18 de febrero. Séptimo Domingo del T.O.
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PRIMERA LECTURA
Primer Libro de Samuel 26,2.7-9.22-23
Saúl se puso en marcha con tres mil hombres elegidos de Israel para buscar a David en el desierto de Zif.
David y Abisay fueron de noche al campamento; Saúl estaba acostado en el centro del campamento y dormía, con su lanza clavada en la tierra, junto a su cabecera. Abner y la tropa estaban acostados a su alrededor. Abisay dijo a David: «Hoy ha puesto Dios a tu enemigo en tus manos. Permíteme que le clave en la tierra con su propia lanza de un solo golpe; no tendré que darle otro». David le contestó: «¡No lo mates! Porque ¿quién puso su mano sobre el ungido del Señor y quedó sin castigo?».
David tomó de la cabecera de Saúl la lanza y el jarro de agua y se fueron. Nadie los vio; nadie se dio cuenta; nadie se despertó, pues todos dormían, porque el Señor había hecho caer sobre ellos un profundo sueño. David pasó al extremo opuesto y se detuvo a lo lejos sobre la cumbre de la montaña; había entre ellos un gran trecho.
David respondió: «Aquí está la lanza del rey. Que uno de los jóvenes atraviese y venga a recogerla. El Señor retribuirá a cada uno según su justicia y su fidelidad, porque el Señor te puso hoy en mis manos y no quise poner mi mano sobre el ungido del Señor.
SEGUNDA LECTURA
Primera Carta de San Pablo a los Corintios 15,45-49
la Escritura dice: Adán, el primer hombre, fue creado un ser viviente; el último Adán, como espíritu que da vida. Pero lo primero no es lo espiritual, sino lo animal; después, lo espiritual. El primer hombre, sacado de la tierra, es terrestre; el segundo, por el contrario, del cielo. Como el terrestre, así son los terrestres; como el celeste, así son los celestes. Y así como llevamos la imagen del terrestre, llevaremos también la del celeste.
EVANGELIO
Según San Lucas 6,27-38
Jesús dijo: «Yo os digo a vosotros que me escucháis: Amad a vuestros enemigos; haced el bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen; orad por los que os calumnian. Al que te abofetea en una mejilla, ofrécele también la otra; a quien te quita el manto, dale también la túnica. Da a quien te pida, y no reclames a quien te roba lo tuyo. Tratad a los hombres como queréis que ellos os traten a vosotros. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis? También los pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis el bien a los que os lo hacen, ¿qué mérito tendréis? Los pecadores también lo hacen. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tendréis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir de ellos otro tanto.
Pero vosotros amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar remuneración; así será grande vuestra recompensa y seréis hijos del altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y con los malvados. Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; se os dará una buena medida, apretada, rellena, rebosante; porque con la medida con que midáis seréis medidos vosotros».
Comentario de la Palabra:
Ofrecer la otra mejilla
Tanto el evangelista San Lucas como San Mateo nos transmiten estas palabras de Jesús: “Al que te abofetea en una mejilla, ofrécele también la otra”, si bien Mateo precisa que la mejilla abofeteada es la derecha.
Hoy en día, la expresión “ofrecer la otra mejilla” se ha convertido en la caricatura del cristiano que sufre sin rechistar ofensas y humillaciones. Se supone que una persona “religiosa” y “buena” debe evitar toda reacción violenta y padecer con resignación las agresiones.
Interpretadas así, estas palabras resultan intolerables para
una sensibilidad moderna consciente de los derechos humanos. La dignidad
de la persona agredida requeriría, al menos, una protesta, una
reacción de denuncia que reivindique el valor del ofendido.
Una canción de moda hace algunos años, del cantautor argentino
León Gieco,
opularizada en nuestro país por Ana Belén, decía: “Sólo le pido a Dios/ que lo injusto no me sea indiferente/ que no me abofetee la otra mejilla/ después de que una garra me arañó esta suerte”.
¿Pero es “ofrecer la otra mejilla” un gesto de sumisión?
¿No será más bien todo lo contrario?
