1 de marzo.
Primer Domingo de Cuaresma

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PRIMERA LECTURA

Lectura del libro del Génesis 9, 8-15.

Dios dijo a Noé y a sus hijos: «Yo hago un pacto con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañaron: aves, ganado y fieras; con todos los que salieron del arca y ahora viven en la tierra.  Hago un pacto con vosotros: el diluvio no volverá a destruir la vida, ni habrá otro diluvio que devaste la tierra.»

Y Dios añadió: «Ésta es la señal del pacto que hago con vosotros y con todo el que vive con vosotros, para todas las edades: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra.  Cuando traiga nubes sobre la tierra, aparecerá en las nubes el arco, y recordaré mi pacto con vosotros y con todos los animales, y el diluvio no volverá a destruir los vivientes.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 24.

Antífona: Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad.

Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas:
haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador.

Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. 
Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.

El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores;
hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la primera carta del apóstol San Pedro 3, 18-22

Queridos hermanos:

Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios.

Como era hombre, lo mataron; pero, como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida.
Con este Espíritu, fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados que en un tiempo habían sido rebeldes, cuando la paciencia de Dios aguardaba en tiempos de Noé, mientras se construía el arca, en la que unos pocos –ocho personas– se salvaron cruzando las aguas.

Aquello fue un símbolo del bautismo que actualmente os salva: que no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura, por la resurrección de Cristo Jesús, Señor nuestro, que llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y poderes, y está a la derecha de Dios.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Marcos 1, 12-15

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto.

Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían.

Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.  Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

Comentario a la Palabra:

Esta Cuaresma,
que el Espíritu te lleve de viaje

El Espíritu –literalmente el “soplo”– de Dios empujó a Jesús al desierto, fuera del espacio habitual de las personas, más allá de las calles y los caminos conocidos.

La Carta de Pedro nos cuenta otro viaje de Jesús, más aventurero aún, impulsado también por el Espíritu: “Fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados”. ¡Ese sí que es un destino exótico!

En tiempos de Cristo se creía en la existencia de siete cielos. El primero es lo que nosotros llamamos atmósfera. Lejos de ser un aséptico plano de isobaras, se lo imaginaban como una inmensa tramoya que hace posible los fenómenos meteorológicos: además de las nubes, allí están los depósitos de la lluvia y la nieve, y los silos de los vientos.

Al otro lado de este primer cielo, de carácter físico, se encuentra el segundo, donde están encarcelados los espíritus rebeldes, ángeles que habían desobedecido al Señor.

Más allá está el tercer cielo, el delicioso paraíso terrenal, mencionado por San Pablo en su Segunda Carta a los Corintios (12,2-4); y aún más arriba, los cielos cuarto, quinto y sexto, cada uno con sus extraños habitantes. Finalmente, en el séptimo cielo, se halla el trono de Dios.

Tras el mundo aparente que contemplamos bajo el cielo visible, hay otros habitados por seres invisibles. Si somos capaces de encontrar la sabiduría oculta en esta descripción, nos daremos cuenta que mucho antes que Freud hablara del inconsciente, las antiguas culturas de la Humanidad, entre ellas la judía, sabían que tras la superficie de la vida “real” hay un trasfondo de fuerzas misteriosas.

En su ascensión del lugar de los muertos al trono de Dios, Cristo predica a los “espíritus encarcelados”, a ese lado oscuro que habita todo ser humano y que en el momento menos pensado sacude el tranquilo trascurso de la vida. Él viene a sanar incluso ese fondo misterioso de nuestro ser, que escapa a nuestro control consciente.

En nuestra sociedad, los adultos nos empeñamos en evitar que los niños se expongan a las dimensiones más oscuras de la existencia: el sufrimiento, la muerte, la injusticia,… pero ellos nos sorprenden convirtiendo en best-sellers los libros de Harry Potter, una serie cuyo argumento gira en torno a la lucha de su joven héroe contra Lord Voldemort, el Señor de las Tinieblas. Los magos de la saga, como las gentes de nuestra cultura, evitan mencionarle o se refieren a él como “quien-tú-sabes”.

Unas décadas atrás, cuando yo era un adolescente, la Guerra de las Galaxias se convertía en un fenómeno mundial. “No menosprecies el poder del lado oscuro”, le decía Darth Vader a Luke Skywalker.

Ambas series de ficción describen el mal con realismo, y evitan retratarlo como absolutamente horrendo y repelente. El reverso tenebroso trata de seducir a Luke, como había hecho con éxito con su padre Anakin. Lord Voldemort intenta introducirse en la mente de Harry Potter para persuadirle a unirse a su maléfica causa.

El mal existe. A veces es brutal y violento; otras, sutil y seductor. Conoce nuestros puntos débiles y los manipula con inteligencia para llevarnos a “hacer lo que detesto” (Rom 7,15), a minar la esperanza que es la vida del alma.

En tiempos de bonanza, la tentación es creer que el mal no existe, que hagamos lo que hagamos, todo va a ir siempre bien. De este modo, reina de la frivolidad. Todo vale y nada merece el precio del esfuerzo.

En tiempos de crisis, sin embargo, la tentación es creer que el mal no tiene remedio, que es más fuerte que nosotros.

Jesús se marcha al desierto para luchar contra el mal, y no es que hubiera escasez de malicia en la Ciudad Santa de Jerusalén. La fuerza del lado oscuro cuenta allí no con espectros inmateriales, sino con personas de carne y hueso mucho más eficaces: Pilatos y el Sumo Sacerdote, absorbidos por el afán de mantener el poder a cualquier precio, van a crucificar al Hijo de Dios.

Antes de iniciar su misión, Jesús se marcha al desierto, al lugar de la soledad, porque allí el mal se presenta sin disfraces, con esa misma nitidez de las narraciones míticas. El desierto es su campo de entrenamiento, y el Espíritu le empuja a ir allá.

Nosotros somos también convocados hoy a una lucha. Jesús mismo nos invita a la conversión. La Cuaresma es para nosotros el campo de entrenamiento.

Es un tiempo fuerte. No perdamos el tiempo culpabilizándonos inútilmente. Son cuarenta días preciosos para crecer en libertad:

El Espíritu está deseando guiarnos por este viaje de cinco semanas y cinco días. Es una aventura. Desenmascaremos los parásitos que succionan nuestra alegría: las adicciones pequeñas o grandes, la pereza, el perfeccionismo,…  

No se trata de volvernos puros, sino de ahondar en la bondad, “no consiste en remover la suciedad del cuerpo, sino de pedir a Dios una conciencia buena”. (La traducción oficial trae “conciencia pura” donde el original dice syneidesis agathês “conciencia buena”, curioso).

En un experimento organizado por un periódico, el violinista Joshua Bell tocó con su Stradivarius algunas de las piezas más hermosas de su repertorio durante la hora punta en el metro de Washington. Muy pocos se pararon a escuchar. No se formaron corrillos, nadie le reconoció. En Cuaresma, vivamos atentos a la belleza: El arco iris es el signo de que Dios ha puesto un límite al mal.