20 de septiembre.
Domingo XXV del Tiempo Ordinario

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de la Sabiduría 2, 17-20.

 Se dijeron los impíos: «Acechemos al justo, veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida. Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 53.

Antífona: El Señor sostiene mi vida.

Oh Dios, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder. 
Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras.

Porque unos insolentes se alzan contra mí,
y hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a Dios.

Pero Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida. 
Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno. 

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la carta del apóstol Santiago 3, 16—4,3.

Queridos hermanos:

Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males. La sabiduría que viene de arriba ante todo es pura y, además, es amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera. Los que procuran la paz están sembrando la paz, y su fruto es la justicia ¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis; matáis, ardéis en envidia y no alcanzáis nada; os combatís y os hacéis la guerra. No tenéis, porque no pedís.  Pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones.

EVANGELIO.

Lectura del Santo Evangelio según San Marcos 9, 30-37.

 En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos.  Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.»

Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.

Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?»

Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante.  Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»

Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»  

 

Comentario a la Palabra

Acoger a un Niño,
Acoger el Reino de Dios

La relación entre Jesús y los niños ha dado pie a la promoción de la infancia espiritual.  Para acoger el Reino de Dios habría que hacerse niño, empequeceñerse, humillarse.  La humildad sistemática llegó a ser considerada como una de las mayores virtudes cristianas.

El texto del evangelio que hoy leemos no entiende así las palabras de Jesús.  No se trata de hacerse niño, sino de acoger a Dios como Rey, situarlo en el centro de nuestra vida, de modo semejante a lo que padre y madre tienen que hacer cuando esperan y luego reciben al hijo cuando nace.  En ambos casos se crea una situación nueva que obliga a estructurar de forma nueva el ritmo de la vida familiar.  El niño que nace se convierte literalmente en el centro de la familia, en un rey y a veces también en tirano. 

Con Dios pasa algo similar.  Concederle el lugar central que exige su condición de Rey que viene a reinar, obliga a abrir el ámbito de la vida, consintiendo que todo en adelante gire en torno a Él.  Es una alegría ante el rey que descubre la riqueza de un amor fecundo y una dependencia sin límites ante quien no puede ser ya menospreciado.

Los niños representan en el evangelio de san Marcos al grupo humano que en aquellos tiempos vivía socialmente dejado de lado, expuesto a la enfermedad y a la pobreza, sin medios para valerse por sí mismo.  La niñez aparece afectada por enfermedad mortal, como la hija de Jairo (Marcos 5,22-24. 35-43), expuesta a la posesión de los malos espíritus, como la hija de la cananea (Marcos 5,24-30), a trastornos epilépticos (Marcos 9,14-29), o, más en general, alejada ásperamente del mundo de los adultos (Marcos 10,13-16).

Este último pasaje aclara el sentido de la acogida de un niño como metáfora de la acogida del Reinado de Dios.  Tanto Marcos 10,15 como el texto paralelo de Mateo 18,17 favorecen el sentido de “acoger el Reino como a un niño”, no como un niño.  El término griego paidíon  es en ambos lugares acusativo, no sujeto del verbo “acoger” sobreentendido.

La actitud de los discíplos, discutiendo por el camino sobre el honor del más grande en la comunidad cristiana, es la caricatura del gesto de Jesús acogiendo, abrazando y enmarcando a un niño en el puesto de honor.  Aquí sí que no se trata ya de hacerse simple, humilde y sencillo como un niño.  El gesto de Jesús indica que el lugar de precedencia en la Iglesia corresponde a quienes en ellos mismos contaban y cuentan poco, ya que no tienen medios para hacer valer sus derechos.

Encontramos una inversión de nuestros criterios de honor y además una aceptación del principio básico de la alteridad como medida de la justicia que soñaban los profetas y que Jesús hace suya.  El problema de los derechos humanos no está en cómo quienes tenemos derechos reconocidos ampliamos más la protección de nuestro campo de favor, sino en cómo logramos que esos derechos lleguen también a quienes no tienen ningún derecho o los tienen muy limitados en su propio ambiente.

En este contexto suena a blasfemia defender el “derecho” al aborto contra un ser humano indefenso.  El abandono de los recién nacidos o de los niños pequeños en el hogar o en el auto mientras los padres se han ido al trabajo o a la feria del pueblo, son la negación de la conducta que el evangelio ha querido recordar como propia de Jesús. 

Las palabras a veces se transforman al correr de boca en boca.  Jesús habló de la niñez y del Reino de Dios.  Unos lo entendieron de una manera y otros de otra.  Pero lo que está claro y a los discípulos les llamó la atención es que Jesús mantuvo una actitud acogedora de los niños en contra de una práctica social que generalmente los dejaba de lado.

Acoger a los niños abandonados ha sido una actividad que hasta hoy revela un deseo de imitar el ejemplo de Jesús.  Los orfanatos católicos siguen siendo un puerto de salvación para quienes no han tenido la dicha de ser acogidos en la propia familia.  Pero hace falta una transformación interior para sustituir a los padres.  La triste y cruel experiencia de los orfanatos irlandeses a lo largo del siglo pasado demuestra la necesidad de esa purificación interior. 

Es posible que más de una persona que falló en su misión de acogida arrastrase una experiencia funesta de su infancia en el seno de la propia familia.  No hay derecho a tratar a los niños con los antiguos métodos de no pocas instituciones cristianas.  Como tampoco hay razón para reconocer porque sí, como si fuera un derecho, que cualquier persona, cualquier pareja humana vea reconocida su exigencia de poseer sus propios niños.

Diariamente desde hace años visito la UCI pediátrica de un hospital cerca de la parroquia.  En medio del dolor y la impotencia ante los recién nacidos que no logran casi ni abrir los ojos a este mundo y ante los padres que se preguntan el porqué de tanto dolor, hay otra vivencia positiva.  Médicos y enfermeras se inclinan con profesionalidad y con amor ante nacidos muy prematuros o con graves deficiencias.  Así logran el milagro de ofrecer un futuro a quienes en otros centros, aún sin tales carencias, se negaría la vida.

“Hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a Dios”, dice un versillo del Salmo 53 que hoy recitamos.  No esperamos que nuestra sociedad comprenda mejor que los discípulos el razonamiento teológico que animaba los gestos de Jesús.  Mientras que Jesús bendecía a los niños y les imponía las manos, los discípulos los espantaban de mala manera (Marcos 10,13).  Las manos de los discípulos hacían daño.  Las manos de Jesús sanaban y devolvían a la niñez el reconocimiento que en aquella sociedad y en la nuestra siguen echando en falta.