Una persona, presumiblemente vulnerable –un hombre sin recursos,
un esclavo, una mujer? es humillada. Alguien, arropado por una posición
de poder, le ha abofeteado en público.
Imaginemos el gesto del que ofrece la otra mejilla. ¿Qué reacciones suscitaría tanto en el agresor como en los que contemplan la agresión?
En primer lugar, sorpresa. Que el abofeteado ofrezca la otra mejilla no era lo esperado. El agredido se sale del guión culturalmente prescrito, y en vez de reaccionar con violencia o dejarse humillar, encuentra una tercera vía.
Aún permanecen en nuestras retinas ese bosque de manos blancas
que se alzaron en los campus universitarios de España tras el
asesinato del magistrado y profesor Francisco Tomás y Valiente.
Ofrecer la otra mejilla es, como este gesto, un desafío a los
violentos.
La fe cristiana no es una invitación a creernos que la realidad
es de color rosa y que el mal no existe. Vivimos en un mundo injusto y
violento. Las injustas relaciones en la economía global confinan
en la miseria a millones de seres humanos. La violencia es una constante
en nuestros telediarios desde las bombas de Iraq a la infringida a las
mujeres por sus propias parejas o ex-compañeros.
Los antropólogos nos dicen que el cerebro humano tiene programados dos reacciones innatas: la pelea y la huida. Reaccionar con violencia a la violencia o huir y esconderse, con la consiguiente humillación.
Jesús abre una tercera vía: responder al mal con el bien,
con coraje e imaginación.
Según Mateo, Jesús dijo también: “a quien quiera
llevarte a juicio para tomar tu túnica, dale también el
manto”. La situación que nos presenta es la de una persona
pobre, tan pobre que ha tenido que poner su propio vestido como garantía
de un préstamo, y que es llevada a los tribunales al no haber podido
satisfacer su deuda.
Conviene recordar aquí cómo iban vestidos en aquella época.
Pegado a la piel, se llevaba un tubo de tela, la túnica. Por encima,
una pieza de tela más tupida, el manto. Nada más.
Como en el caso de “ofrecer la otra mejilla”, está
claro que desnudarse ante un tribunal de justicia no es un acto resignado
de sumisión, sino un gesto que denuncia el carácter depredador
del sistema económico vigente.
La versión de Lucas, que hemos leído hoy, elimina el elemento judicial de este dicho, se dice simplemente “a quien te quita el manto, dale también la túnica”. De este modo, este evangelista se aparta del tono de denuncia social propia de la versión de Mateo, quien muy probablemente está más cerca aquí de la actitud de Jesús.
Pero en cualquier caso, a través de ambos evangelios, Jesús nos propone responder a las situaciones de conflicto, no con la reacción violenta o la sumisión resentida, sino con una generosidad que asombra.
Pero para que sea vencido el mal, éste tiene que ser primero llamado por su nombre. Lo que Jesús propone no tiene nada que ver con la dependencia de quien dice seguir amando a su maltratador.
Jesús nos invita a amar desde una libertad crecida, madurada, que sólo es posible cuando el mal es identificado y la propia dignidad reconocida, ante todo por uno mismo.
Es cierto que la disposición a perdonar es una actitud cristiana, pero nadie puede ser forzado a perdonar. Es algo que habrá que considerar cuando los violentos pidan perdón.
Pero mientras tanto, el amor puede seguir abriendo caminos. Negarse a entrar en la espiral de violencia es el paso decisivo para no dejarse enredar por el mal. Desde ahí nuevos gestos pueden ser imaginados para romper el silencio cómplice de los que se dicen neutrales, hasta soñar con la conversión de los propios violentos.
Es el tipo de sueños por los que dieron su vida hombres como Martin Luther King o Gandhi.
El evangelio es una invitación a amar más allá de lo razonable, pues propone amar con el mismo amor de Dios, que no calcula réditos.
El poder de Dios, que es su amor, quiere actuar a través de nosotros con una infinita generosidad para revertir la lógica de la violencia, para destruir el mal sin eliminar al que lo comete.
Este amor de Dios es un don que recibimos de forma gratuita. Es gracia, pero no es barata.