19 de octubre.
Domingo XXIX del Tiempo Ordinario

Versión PDF

PRIMERA LECTURA.

Del libro de Isaías 45, 1. 4-6.

Así dice el Señor a su Ungido, a Ciro, a quien lleva de la mano: «Doblegaré ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán. Por mi siervo Jacob, por  mi escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios. Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor, y no hay otro.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 95.

Antífona: Aclamad la gloria y el poder del Señor.

Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra. 
Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones.

Porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses.  Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo.

Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas.

Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda; decid a los pueblos: «El Señor es rey, él gobierna a los pueblos rectamente.»

SEGUNDA LECTURA.

De la primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 1, 1-5b.

Pablo, Silvano y Timoteo a la Iglesia de los tesalonicenses, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo.  A vosotros, gracia y paz. Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones. Ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor. Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido y que, cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros, no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda.

EVANGELIO.

Del santo Evangelio según San Mateo 22, 15-21.

En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta.  Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea.  Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuestos al César o no?»

Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.»  Le presentaron un denario. 

Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?»

Le respondieron: «Del César.»

Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»

Comentario a la Palabra:

A Dios lo que es de Dios

El virus que provocaría andando treinta años la Guerra contra Roma estaba siendo ya incubado en la sociedad judía. Así lo revela esta pregunta-trampa que plantean fariseos y herodianos a Jesús: “¿Pagamos o no pagamos el impuesto al César?”

La política hace extraños compañeros de cama. Los fariseos, nacionalistas acérrimos, defensores de una pureza enemiga de cualquier compromiso con los paganos, se alían con los partidarios de Herodes, rey de Galilea por la gracia de Roma.

Este Herodes es Antipas, hijo de Herodes el Grande, de quien había heredado el trono de Galilea. Herodes el Grande, el rey malvado de los relatos de navidad, no era de sangre real, sino un funcionario de la corte y un habilísimo político. No fue el pueblo judío sino el Senado Romano quien le nombró rey y su dinastía permanecería mientras sirviera a los intereses de Roma. El nombre de la ciudad portuaria que fundó para asegurar las comunicaciones marítimas con la metrópolis no deja lugar a dudas sobre su vasallaje: Cesarea, ciudad del César.

A diferencia de su hermano Arquelao, rey de Judea, que fue depuesto por los romanos, Antipas había conseguido conservar el trono. Como su padre, también él fundó una ciudad, la nueva capital de su pequeño reino, a orillas del Mar de Galilea. Le puso por nombre Tiberíades, en honor del Emperador Tiberio.

Resulta pues sumamente cínico que estos esbirros de Roma se disfracen ahora de activistas radicales para preguntarle a Jesús, –después de hacerle descaradamente la pelota– “¿Es lícito pagar impuestos al César?” ¿De qué otra cosa está viviendo Herodes que como intermediario del sometimiento de su pueblo al Imperio?

La cuestión planteada a Jesús es el perfecto ejemplo de un dilema: Si contestaba que no –quizás lo que esperaban sus enemigos– sería fácil denunciarle ante las autoridades romanas como sedicioso. Si contestaba que , su popularidad caería ante el pueblo, pues aparecería como un cobarde que no se atreve a llevar hasta sus últimas consecuencias la premisa judía de que Dios es el único Rey.

La respuesta de Jesús se asienta en el realismo. Sabe que dejar de pagar impuestos es el equivalente a una declaración de guerra contra Roma y que un enfrentamiento directo con el Imperio sería desastroso para su pueblo.

El evangelio no es una utopía dirigida a personas que viven alejados de esta sociedad corrupta en algún limbo súper-espiritual o ultra-ecológico. Se dirige a la gran mayoría de las gente, que vivimos sujetos al sistema y a sus peajes.

Los fariseos, con todo su radicalismo teórico, seguirán viviendo, en connivencia con los herodianos, de los privilegios que da el poder. Jesús en cambio ni siquiera lleva en su bolsillo la moneda con la que pagar el impuesto. Finalmente, morirá la muerte de los sediciosos.

Jesús no opta por la confrontación violenta ni fomenta la mala conciencia de quienes reconociéndose judíos pagaban impuestos al César. Dar al César lo que es del César es realismo y sensatez, pero esta primera frase no es la mitad más importante de la respuesta de Jesús.

A Dios lo que es de Dios. Hilario de Poitiers, un cristiano del siglo IV, padre de familia y obispo, dijo que si bien hay que dar al César la moneda que lleva su imagen, a Dios debemos entregarle lo que lleva acuñado el suyo, es decir, “nuestro cuerpo, nuestra alma y nuestra voluntad”; y añade: “Al César en cambio, no le debemos nada si hemos llegado a ser totalmente pobres”.

Jesús se niega a poner fardos pesados sobre las cabezas de la pobre gente, menos a empujarlos ideológicamente a una guerra suicida. Su evangelio se desmarca de este radicalismo del todo o nada que calienta las cabezas, enmascarando la humilde verdad acerca de lo que nos es posible hacer.

¿Qué me queda para dar a Dios, si trabajo 60 horas a la semana para una multinacional? ¿Qué puedo entregar a Señor si llego exhausto al final de la jornada y sin blanca a fin de mes? ¿Qué puedo hacer con las limitaciones de mi salud o de mi situación personal?

Como el César que exige su impuesto, la vida nos pasa factura; pero aún podemos entregarle a Dios la vida: Dar a Dios lo que es de Dios.

“Lo que es de Dios”: ¿Qué es en concreto? Como suele suceder en las parábolas de Jesús, su mensaje no acaba con instrucciones detalladas. Cada uno debe llenar ese espacio en blanco por sí mismo.

Porque esos pasos que damos desde lo posible nos conducen hasta la entrega de la vida, ofrenda preciosa a los ojos de Dios.