14 de febrero.
Domingo VI del Tiempo Ordinario

PRIMERA LECTURA

Lectura del libro de Jeremías 17, 5-8

Así dice el Señor: “Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor.  Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita.  Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza.  Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto”

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 1.

Antífona: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor. 

Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos,
ni entra por la senda de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los cínicos;
sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche.

Será como un árbol plantado al borde de la acequia:
da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas;
y cuanto emprende tiene buen fin.

No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento.
Porque el Señor protege el camino de los justos,
pero el camino de los impíos acaba mal.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 15, 12. 16-20

Hermanos: 

Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno de vosotros que los muertos no resucitan?  Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.  ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 6, 17. 20-26

En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.  Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo:

«Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. 
Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. 
Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. 
Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre.
Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.

Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo.
¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre.
¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. 
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros!
Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas.»

Comentario a la Palabra:

Dichosos los pobres

“Bienaventurados los pobres…” No es la primera ni la segunda vez que escuchamos estas palabras, ¿pero qué quieren decir? Y sobre todo, ¿cómo vivirlas?

En una buena biblioteca de Teología los libros sobre las bienaventuranzas ocupan varias estanterías. Hay sesudas tesis doctorales sobre unas frases que Jesús dirigió a un auditorio compuesto casi enteramente por analfabetos. Pero es que no resulta tan fácil ponerse en el pellejo de esos primeros seguidores de Jesús.

De entrada, está el problema del idioma. ¿Cómo traducir “makarios”, la palabra griega que usa el Nuevo Testamento? ¿O “ashré”, el vocablo arameo que probablemente pronunció Jesús?

La versión más tradicional es “bienaventurados”, término perfectamente correcto en cuanto a significado, pero que hoy nadie utiliza. La gente no va por ahí diciendo: “¡Oh cuán bienaventurados sois!”. Es el tipo de palabra que hace que el lenguaje religioso parezca como de otro planeta.

Porque la gente en tiempo de Jesús sí solía utilizar en su vida corriente este tipo de expresiones que los exegetas llaman “makarismos”.  Eran fórmulas de felicitación o alabanza. Lo más parecido hoy sería: “¡Enhorabuena!” o “Te felicito porque…”.

Traducciones más modernas de la Biblia, – la versión de la liturgia, por ejemplo – han optado por utilizar “dichosos” o “felices” en lugar de “bienaventurados”. Al fin y al cabo, todos queremos ser felices. Lo que no está tan claro es en qué consiste eso de ser feliz.

Los antiguos usaban los makarismos para ensalzar el honor de alguien. Lo del honor parece como otra cosa del pasado, una palabra salida de una película de gladiadores o de samuráis.  En el mundo del Nuevo Testamento, el honor era algo muy importante: expresaba la dignidad de una persona en cuanto socialmente reconocida.

Lo que más preocupaba a aquella gente de aquella época no era la “búsqueda de la felicidad” sacralizada en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, sino el honor, es decir, la propia dignidad y valía; y ésta reconocida por los demás.

Hasta aquí sobre la primera palabra: “Dichosos”; vamos con la segunda: “pobres”. En el original griego de los evangelios encontramos “ptojoi”, un adjetivo que expresa mucho más que la falta de dinero.

De hecho, la lengua griega tiene otra palabra distinta para nombrar a aquellos que aún con pocos recursos económicos llevaban una vida digna – “penetes” – ; pero  Jesús no llama “dichosos” a estos “pobres pero honrados”, sino a los “ptojoi”, aquellos a los que la desgracia les ha privado de todo, hasta de honra: los mendigos, las prostitutas, los niños de la calle, los campesinos sin tierra.

La versión de Lucas de las bienaventuranzas, que hemos leído hoy es, probablemente, más cercana a las palabras originales de Jesús. A diferencia de la versión de Mateo, donde los pobres son “pobres de espíritu” y los hambrientos “hambrientos de justicia”, Jesús se dirige –en segunda persona del plural- a personas que son materialmente pobres, que lloran y pasan hambre de verdad. Les dice: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”. De este modo tan directo y chocante, Jesús que reconoce la dignidad de toda persona, especialmente  la de los considerados por todos como desechos humanos.

Jesús vino a anunciar que todo hombre y mujer tiene la dignidad de ser hijo e hija de Dios. Y se lo dijo especialmente a aquellos que no tenían a nadie que se lo recordase, a los que habían llegado a creerse ellos mismo que no son valiosos. Les viene a decir: “Sois preciosos a los ojos de Dios”.

El evangelio según San Lucas -se podría pensar- parece dirigirse especialmente a personas que eran materialmente pobres, y por eso conserva la formulación original de Jesús, resistiéndose a la “espiritualización” que encontramos en la versión de Mateo. Sin embargo, los estudiosos del Nuevo Testamento han aportado datos de muestran que en la comunidad de Lucas no todos son pobres, empezando por el mismo Lucas, una persona con un buen nivel cultural, que era signo en aquella época de un nivel social y económico alto. Lucas, como ningún otro evangelista, se preocupa de dejar la puerta del Reino abierta para los ricos, invitándoles a un compartir. Es el único entre los cuatro evangelistas, por ejemplo, que nos presenta a Zaqueo, el rico recaudador de impuestos que se convirtió al Evangelio.

Vivir la bienaventuranza de la pobreza no empieza por la práctica de una fría austeridad. Es escuchar este saludo lleno de gozo de Jesús, dirigido a los pobres de la tierra. Y descubrir que, aunque encaramados en lo alto de un árbol como Zaqueo, estas palabras se dirigen también a nosotros.

Hoy, que celebramos el domingo de la Campaña contra el Hambre, de Manos Unidas, este año con el lema “Contra el Hambre, defiende la Tierra”, tenemos una gran oportunidad, para hacernos amigos de la gente más honorable a los ojos de Jesús.