10 de mayo.
Quinto Domingo de Pascua
PRIMERA LECTURA.
Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 9, 26-31.
En aquellos días, llegado Pablo a Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, pero todos le tenían miedo, porque no se fiaban de que fuera realmente discípulo. Entonces Bernabé se lo presentó a los apóstoles.
Saulo les contó cómo había visto al Señor en el camino, lo que le había dicho y cómo en Damasco había predicado públicamente el nombre de Jesús.
Saulo se quedó con ellos y se movía libremente en Jerusalén, predicando públicamente el nombre del Señor. Hablaba y discutía también con los judíos de lengua griega, que se propusieron suprimirlo. Al enterarse los hermanos, lo bajaron a Cesarea y lo enviaron a Tarso.
La Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaria. Se iba construyendo y progresaba en la fidelidad al Señor, y se multiplicaba, animada por el Espíritu Santo.
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 21.
Antífona: El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.
Cumpliré mis votos delante de sus fieles.
Los desvalidos comerán hasta saciarse,
alabarán al Señor los que lo buscan:
viva su corazón por siempre.
Lo recordarán y volverán al Señor
hasta de los confines del orbe;
en su presencia se postrarán
las familias de los pueblos.
Ante él se postrarán las cenizas de la tumba,
ante él se inclinarán los que bajan al polvo.
Me hará vivir para él, mi descendencia le servirá,
hablarán del Señor a la generación futura,
contarán su justicia al pueblo que ha de nacer:
todo lo que hizo el Señor.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la primera carta del apóstol San Juan 3, 18-24.
Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras.
En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo.
Queridos, si la conciencia no nos condena, tenemos plena confianza ante Dios. Y cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada.
Y éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó.
Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él; en esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 15, 1-8.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador.
A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto.
Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid,
así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros los sarmiento; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada.
Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca;
luego los recogen y los echan al fuego, y arden.
Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará.
Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»
Comentario a la Palabra:
Hay una felicidad en dar fruto
Felicidad es una palabra ambigua, pues puede tener tantos contenidos como personas: irme de vacaciones al Caribe, comprar un estupendo coche o que gane mi equipo de fútbol pueden ser objetivos acariciados como puertas que abren el acceso a la dicha. En tiempos de crisis podemos mirar a la seguridad en un puesto de trabajo y la capacidad de seguir pagando una hipoteca como condiciones para ese mínimo de felicidad, cuya pérdida nos atemoriza.
La imagen del evangelio de hoy, la de la viña y los sarmientos, nos dice algo diferente: Hay una felicidad en dar fruto.
Hay un hondo deseo en toda persona a desplegar los propios dones, cultivarlos hasta hacerlos fructificar. El talento depositado en cada uno es una responsabilidad, pero ante todo un impulso que tiene su propia fuerza. Quedarse detenido en su desarrollo nos frustra como pocas cosas en la vida: ahí está, más allá de lo puramente económico, el drama humano del desempleo.
El evangelio nos dice que no estamos solos en ese deseo, que cuando dejamos pasar a través de nosotros esa energía creadora que nos lleva a dar frutos, corre en nosotros la misma savia de Cristo.
“A todo el que da fruto lo poda”. Esta frase suena de entrada como una contrapartida a la buena noticia de los frutos. Nos trae el miedo a una amputación, a un recorte de lo que somos. Pero si miramos el texto original, la palabra griega que se traduce por “podar” katháirei significa “remover lo superfluo” o “limpiar”, es decir, eliminar las adherencias, pérdidas y bloqueos que impiden que la savia se aproveche.
Sí, la vida nos poda. Nos muestra que nuestras energías son limitadas y que si queremos dar fruto, hay que optar.
Por si aún estamos encogidos por la amenaza de la poda, Jesús nos asegura que ésta ya se ha producido. La limpieza ya ha tenido lugar: “vosotros ya estáis katharoi por las palabras que os he hablado” (katháirei y katharoi tienen la misma raíz, esta resonancia se pierde en la traducción). El pasaje de hoy tiene su contexto en la Última Cena, en la que Jesús ha lavado los pies a sus discípulos.
La “limpieza” de la que nos habla el evangelio no es una pureza entendida como perfección sin tacha. No se trata de empeñarnos en una limpieza moral o espiritual que nos aleja de la vida. Se adquiere al dejarnos servir por Jesús, que no ha venido a juzgar sino a curar.
No se trata de una amputación, sino de un vivir alimentados por la savia que nos nutre y busca expresarse en frutos. No nos exime de luchar, pero esta lucha no será un inútil golpearse a sí mismo, sino una escucha atenta a las necesidades del mundo, de aquellos que me rodean y también de mí mismo. Un negarse a “gastar en lo que no alimenta”, y así vivir relajadamente centrados, dejando pasar a través de nosotros esa savia destinada a dar frutos.
¿Pero qué es dar fruto? La creación de riqueza por medio del trabajo es algo que viene enseguida a la cabeza, pero estas palabras de Jesús señalan a algo más.
El pan y el vino son los símbolos esenciales de la Eucaristía. En las culturas del Mediterráneo, el pan es el alimento cotidiano, la comida sencilla de todos los días y de todas las clases sociales. Apunta a lo más básico de la vida. El vino, en cambio, no es una necesidad alimentaria; simboliza la sobreabundancia y la fiesta.
El fruto de la vid, del que habla el Evangelio, no es el pan ganado con el sudor de la frente, imprescindible para sobrevivir, apunta a algo más: El vino es signo de la fiesta que Cristo ha venido a traer sobre la tierra.
Ya los profetas hablaban de un banquete de vinos generosos como la señal de los tiempos mesiánicos. El primer “signo” de Jesús según el Evangelio según San Juan es convertir el agua en vino en las bodas de Caná…
… Según estaba terminando esta homilía, salí a dar una vuelta. Una mujer inmigrante y sin empleo me pidió algo para comer y, si fuera posible, un billete de metro para poder ir al médico. ¿Es una frivolidad hablar de vino y fiesta en los tiempos que corren? ¿O lo necesitamos ahora más que nunca?
Un hermano de Taizé me contaba este verano que el Hermano Roger, en los duros años de la posguerra, invitaba a hacer fiesta a los vecinos del pueblo, aun cuando todo lo que tenía para ofrecer era un poco de pan y unos huevos.
El fruto del que habla el evangelio está en las antípodas de la acumulación de riqueza, del triste intento de amarrar el futuro engrosando la cuenta corriente. Es una llamada al compartir que enciende la fiesta, que es el verdadero destino del ser humano.
Hay cosas que hacen que haya más vida en la vida, que la Resurrección pueda hacerse presente no sólo más allá, sino también más acá de la muerte.
Esa es la fiesta de los frutos, que bien merece nuestra lucha.