24 de febrero.
Tercer Domingo de Cuaresma

PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro del libro del Éxodo 17, 3-7.

En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: «¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?»

Clamó Moisés al Señor y dijo: «¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen.»

Respondió el Señor a Moisés: «Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río, y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo.»

Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos de Israel.  Y puso por nombre a aquel lugar Masá y Meribá, por la reyerta de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor, diciendo: «¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?»

SALMO RESPONSORIAL.  Salmo 94.  

Antífona: Escucharemos tu voz, Señor.

Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.

Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro. 
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.

Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron,
aunque habían visto mis obras.»

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 5, 1-2. 5-8.

Hermanos:

Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos: y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios.

Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

En efecto, cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.

EVANGELIO. 

Lectura del santo Evangelio según San Juan 4, 5-15. 19b-26. 39a. 40-42.

En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial.  Era alrededor del mediodía.

Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber.» Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.

La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Porque los judíos no se trataban con los samaritanos.

Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.»

La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?»

Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.»

La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla.  Veo que tú eres un profeta.  Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.»

Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre.  Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así.  Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.»

La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo.»

Jesús le dice: «Yo Soy, el que habla contigo.»

En aquél pueblo muchos samaritanos creyeron en él.  Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos.  Y se quedó allí dos días.  Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.»

Comentario a la Palabra

Hacia un futuro post-confesional

Según el censo de noviembre del 2007, viven en la actualidad 712 samaritanos, repartidos entre la aldea Kiryat Luza, al pie del monte Garizim y Holon, un barrio de Tel-Aviv. Son los miembros de una de las comunidades religiosas más antiguas pero también menos numerosas de la Tierra. A comienzo del siglo XX estuvieron a punto de extinguirse, llegó a haber entonces sólo 200 samaritanos.

A ellos, no les gusta que se les llame “samaritanos”, prefieren la denominación de “Hijos de Israel”. Afirman ser los descendientes Efraím y Manasés, dos de las doce tribus del antiguo Israel. La historia oficial judía cuenta, sin embargo, que estas dos tribus fueron exterminadas por los asirios, setecientos años antes de Cristo; los samaritanos son, según los judíos, unos advenedizos e impostores. Herejes, en cualquier caso.

Pero al igual que los judíos, los samaritanos creen y adoran al único Dios de Israel y aceptan la Toráh. Esperan incluso el advenimiento de un salvador, al que ellos llaman Taheb. Lo que distingue a judíos y samaritanos es fundamentalmente una divergencia en el lugar donde creen que debe darse culto a Dios. El Monte Garizim, el lugar de bendición donde Josué reunió a todas las tribus (Josué 24,1), es según “los Hijos de Israel” el lugar donde Dios quiere ser por siempre adorado. Pero según los judíos, Dios sólo admite ofrendas debidamente presentadas en el Templo de Jerusalén.

La situación recuerda demasiado a la de los cristianos, divididos hoy en distintas confesiones. Todos decimos creer en el Dios revelado por Jesús y confesamos la plena humanidad y divinidad de Cristo. Adoramos al Espíritu Santo y hemos escuchado el mandato de Jesús de dar testimonio de su amor a través del amor mutuo. Conservamos unos evangelios que no dejan lugar a dudas sobre el deseo de Cristo de que sus seguidores han de conformar una única comunión.

Y estamos divididos, básicamente por la misma razón que los samaritanos y los judíos: no nos ponemos de acuerdo sobre cómo ha de darse culto a Dios.

Hay testimonios escritos de que el conflicto entre judíos y samaritanos se remonta al menos al siglo V antes de Cristo. Para el tiempo de Jesús, era ya una vieja contienda. La enemistad era tal que los judíos de Galilea evitaban cruzar Samaria en su peregrinación anual a Jerusalén, aún siendo ésta la ruta más corta.

Hoy en día tampoco es común ver un judío en Nablus, la ciudad palestina que se levanta sobre la antigua Siquén, a pocos kilómetros del pozo de Jacob. Allí estuvo trabajando, hasta que fue evacuada, nuestra amiga Mamen, psicóloga y cooperante española, sirviendo a una población empobrecida por un conflicto que también parece hacerse eterno.

Pero Jesús no era un judío corriente.  Atraviesa con sus discípulos este territorio hostil. El relato de su encuentro con la mujer samaritana tiene la veracidad de las situaciones improbables. “Los judíos no se trataban con los samaritanos” apostilla el evangelista Juan. Y menos los rabinos judíos como Jesús con mujeres samaritanas de dudosa moralidad.

Pero la comunicación entre ellos es franca, personal. El diálogo se eleva desde lo más trivial (“No tienes cubo”) hasta lo más sublime, sin rehuir las cuestiones más delicadas de la vida de esta mujer.

La conversación llega a su culmen cuando ella plantea la cuestión crítica que separa a samaritanos y judíos: “Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén”. Jesús da testimonio de la verdad transmitida por la tradición religiosa de su pueblo: “porque la salvación viene de los judíos”. Pero no se queda ahí: “Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre”. Y añade:

“Se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así.  Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad”.

No se trata ya de cumplir unos rituales religiosos, sea en Jerusalén o en un monte. La vida de cada creyente, con su grandeza y su miseria, con su verdad, es la ofrenda que agrada a Dios. A través de Jesús, Dios nos concede su Espíritu, que se hace experiencia en nosotros. Esa es la religión de Jesús, más allá de las tradiciones rituales y los confesionalismos: Vida ofrecida en verdad y experiencia interior del Dios vivo.

En cada ser humano, sea de la tradición religiosa que sea, hay una espera del Espíritu. También los samaritanos son capaces de reconocerlo: “Nosotros mismos lo hemos oído y sabemos”.

El hermano Roger de Taizé nos dejó dicho: “Cristo no vino para inaugurar una nueva religión, sino para ofrecer a cada ser humano una comunión con Dios”.

Esta comunión se hace posible por el don del Espíritu, que se convierte en nosotros en “un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”.

Una existencia vivida con honestidad y ofrecida con sencillez; una experiencia interior del Dios que salva… Y caen las barreras que separan las confesiones y los pueblos.