28 de marzo.
Quinto Domingo de Cuaresma

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de Jeremías 31, 31-34.

«Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva.

No como la que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: ellos quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor –oráculo del Señor-.

Sino que así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días –oráculo del Señor-: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.

Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: "Reconoce al Señor"

Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande –oráculo del Señor-, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 50.

Antífona: Oh Dios, crea en mí un corazón puro.

Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa,
lava del todo mi delito, limpia mi pecado.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.

evuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la carta a los Hebreos 5, 7-9.

Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado.
Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.  Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 12, 20-33

En aquél tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús.»

Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.

Jesús les contestó:

«Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre.
Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto.  El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna.  El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará.
Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora.  Pero si por esto he venido, para esta hora.  Padre, glorifica tu nombre.»

Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.»
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.

Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros.  Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echa

o fuera.  Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.»
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

Comentario a la Palabra:

La Hora de la Glorificación

Andrés y Felipe, dos de los Apóstoles que conservaban su nombre griego, hacen de intermediarios de “algunos griegos” que quisieran “ver a Jesús”.  El evangelio no da más detalles sobre estos griegos ni tampoco sobre el cumplimiento de su petición.  Podían ser griegos simpatizantes del judaísmo, cristianos de origen griego, judíos de cultura griega.

“Ver a Jesús” es una expresión que hemos de entender en sentido pleno: querían conocer quién era realmente Jesús.  Por eso sigue un monólogo de revelación en el que Jesús se refiere al punto crucial de su relación con Dios, el Padre.  El monólogo, que se prolonga hasta final del capítulo 12, combina el conocimiento de la naturaleza de Jesús con temas fundamentales del evangelio de san Juan:  la gloria, el nombre, la luz.

“Gloria” es un atributo tanto de Dios como de Jesús.  Como traducción del término hebreo kabod, significa la manifestación de la divinidad tal como puede ser percibida por la experiencia humana.  Gloriosa es la visión inaugural de Isaías, al comienzo de su vocación, cuando a la triple alabanza de la santidad divina responde la tierra “llena de su gloria” (Isaías 6,3).  Es una manifestación del poder de Dios que puede ser visto en las acciones prodigiosas que jalonan la historia de Israel.  Y que sobresale entre las cualidades que brillan en la persona, “coronada de gloria y dignidad” (Salmo 8,6).  Ésta será una gloria participada.  Es claro que no todas las personas son igualmente gloriosas.

El recurso a la “gloria” para aclarar quién era realmente Jesús está tomado de la segunda parte del libro de Isaías.  Aunque allí se dice expresamente que Dios “no cede su gloria a otro” (Isaías 42,8; 48,11), estos oráculos sirvieron a los primeros “profetas” cristianos para explicar el cumplimiento de la predicción de “novedades y secretos inauditos” que naturalmente los destinatarios originales de la predicación del Déutero-Isaías no podían ni imaginar (Isaías 48,5-8).

El prólogo del cuarto evangelio recoge ya la afirmación de que los discípulos “contemplaron la gloria (de la Palabra morando entre los hombres), que Él recibe del Padre, como Unigénito, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1,14).  Esa gloria se manifiesta en el primera intervención extraordinaria de Jesús en la boda de Caná (Juan 2,1-11).  De manera más evidente, en la resurrección de Lázaro, después de una enfermedad que no era “de muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”.  Con un cierto retintín se le asegura a Marta:  “¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios” (Juan 11,3. 40).

El evangelio de hoy es como una consecuencia de este milagro, que llama la atención por ser un hecho prodigioso, que no relatan los otros evangelistas y que, sin embargo, el cuarto evangelio presenta como desencadenante de la condena de Jesús.

Sobre ese trasfondo se proyectan las afirmaciones más radicales sobre la naturaleza auténtica de Jesús como partícipe de la misma gloria del Padre.  En la aclaración de quién es Jesús no se puede obviar la referencia a la crucifixión.  Pero en un orden distinto al que nosotros generalmente hemos escuchado.  En el evangelio la imagen dominante es la resurrección, la experiencia de Cristo glorioso.  También en el evangelio de Lucas que, en el diálogo con los de Emaús, refleja rasgos de la cristología más antigua:  “¿No era necesario que el Mesías padeciera eso para entrar así en su gloria?” (Lucas 24,26).  En nuestra catequesis tradicional se insiste de tal forma en la pasión que casi ni llegamos a la gloria del Resucitado, abatidos por la compasión.

Seguramente que alguna vez hemos encontrado personas que saben entregarse a fondo en el servicio a los demás y que lo hacen con tal naturalidad y plenitud interior que irradian una forma de ser por encima de la reacción habitual en la mayoría de la gente.  Esas personas demuestran la eficacia del camino seguido por Jesús.  Frente a una forma de autorealización focalizada en el propio yo, Jesús y sus seguidores proponen una vía indirecta: quien pone el amor servicial al prójimo por encima del amor egoísta de sí mismo, recupera el valor auténtico de su vida.  Quien se entrega a los demás, da un significado eterno a su vida, alcanza ya el esplendor de la gloria.

Con un corazón limpio es dado ver a Dios, ver a Jesús.  La primera lectura nos recuerda una anticipación de la “nueva alianza”, que para nosotros tiene sentido pleno por acción de la gracia.  En el texto original, el anuncio de una relación nueva con Dios, que supere el marco de la ley exterior, atribuida a Moisés y reforzada con promesas de bienestar material, es un problema para los intérpretes.  Parece simple utopía.  Esta alianza es tan comprensible y tan humana que muchos intérpretes de los textos proféticos no saben qué hacer con tan fabuloso anuncio y, por muchos caminos, pretenden desvirtuarlo.  Para los cristianos es la voz con que Dios proclama su amor e invita a todos al seguimiento del estilo de vida marcado por Jesús, “desde el pequeño al grande”, ya que ahora ante Dios todos pueden sentirse perdonados y amados.  El seguimiento de Jesús tal como Él nos lo pide y facilita realiza en nosotros una decisiva transformación antropológica.  En el interior de la persona resuena una invitación que no se impone por presión, sino que se acepta con amor.  Ni siquiera conserva valor decisivo el sabernos pecadores, porque Jesús ha quitado su vigor maléfico al “príncipe de este mundo”.

Igual que el Crucificado mantiene la gloria del Resucitado, pues como Resucitado nos salva, quien sigue el impulso de la ley interior del Espíritu participa de la gloria de la Resurrección.  Sin atender a méritos, sin obsesión de cumplimiento minucioso de la letra de la ley, quien sigue este camino al que nos invita el Señor, participa ya de su gloria.
La voz que resuena desde el cielo anunciando la gloria del Señor, que camina hacia la cruz, no era por Él, sino por nosotros.