8 de marzo.
Segundo Domingo de Cuaresma
Primera Lectura
Lectura del libro del Génesis 22, 1-2. 9-13. 15-18.
En aquellos días, Dios puso a prueba a Abrahán, llamándole: «¡Abrahán!»
Él respondió: «Aquí me tienes.»
Dios le dijo: «Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, en uno de los montes que yo te indicaré.»
Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Entonces Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: «¡Abrahán, Abrahán!»
Él contestó: «Aquí me tienes.»
El ángel le ordenó: «No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo.»
Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo.
El ángel del Señor volvió a gritar a Abrahán desde el cielo: «Juro por mí mismo –oráculo del Señor-: Por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de las ciudades enemigas. Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido.»
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 115.
Antífona: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Tenía fe, aun cuando dije: “¡Qué desgraciado soy!”
Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles.
Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas.
Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor.
mpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo,
en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 8, 31b-34.
Hermanos:
Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros?
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Marcos 9, 2-10.
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.
aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Estaban asustados, y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: «Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.»
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos.»
Comentario a la Palabra
“Hasta que el Hijo del Hombre
Resucite de entre los Muertos”
El evangelio de san Marcos destaca intencionadamente el aspecto humano de Jesús. Hasta el título para referirse a Él como “Hijo del Hombre” subraya este aspecto. Es un título que sirve genéricamente para designar a una persona e incluso, con una expresión algo vulgar, a todo hijo de vecino.
Pero el evangelista no olvida poner también de relieve que en Jesús brillaba la luz de su divinidad. Expresar algo tan sobrehumano, fuera del alcance de nuestra percepción normal, es lo que explica que el evangelista haya colocado la Transfiguración como un punto central en el camino de Jesús. No es sólo la anticipación de la gloria que brillará en su Resurrección. La Transfiguración sobre una alta montaña pretende dar una visión más elevada de lo que se intuía a través de la humanidad de Jesús.
La escena está rodeada de reservas, narrada con intencionado secretismo. Los discípulos, invitados a participar de aquella experiencia, “estaban asustados” y Pedro “no sabía lo que decía”. Para colmo, todo debería quedar envuelto en misterio hasta después de la Resurrección.
No podemos entrar a investigar qué es lo que realmente sucedió. Pero suponemos con razón que fue una de las múltiples experiencias místicas en que Jesús, en contacto con lo sobrenatural, dejaba traslucir su relación con la divinidad. Seguramente muchas personas religiosas pueden comprender qué significa esa relación íntima con Dios. Y de manera más amplia casi todas las personas auténticas han experimentado algún momento feliz de iluminación o revelación.
Así imaginamos la revelación que se atribuye a Moisés. O también la revelación sobre la misma montaña, que se concede a Elías para modificar su profetismo guerrero. Dios no estaba ni en el huracán ni en el terremoto ni en el fuego, sino en el susurro de una brisa suave (1 Reyes 19,11-12). En el fondo de la historia israelita alienta la experiencia religiosa de los que la tradición ha revestido con valor modélico.
Ambos personajes, Moisés y Elías, aparecen juntamente con Jesús como para confiarle llevar a término la misión que ellos representan. Moisés es el caudillo de la liberación. Elías es el profeta debelador de la idolatría. Sin oposición, sin cesura, Jesús aparece en la misma línea para continuar la tarea que ellos emprendieron.
El halo de misticismo que envuelve a Jesús es el que los discípulos descubrirán de nuevo en el momento de la Última Cena. Con la intensidad de la despedida, a través de palabras que tienen todo el valor de un testamento espiritual, con gestos conocidos de la práctica judía de la celebración de la Pascua, Jesús “transfigura” el pan y el vino en sacramento de su memoria.
Es “misterio de fe”, según las palabras que pronuncia el celebrante después de la consagración. Y es misterio que no se reduce a una trasmutación del pan y del vino sino que afecta a la transfiguración que se verifica cuando se actualizan los gestos y palabras de Jesús en la Cena.
Participar en la eucaristía significa asentir a la llamada que a nosotros se nos dirige para que entremos por medio de Jesús en una relación familiar con Dios. Las relaciones en familia, con la madre y el padre, tienen un valor particular, pues crean una relación en la que directamente uno aparece como es: con su amor en respuesta al amor recibido, como perdón seguro cuando no ha habido correspondencia, como acogida confiada cuando volvemos al hogar.
Jesús, presentado como el “Hijo amado” nos incluye a nosotros en su misma condición, invitándonos a vivir una filiación familiar con Dios. Es el reto que hoy recibimos para intentar esa comunicación con Dios, por encima de nuestras sensaciones a ras de tierra.
Las lecturas que hoy preceden a esta revelación original no son las adecuadas. El sacrificio de Abrahán ha sido mal interpretado en todos los tiempos en los que parecía normal que los padres decidieran el destino de sus hijos. Se dejó de leer el relato hasta el final, cuando expresamente se le dice a Abrahán que Dios no quiere aquellos sacrificios habituales en los pueblos vecinos. Que para organizar carnicerías sacras, sobra con los animales. Y, todavía más, que aquellos mismos sacrificios animales respondían a una idea falsa de Dios, como si fuera una divinidad sedienta de sangre. Escuchar la palabra de Jesús incluye rechazar toda imagen de una divinidad cruel e insaciable de vidas inocentes.
El texto de la carta a los Romanos todavía es peor. Hoy esa imagen del no perdonar ni al propio hijo se repite cuando las madres palestinas se enorgullecen de sus hijos mártires suicidas por fidelidad al islam. Hoy no podemos dar pie a esa deformación de la imagen bíblica de Dios. La teología no puede seguir repitiendo palabras que destruyen la condición propia del “hijo amado”. Amor al hijo exige respetar su vida, ayudarle a ejercer su personal responsabilidad.
Sin tiendas sobre la montaña de la Transfiguración, sí es bueno que nos quedemos allí, que no perdamos ese momento de gracia. La revelación del rostro profundo de Jesús dio un color de victoria, el blanco cegador, más blanco que el que podamos imaginar, al aspecto exterior de Jesús. Entrar en la nube de la revelación significa entrar en esa comunión con Dios que nos traslada a una visión distinta de lo que ya somos, pero sobre todo de lo que esperamos como transformación de nuestra misma humanidad, más allá del decaimiento, de la disolución, del retorno al polvo de donde salimos.