18 de marzo. Cuarto domingo de Cuaresma

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PRIMERA LECTURA

Lectura del libro de Josué 5, 9a. 10 12

En aquellos días, el Señor dijo a Josué: «Hoy os he despojado del oprobio de Egipto.» Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó. El día siguiente a la Pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la tierra: panes ázimos y espigas fritas. Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná. Los israelitas ya no tuvieron maná, sino que aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 33.

Antífona: Gustad y ved qué bueno es el Señor.

Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren.

Proclamad conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su nombre.
Yo consulté al Señor, y me respondió,
me libró de todas mis ansias.

Contempladlo, y quedaréis radiantes,
vuestro rostro no se avergonzará.
Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
y lo salva de sus angustias.


SEGUNDA LECTURA

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 5, 17 21

Hermanos:
El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.
Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.
Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a el, recibamos la justificación de Dios.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 15, 1 3. 11 32

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.»
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo: «Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.»
Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.»
Pero el padre dijo a sus criados: «Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.»
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Éste le contestó: «Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.»
Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre: «Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.»
El padre le dijo:
«Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.»

Comentario a la Palabra:

ES MÁS MALO QUE PEGAR A UN PADRE
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Hay un dolor íntimo y secreto que viene con la madurez y el tiempo: el descubrimiento personal del sufrimiento causado a los otros y especialmente a las personas que amamos.

¡Cómo duele haber hecho sufrir a la madre o al padre! En el lenguaje sencillo del pueblo se dice: ¡Es más malo que pegar a un padre (o a la madre)! Esto no quiere decir que se justifique cualquier manera de ejercer la maternidad o la responsabilidad de ser padre. Los padres no siempre aciertan, como tampoco los médicos, ni los educadores, ni la curia vaticana, ni quien le da toda su confianza a la magnífica moto recién comprada …

En toda opción hay una parcela de error y ¡cómo cuesta reconocerla!

Hay errores que nos llevan a abandonar la casa paterna; pero también los hay que nos encierran en ella. Y aunque todo tenga sus límites, éstos no siempre son perceptibles. Sabemos que también hay padres que echan a sus hijos de su casa. ¡Errores cometemos todos!

El Evangelio de hoy nos habla de un padre que tiene dos hijos. Uno se va y otro se queda. Son como mis dos mitades: la que me invita a la búsqueda sin temor a la aventura, la que es sorprendida al descubrir nuevos espacios de vida, la creatividad; y la que busca lo seguro, la norma, el refugio de la ley, la dependencia cerrada de lo conocido. Dos maneras de ser el hijo problemático. Pero el aire de Jesús es otro, de ahí la parábola de hoy: hijos irreconciliables que maltratan al padre.

Los estudiosos de la Biblia ven en esta narración un midrash del capítulo 31 del profeta Jeremías, que San Lucas habría vertido en forma de “parábolas de la misericordia”: la oveja perdida (15,4-7), el dracma perdido (15,8-10) y los hijos perdidos (15,11-32). Una manera de prepararnos a comprender desde el corazón el aire nuevo de Dios que busca sin prejuicios al que peca, que intenta ayudarnos a comprender hasta qué punto el amor de Dios es más fuerte que nuestro pecado.

Dios no está en la sospecha ni hurga en nuestra historia personal. Dios juega limpio. Y no necesita de mi defensa, lo que espera es mi integridad de vida.

¿Nuestro pecado? Eso es tabú, algo intocable. Pero ahí está: haber infligido sufrimiento a otro. Encerrarnos en nuestro error. No reconocer que el pecador es mi hermano y necesita mi acogida. Impedir la fiesta de la reconciliación. Negarnos a vivir como hijos.

¿Quién pondrá salud en todo eso? ¿La redención? Parece una realidad inaccesible a nuestro tiempo, quizás porque “la expiación sólo se obtiene cuando uno por sí mismo afronta sana y creativamente las consecuencias de sus propios actos” . Y es justo eso lo que no queremos hacer. Por parte de Cristo ya está hecha, el problema somos “los hijos”.

Algo de ello nos muestra el evangelio de hoy: No hay soluciones hechas, hay recursos. La solución soy yo mismo entrando en el juego de la vida lo más libre posible.

Libres, sí; porque no podremos evitar la confrontación con la envidia de los escribas y fariseos, con el hijo mayor. El que juzga al otro y a la vez se excluye de la fiesta de la reconciliación, mostrando que lo oculto en él está siendo revelado al no querer a su hermano porque peca.

En este domingo de cuaresma una música de fondo sostiene la letra de una canción que dice: ama a tu hermano que peca. Ahí está la dimensión cuaresmal: sana lo que te impide amar al diferente. No lo conseguirás si primero no descubres y asumes con creatividad tu propio pecado
¿Podrá el padre Dios reconciliar a sus dos hijos? La cuestión no está resuelta. ¿Seremos capaces de comprender esta acogida positiva de Dios en Cristo y sacar sus consecuencias? Él lo hace. Espera que sus hijos también lo hagamos. Su alianza nueva pasa por ahí: busca tanto a los que reconocen su pecado como a los que no son capaces de hacerlo. Dios no hace acepción de personas, viene para todos.

El aire nuevo que Jesús da a la relación con Dios es capacitarnos para acogernos los unos a los otros: recaudadores y fariseos, letrados y pecadores públicos.

