en una concepción débil
de la persona, ¿cómo evitar que se debiliten también
ellos mismos? Se pone así de manifiesto la profunda insuficiencia
de una concepción relativista de la persona cuando se trata de
justificar y defender sus derechos. La aporía es patente en este
caso: los derechos se proponen como absolutos, pero el fundamento que
se aduce para ello es sólo relativo. ¿Por qué sorprenderse
cuando, ante las exigencias “incómodas” que impone
uno u otro derecho, alguien se atreviera a negarlo o decidera relegarlo?
Sólo si están arraigados en bases objetivas de la naturaleza
que el Creador ha dado al hombre, los derechos que se le han atribuido
pueden ser afirmados sin temor de ser desmentidos. Por lo demás,
es patente que los derechos del hombre implican a su vez deberes. A este
respecto, bien decía el mahatma Gandhi: «El Ganges de los
derechos desciende del Himalaya de los deberes». Únicamente
aclarando estos presupuestos de fondo, los derechos humanos, sometidos
hoy a continuos ataques, pueden ser defendidos adecuadamente. Sin esta
aclaración, se termina por usar la expresión misma de «
derechos humanos », sobrentendiendo sujetos muy diversos entre sí:
para algunos, será la persona humana caracterizada por una dignidad
permanente y por derechos siempre válidos, para todos y en cualquier
lugar; para otros, una persona con dignidad versátil y con derechos
siempre negociables, tanto en los contenidos como en el tiempo y en el
espacio.
13. Los Organismos internacionales se refieren continuamente a la tutela
de los derechos humanos y, en particular, lo hace la Organización
de las Naciones Unidas que, con la Declaración Universal de 1948,
se ha propuesto como tarea fundamental la promoción de los derechos
del hombre. Se considera dicha Declaración como una forma de compromiso
moral asumido por la humanidad entera. Esto manifiesta una profunda verdad
sobre todo si se entienden los derechos descritos en la Declaración
no simplemente como fundados en la decisión de la asamblea que
los ha aprobado, sino en la naturaleza misma del hombre y en su dignidad
inalienable de persona creada por Dios. Por tanto, es importante que los
Organismos internacionales no pierdan de vista el fundamento natural de
los derechos del hombre. Eso los pondría a salvo del riesgo, por
desgracia siempre al acecho, de ir cayendo hacia una interpretación
meramente positivista de los mismos. Si esto ocurriera, los Organismos
internacionales perderían la autoridad necesaria para desempeñar
el papel de defensores de los derechos fundamentales de la persona y de
los pueblos, que es la justificación principal de su propia existencia
y actuación.
Derecho internacional humanitario y derecho interno de los Estados
14. A partir de la convicción de que existen derechos humanos
inalienables vinculados a la naturaleza común de los hombres, se
ha elaborado un derecho internacional humanitario, a cuya observancia
se han comprometido los Estados, incluso en caso de guerra. Lamentablemente,
y dejando aparte el pasado, este derecho no ha sido aplicado coherentemente
en algunas situaciones bélicas recientes. Así ha ocurrido,
por ejemplo, en el conflicto que hace meses ha tenido como escenario el
Sur del Líbano, en el que se ha desatendido en buena parte la obligación
de proteger y ayudar a las víctimas inocentes, y de no implicar
a la población civil. El doloroso caso del Líbano y la nueva
configuración de los conflictos, sobre todo desde que la amenaza
terrorista ha actuado con formas inéditas de violencia, exigen
que la comunidad internacional corrobore el derecho internacional humanitario
y lo aplique en todas las situaciones actuales de conflicto armado, incluidas
las que no están previstas por el derecho internacional vigente.
