26 de abril. Tercer Domingo de Pascua

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 3, 13-15. 17-19.

En aquellos días, Pedro dijo a la gente:

El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y rechazasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo.

Rechazasteis al santo, al justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos.

Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia, y vuestras autoridades lo mismo; pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por los profetas, que su Mesías tenía que padecer. Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados.

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 4.

Antífona: Haz brillar sobre nosotros el resplandor de tu rostro.

Escúchame cuando te invoco, Dios, defensor mío;
tú que en el aprieto me diste anchura,
ten piedad de mí y escucha mi oración.

Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha,
si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?»

En paz me acuesto y en seguida me duermo,
porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la primera carta del apóstol San Juan 2, 1-5a.

Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis, pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo.

Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.

En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: «Yo lo conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está con él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.  En esto conocemos que estamos en él.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 24, 35-48.

En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.

Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros.»

Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma.  Él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona.  Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.»

Dicho esto, les mostró las manos y los pies.  Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo de comer?»

Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado.  Él lo tomó y comió delante de ellos.  Y les dijo: «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»

Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras.  Y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.  Vosotros sois testigos de esto.»

Comentario a la Palabra

“Vosotros sois Testigos de Esto”

La afirmación de la Resurrección de Jesucristo suscita muchos interrogantes, como revela el evangelio de hoy.  El hecho de la Resurrección fue combatido por los círculos judíos y fue ridiculizado en Atenas (Actos 17,32).  Las divergencias de los textos del Nuevo Testamento abren la pregunta sobre lo que realmente sucedió.  Mientras que el dato de la tumba vacía hace pensar en una resurrección corporal, las apariciones  suponen, en cambio, que de manera incórporea Jesús podía hacerse presente en locales cerrados, que su apariencia era distinta, pues no le reconocían quienes lo habían conocido en vida.  Tampoco hay acuerdo en el orden y sucesión de las apariciones, ni siquiera en su localización geográfica (Jerusalén o Galilea).

La aparición a los discípulos responde a la intención apologética de confirmar la realidad de la Resurrección.  En un primer momento se reprocha a los Apóstoles su incredulidad.  A continuación el evangelista disculpa sus dudas como consecuencia de la alegría: no podían creer por la alegría de tan inesperada noticia.  Para confirmar su fe, Jesús come con ellos, cambiando el sentido del banquete pascual en favor de la demostración apologética.  De hecho, la intención apologética aparece en otros detalles, sin que por eso haya que pensar que se trata de relatos fabricados al efecto.  Jesús parece conocer las reservas de los discípulos y por eso les asegura “que no es un fantasma”, “porque un fantasma no tiene carne y huesos” (prueba excesiva).  Como prueba mayor de la realidad del Resucitado, Jesús les presenta las manos y los pies, sin aludir a las heridas de los clavos y menos aún a la del costado, porque Lucas no menciona la lanzada.

Cómo se originó la fe en la Resurrección de Cristo sigue siendo un enigma.  Es difícil admitir que bastó ampliar el esquema de sufrimiento-muerte-exaltación, tomado del Antiguo Testamento.   No es razonable pensar que la afirmación de la realidad de la Resurrección sea sólo una forma de superar el drama de la crucifixión.   La exaltación de Jesús a partir de la Resurrección no tiene parangón posible con la exaltación de ningún otro ser humano.   Los intentos por explicar razonablemente el origen de esa fe tan firme en el testimonio central del Nuevo Testamento tienen algo de patético.  Ni en el Antiguo Testamento ni en la tradición judía se afirma que el Mesías tuviera que pasar por un padecimiento tan extremo y degradante como el que sufrió Jesús.  De ahí el intento de buscar en los cánticos de Isaías sobre el sufrimiento del pueblo en el destierro alguna justificación del camino del Mesías-Siervo hasta la Cruz.  En esa interpretación el evangelista san Lucas hace intervenir nada menos que al mismo Jesús tanto en el camino a Emaús como en la aparición de hoy a todos los discípulos.

El grupo de los primeros creyentes no pudo tomar ante la Resurrección distancia suficiente para darnos un relato objetivo.  A pesar de los intentos “historizantes” de la apologética, los textos son, ante todo, “confesiones” de testigos comprometidos con su fe.  Por eso en los relatos se mezclan temas de diverso valor: entusiasmo del creyente, aclamación, confesiones litúrgicas y, sobre todo, el tono proclamatorio del anuncio del evangelio (kerygma).  A esta variedad de géneros, hay que añadir el estilo propio de las teofanías o apariciones de la divinidad, sobre todo en forma de angelofanías y cristofanías.  No faltan ni siquiera el estilo catequético de algunos relatos ni el estilo apocalíptico con que se narra la conmoción cósmica ante la muerte de Jesús (Mateo 28,2-3).

Tenemos, sin embargo, la certeza de algo extraordinario acaecido en la mañana del Domingo.  Hay que atender más al hecho en sí que a los detalles.  La Resurrección no estaba preparada.  En un primer momento parece que los discípulos no saben qué hacer con aquel fenómeno inesperado.  Los evangelistas expresan esa incertidumbre mediante el “temor” o respeto reverencial ante algo que, por su magnitud, les sorprendió desprevenidos.  La Resurrección exigió un cambio en los planes de futuro, como indica el “regreso” de los dos de Emaús, dando marcha atrás para regresar a Jerusalén.   Pero exigió también un esfuerzo de interpretación teológica, como se advierte en la diversidad de respuestas o explicaciones así como en la necesidad de introducir ángeles reveladores.

Los testigos de la Resurrección nos predican al Crucificado, pero no en cuanto tal, sino ya como Resucitado.  En esta fe pascual de los discípulos – único acontecimiento accesible a la comunidad creyente posterior – encuentra su expresión la convicción de los discípulos de que la muerte de Jesús no fue una muerte cualquiera, que la muerte de Jesús fue más importante que la de cualquier otro ser humano, incluso más importante que la muerte de Jesús de Nazaret, por paradójico que esto nos suene.   Porque en realidad fue la muerte de Cristo, esto es, la del que era predicado como Resucitado.  La Resurrección puede juzgarse un hecho histórico, porque puso en marcha un nuevo proceso histórico orientado al futuro no al pasado, un proceso basado en la esperanza de la resurrección.   Con la promesa de un mundo mejor, de justicia y de verdad, se pone históricamente en crisis el mundo presente.  Salvados en esperanza, no podemos encontrar satisfacción en ninguna de las realidades presentes, las cuales en todo caso, incluso cuando se trata de la vida en el Espíritu, no son sino arras o promesa anticipada de futuro.  La historia no se origina a partir del pasado, verificable o no, sino a partir del futuro.

Este lenguaje no sería más que falsa ilusión o puro juego de palabras, si no contáramos con los datos históricos del cambio que los llamados a ser “testigos de esto” llevaron a cabo.  Proponían entrar en un ámbito de fe – y, consiguientemente, también de visión de la sociedad – que rompía la estratificación de la sociedad romana.  “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Romanos 10,9).  Se ofrecía la posibilidad de una forma nueva de ser, como “ser en Cristo”:  “Quien está en Cristo, es una nueva creación;  pasó lo viejo; todo es nuevo” (2 Corintios 5,17).