El Cristo de la misericordia y la compasión no sólo acoge al hijo pequeño sino que come con él (los días pasados en Haití, a una hora en avión de Miami, recordaba que “Lázaro, a la puerta de la casa del rico no es solamente excluido de compartir los alimentos, sino también de sentarse a la mesa”).
Este Cristo de compasión es también el mismo que ruega al hermano mayor para que sea capaz de avivar en él la fraternidad, para que rompa la estrechez de su comprensión del hermano pequeño.
Los dos son hijos problemáticos, los dos están necesitados de conversión y esa es la única preocupación del Cristo.

Vivir esa conversión no es fácil. Ni siquiera reconocer su necesidad. Pero es una urgencia tanto en la vida religiosa como en la social, económica y política.

Estos días leí dos noticias que me hacen consciente de lo seria que es la advertencia que nos vierte el evangelio de este domingo.

Una de ellas, que identifico con el hijo menor de la parábola, dice: “Hijos violentos. Insultan, zarandean y pegan a los padres. Les amenazan incluso con matarlos. Son niños y adolescentes violentos. Hijos tiranos que atemorizan a las familias. Más de cinco mil padres desesperados los han denunciado. Los fiscales toman cartas. Los expertos esbozan teorías.”

Es una situación minoritaria, no hay que dramatizar; pero nos pone ante un aspecto de la realidad humana que nos desafía porque en nuestro país “cada vez hay más chicos, entre 12 y 18 años, que son protagonistas en casos de violencia familiar”. El conocido juez de menores granadino Emilio Calatayud recomienda a los padres que denuncien, que no tapen la situación.

Al pensar en el proceso de vuelta a casa del hijo menor del evangelio, me daba cuenta que hay familias que no lo viven de un modo tan poético. Lucía, narrando una de las vueltas a casa de Pablo, dice: “Desaparecía y la familia no sabía por dónde ni con quién estaba. Después de un fin de semana sin aparecer, intentó echar abajo la puerta de la casa, golpeó con una barra las ventanas y el coche de sus padres, mientras les insultaba a gritos”… “a los 13 años, golpeó a su padre y empezó a zarandear a la madre repetidamente para quitarle el bolso”. (Malén Aznárez en El País Semanal del domingo 11 de marzo 2007)

De entre las causas que se aducen me llama la atención esta: “Una incapacidad de estos niños para desarrollar emociones morales auténticas –empatía, amor, compasión, lo que desemboca en una gran dificultad para mostrar culpa y arrepentimiento por las malas acciones.”

La otra noticia (que identifico con el hijo mayor de la parábola) corresponde a la curia vaticana y tiene que ver con la imposición de silencio docente a J. Sobrino. El teólogo Francisco Javier Vitoria, especializado en la teología de Sobrino, ha hecho público un comunicado del que destaco lo siguiente:

“Lamentablemente J. Sobrino viene a engrosar una larga lista de perseguidos en la Iglesia por la curia vaticana. H. de Lubac e Y. Congar son algunos de los nombres que están en la mente de todos. A ambos se les prohibió enseñar en centros católicos y se les obligó a guardar silencio. La impresionante carta que Congar escribió a su madre en aquellas circunstancias y que recogen sus memorias debiera haber sido suficientemente elocuente como para que la curia no cometiera más atropellos. El caso que nos ocupa me parece especialmente cruel. J. Sobrino es (de hecho y porque tuvo la suerte de estar fuera de El Salvador cuando le hubiese tocado morir en la hora en que fueron asesinados I. Ellacuría y compañeros), testigo de miles de víctimas de la violencia establecida en América Latina, muchas de ellas merecedoras del título de mártires porque murieron por el odio que su fe suscitaba y que su caridad heroica ponía en evidencia. Su condena afecta a sus compañeros mártires. Su voz es la de ellos. Silenciándole vuelven a callar a las víctimas de la barbarie asesina. Pero los curiales son ciegos justamente porque creen que ven. Cuando dentro de cien años se quiera acreditar el comportamiento de la Iglesia católica de finales del siglo XX y principios del XXI, estoy seguro de que los apologetas eclesiásticos recurrirán a J. Sobrino y silenciarán vergonzantemente los nombres de López Trujillo, Sáenz Lacalle y Levada, cardenal prefecto de la Congregación”.

No hay que esperar cien años, lo sabemos ya: no hay salvación sin los empobrecidos… como no la hay sin reconciliarnos.

Los letrados y fariseos seguirán juzgándote si te sientas a comer y haces que coman los pecadores … pero no hay otra manera de ser hijos de Dios.

¿Podrá el padre Dios reconciliar a sus dos hijos? ¿Seremos capaces de comprender esta acogida positiva de Dios en Cristo y sacar sus consecuencias? Él lo hace. Espera que sus hijos también lo hagamos.

Y a todo esto, nuestra madre la Iglesia celebra la fiesta del día del seminario y nos invita a que ayudemos a los jóvenes a descubrir su vocación expresándola en una opción por el sacerdocio: dar la vida para que hacer realidad la reconciliación que en Cristo ya es posible.

El problema está en los que nos creemos buenos, en los que queremos vocaciones para encerrarlos en la casa. Tengo la impresión que el aire de Dios aporta su brisa a una realidad nueva motivo de esperanza.