Además, la plaga del terrorismo reclama una reflexión profunda
sobre los límites éticos implicados en el uso de los instrumentos
modernos de la seguridad nacional. En efecto, cada vez más frecuentemente
los conflictos no son declarados, sobre todo cuando los desencadenan grupos
terroristas decididos a alcanzar por cualquier medio sus objetivos. Ante
los hechos sobrecogedores de estos últimos años, los Estados
deben percibir la necesidad de establecer reglas más claras, capaces
de contrastar eficazmente la dramática desorientación que
se está dando. La guerra es siempre un fracaso para la comunidad
internacional y una gran pérdida para la humanidad. Y cuando, a
pesar de todo, se llega a ella, hay que salvaguardar al menos los principios
esenciales de humanidad y los valores que fundamentan toda convivencia
civil, estableciendo normas de comportamiento que limiten lo más
posible sus daños y ayuden a aliviar el sufrimiento de los civiles
y de todas las víctimas de los conflictos.[7]
15. Otro elemento que suscita gran inquietud es la voluntad, manifestada
recientemente por algunos Estados, de poseer armas nucleares. Esto ha
acentuado ulteriormente el clima difuso de incertidumbre y de temor ante
una posible catástrofe atómica. Es algo que hace pensar
de nuevo en los tiempos pasados, en las ansias abrumadoras del período
de la llamada “guerra fría”. Se esperaba que, después
de ella, el peligro atómico habría pasado definitivamente
y que la humanidad podría por fin dar un suspiro de sosiego duradero.
A este respecto, qué actual parece la exhortación del Concilio
Ecuménico Vaticano II: «Toda acción bélica
que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras
o de amplias regiones con sus habitantes es un crimen contra Dios y contra
el hombre mismo que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones».[8]
Lamentablemente, en el horizonte de la humanidad siguen formándose
nubes amenazadoras. La vía para asegurar un futuro de paz para
todos consiste no sólo en los acuerdos internacionales para la
no proliferación de armas nucleares, sino también en el
compromiso de intentar con determinación su disminución
y desmantelamiento definitivo. Ninguna tentativa puede dejarse de lado
para lograr estos objetivos mediante la negociación. ¡Está
en juego la suerte de toda la familia humana!
La Iglesia, tutela de la trascendencia de la persona humana
16. Deseo, por fin, dirigir un llamamiento apremiante al Pueblo de Dios,
para que todo cristiano se sienta comprometido a ser un trabajador incansable
en favor de la paz y un valiente defensor de la dignidad de la persona
humana y de sus derechos inalienables. El cristiano, dando gracias a Dios
por haberlo llamado a pertenecer a su Iglesia, que es « signo y
salvaguardia de la trascendencia de la persona humana » [9] en el
mundo, no se cansará de implorarle el bien fundamental de la paz,
tan importante en la vida de cada uno. Sentirá también la
satisfacción de servir con generosa dedicación a la causa
de la paz, ayudando a los hermanos, especialmente a aquéllos que,
además de sufrir privaciones y pobreza, carecen también
de este precioso bien. Jesús nos ha revelado que « Dios es
amor» ( 1 Jn 4,8), y que la vocación más grande de
cada persona es el amor. En Cristo podemos encontrar las razones supremas
para hacernos firmes defensores de la dignidad humana y audaces constructores
de la paz.
17. Así pues, que nunca falte la aportación de todo creyente
a la promoción de un verdadero humanismo integral, según
las enseñanzas de las Cartas encíclicas Populorum progressio
y Sollicitudo rei socialis, de las que nos preparamos a celebrar este
año precisamente el 40 y el 20 aniversario. Al comienzo del año
2007, al que nos asomamos —aun entre peligros y problemas—
con el corazón lleno de esperanza, confío mi constante oración
por toda la humanidad a la Reina de la Paz, Madre de Jesucristo, «
nuestra paz » ( Ef 2,14). Que María nos enseñe en
su Hijo el camino de la paz, e ilumine nuestros ojos para que sepan reconocer
su Rostro en el rostro de cada persona humana, corazón de la paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 2006.
BENEDICTUS PP XVI
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Notas
[1] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 357.
[2] Sermo 169, 11, 13: PL 38, 923.
[3] N. 3.
[4] Homilía en la explanada de Isling de Ratisbona (12 septiembre
2006).
[5] Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia
católica sobre la colaboración del hombre y de la mujer
en la Iglesia y en el mundo (31 mayo 2004), 15-16.
[6] N. 38.
[7] A este respecto, el Catecismo de la Iglesia Católica ha impartido
unos criterios muy severos y precisos: cf. nn. 2307-2317.
[8] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
80.
[9] Ibíd., 76.
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