15 de febrero.
Domingo VI del Tiempo Ordinario

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro del Levítico 13, 1-2. 44-46.

El Señor dijo a Moisés y a Aarón: «Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, y se le produzca la lepra, será llevado ante Aarón, el sacerdote, o cualquiera de sus hijos sacerdotes.  Se trata de un hombre con lepra: es impuro.  El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza.

El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: ‘¡Impuro, impuro!’  Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 31.

Antífona: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación.

Dichoso el que está absuelto de su culpa,
a quien le han sepultado su pecado;
dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito.

Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito;
propuse: “Confesaré al Señor mi culpa”,
y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.

Alegraos, justos, y gozad con el Señor;
aclamadlo, los de corazón sincero.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios 10, 31—11,1.

Hermanos:

Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. No deis motivo de escándalo a los judíos, ni a los griegos, ni a la Iglesia de Dios, como yo, por mi parte, procuro contentar en todo a todos, no buscando mi propio bien, sino el de la mayoría, para que se salven. Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 40-45

En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme.»

Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio.»
La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio.

Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.»

Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aún así acudían a él de todas partes.

Comentario a la Palabra

“Si  Quieres, Puedes Limpiarme”

En su primera salida evangelizadora, antes de regresar a Cafarnaúm, Jesús “quiere” abrir el ámbito de su acción hasta un límite inaceptable para el judaísmo oficial y también para la mentalidad pueblerina de aquellos tiempos.  Deja que un leproso se acerque hasta él y “extiende la mano” para tocarle, mientras dice: “Quiero: queda limpio”.

Era un gesto programático, recogido por los otros evangelistas y mencionado entre las señales o pruebas que los discípulos de Juan Bautista referirán como demostración de que Jesús es el Mesías: “ciegos recobran la vista;  cojos caminan; leprosos quedan limpios;  sordos oyen;  muertos resucitan; pobres son evangelizados” (Mateo 11,5; Lucas 7,22).  Reintegrar a los leprosos a la vida normal, devolviéndoles la pureza o aceptación ritual, entraba en el programa de acción que el evangelio de Mateo trazó para los discípulos de Jesús: “Proclamad que el Reino de los Cielos está cerca.  Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios” (Mateo 10,8).

En aquellos tiempos la lepra no era siempre la que técnicamente se denomina hoy “enfermedad de Hansen”.  La lepra propiamente dicha no apareció en el Oriente Próximo hasta el siglo IV a.C.  Entraban en la categoría de leprosos quienes padecían diversas anomalías de la piel, como psoriasis, vitíligo, leucaderma o manchas blanquecinas de aparición ocasional.  Al complejo psíquico producido por la enfermedad se añadía una profilaxis social que prácticamente hacía de la persona enferma un ser “apestado”, del que era preciso proteger a la sociedad.  Para que no hubiera duda, a la deformación de la piel, la persona enferma debía añadir una humillante señal de identificación: vestida de harapos, despeinada, con el rostro cubierto.  Y habría de alejar a cualquiera de su lado gritando: “Tamé, tamé”, esto es, “impuro, impuro”.

En este ambiente hay que comprender el gesto de Jesús.  Y el punto de partida para la conversión de san Francisco de Asís: “Me parecía muy duro, demasiado amargo, ver a los leprosos; pero el mismo Señor me llevó a estar con ellos para ayudarles.  Y, al separarme de ellos, lo que antes me parecía duro y amargo se convirtió en dulzura de alma y cuerpo”.  Así comienza su Testamento.  Quizá comprendiendo que no todos tienen estómago para seguir al pie de la letra aquel ejemplo, amplía el significado de la imitación del Señor, recomendando a sus frailes que “todos han de alegrarse de vivir entre personas de escaso relieve y despreciadas, entre pobres e inválidos, entre enfermos y leprosos y entre los mendigos que andan por los caminos”.  De hecho, según progresó la clericalización de la orden franciscana, se fue dejando el cuidado de los leprosos.

Hoy es una enfermedad curable con una medicación que cuesta en torno a los 20 Euros.  Pero el gesto de Jesús mantiene su fuerza como invitación a combatir toda forma de exclusión por razones de “pureza” étnica, social o religiosa.  Hace más de quince años, un filósofo francés de origen judío, Bernard-Henry Lévy, escribió una denuncia de “Las purezas peligrosas”.  Se refería al peligro de pretender “limpiar” una sociedad eliminando a quienes por alguna razón resultan indeseables.   En esa categoría, a lo largo de la historia, han entrado judíos, cristianos, gitanos, armenios, homosexuales, negros, minusválidos, extranjeros, musulmanes.  Cuando por motivos políticos o religiosos se pretende “barrer” a los indeseables, hay graves motivos para temblar.  No es un lenguaje anodino.  Detrás asoma ya el integrismo más odioso, la locura de la pureza.

Tocar a un leproso, comer con los pecadores, saltarse las normas de pureza legal, fueron gestos de Jesús para resaltar la amplitud universal del evangelio.  Lo entendieron  así los apóstoles abriendo las puertas de la iglesia a toda persona, sin distinción.  En el camino de Damasco Pablo no sólo descubrió a Cristo, sino que abrió los ojos a un mundo en el que toda persona tenga “libre acceso, esto es, libertad o derecho para acceder, al Padre en un mismo Espíritu” (Efesios 2,18).  Sin someterse a las costumbres judaicas, toda persona tiene libre acceso a la “ciudadanía de Israel”, y nadie ha de ser menospreciado como si fuera “ajeno a las alianzas de la promesa” (Efesios 2,12).

La primera lectura es reflejo del mundo antiguo en el que raza, religión y política eran realidades correlativas.  Hasta el día de hoy el judaísmo sigue obsesionado con su ritual de pureza, “kosher, kashrut”.  Se aplica a los alimentos, al cuidado de las casas, a la relación entre los esposos.  Pero de lo puramente ritual se salta fácilmente a lo moral. 

Judíos ilustrados dirán que es propio de una persona inteligente saber distinguir, porque no todo da lo mismo, no todo es igual.  Pero por este camino, se llega fácilmente a la conclusión de que no todas las personas son iguales.  Que un indigente que pasa la noche tumbado en un banco puede servir de diversión para gente sin escrúpulos.  Total, era un mendigo, ¿por qué no divertirse rociándolo de gasolina y prendiéndole fuego?

Ante la negación de la barbarie nazi contra los judíos, como ante la barbarie del ejército israelí contra la población palestina, y no solamente la de Gaza, sino también la de los despectivamente denominados “territorios”, hay que defender el respeto a toda persona en plan de igualdad.  Gandhi vio las cosas con toda claridad, cuando dio a los miembros de la clase inferior, a los parias, el noble título de harijan, “pueblo de Dios”, un título que hace honor también a la enseñanza del evangelio.

Lo suscribiría un israelita de mente abierta y dialogante, André Chouraqui:  “El nuevo Israel debe hoy integrar no solamente a todos los judíos, a todos los musulmanes, a todos los cristianos, sino también a toda persona que escucha y pone en práctica la voluntad de paz y amor ...  Los israelitas no tendrán otra elección que contribuir a reconciliar a la humanidad con el ideal de la unidad en el amor ...  Judíos, cristianos, musulmanes deben dejar de afirmar la supremacía de una religión sobre las otras, ya que la única supremacía es ponerse al servicio universal de los más pobres y abandonados para crear todos juntos un mundo digno del Creador de toda la humanidad”.