11 de abril.
Segundo Domingo de Pascua

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 5, 12-16

Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo. 
Los fieles se reunían de común acuerdo en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor. 
La gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno. 
Mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos se curaban.

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 117.

Antífona: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
 
Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. 
Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia. 
Digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia.

La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.

Señor, danos la salvación; Señor, danos prosperidad.
Bendito el que viene en nombre del Señor,
os bendecimos desde la casa del Señor; el Señor es Dios, él nos ilumina.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura del libro del Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19

Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la constancia en Jesús, estaba desterrado en la isla de Patmos, por haber predicado la palabra de Dios, y haber dado testimonio de Jesús. 

Un domingo caí en éxtasis y oí a mis espaldas una voz potente que decía: «Lo que veas escríbelo en un libro, y envíaselo a las siete Iglesias de Asia.» 

Me volví a ver quién me hablaba, y, al volverme, vi siete candelabros de oro, y en medio de ellos una figura humana, vestida de larga túnica, con un cinturón de oro a la altura del pecho. 

Al verlo, caí a sus pies como muerto. 

Él puso la mano derecha sobre mí y dijo: «No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo.

Escribe, pues, lo que veas: lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde.»

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Juan. 20, 19-31.

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.  Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»

Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado.  Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.  Jesús repitió: “Paz a vosotros.  Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.”

Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.”

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.  Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor.”

Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.”

A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos.  Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros.”

Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.”

Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”

Jesús le dijo: “¿Por qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.”

Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos.  Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Comentario a la Palabra:

“Dichosos los que crean
sin haber visto”

Los relatos de la Resurrección reflejan la dificultad con que los Apóstoles entendieron o integraron en su experiencia la victoria de Jesús sobre la muerte ignominiosa en la Cruz.  Tomás, figura central en el evangelio de hoy, ha pasado a la tradición como prototipo de esa dificultad.

Sin embargo, la insistencia de Tomás en conseguir pruebas de la Resurrección culmina en la confesión explícita de la condición divina de Jesús:  “¡Señor mío y Dios mío!”  Admitiendo que el camino hasta la fe es lento y difícil, la trayectoria de Tomás nos indica la meta a la que hemos de aspirar.

El evangelio de Juan da un relieve propio al tema de la fe.  La palabra “fe”, pistis, no aparece, pero el verbo “creer” es usado con gran profusión.  Es un evangelio escrito para quienes “creen en el nombre de Jesús” (Juan 1,12).  Tomás en principio se resiste a “creer”, si no ve las heridas de las manos y no comprueba la llaga de las manos y el costado (Juan 20,25).  Jesús le invita a no ser “incrédulo”, ápistos, sino “creyente”, pistós (Juan 20,27).

La última frase del evangelio de hoy, que coincide con el final del capítulo 20, considerado por muchos como el final original del evangelio de Juan, descubre la intención del autor:  “Estos signos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre” (Juan 20,31).  Parece un eco o inclusión de lo dicho en el prólogo sobre los destinatarios del evangelio, “quienes creen en el nombre de Jesús” (Juan 1,12).  Explícitamente se unen la resurección y la fe en el relato de la resurrección de Lázaro, el gran signo que anticipa la resurrección de Jesús y también la de todo creyente:  “el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Juan 11,25-26).  Marta responde con una confesión de fe en Jesús, similar a la confesión de Pedro:  “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (Juan 11,27).  Como si hubiera olvidado esta confesión solemne, Marta, que parece oponerse a correr la piedra del sepulcro, es interpelada por Jesús:  “¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?” (Juan 11,40).  En realidad, esas palabras no aparecen en el diálogo inicial con Marta, sino en el prólogo del evangelio:  “Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1,14).

Esta referencia a los temas esbozados en el prólogo, da una resonancia particular a la escena del evangelio de hoy.  El deseo de comprobar en el cuerpo del Resucitado las señales de la crucifixión responde a la intención de mantener la afirmación inicial del evangelio:  “La Palabra se hizo carne”.  De ahí el “sabor carnal” de la demostración que exige Tomás.  No se afirma que llegara a tocar el cuerpo del Resucitado, pero se da a entender que el Resucitado no se esfuma en una existencia vaporosa, sino que mantiene su condición “carnal”, aunque en gloria.

La identidad entre el sepultado y el resucitado no se realiza a través del cuerpo, cuyos elementos se renuevan a lo largo de la vida.  Nuestra identidad se construye con el cuerpo y depende del cuerpo, pero no solamente de él.  Intervienen también otras categorías, como el carácter, los afectos, las emociones.  Para entender cómo puede existir continuidad entre el sepultado y el resucitado, san Pablo recurre a varios ejemplos del mundo natural, como la transformación de la simiente que, al pudrirse y germinar, produce una realidad idéntica, pero de apariencia nueva: de la bellota saldrá un roble; del grano de trigo brotará una espiga (1 Corintios 15,42-44).

Se discutirá si lo que vieron u oyeron los testigos fue el mismo Resucitado o se trató sólo de percepciones psicológicas similares a las visiones que relatan los místicos.  O de percepciones de naturaleza semejante a las que experimentan quienes se ven sacudidos por la muerte de una persona con quien han compartido el amor y la vida.  Dando forma literaria a esa percepción, los autores de los evangelios buscaban testimoniar la presencia trascendente del Resucitado y proclamar la verdad de la Resurrección.  Pero no cabe duda de que estos relatos, situados en el tiempo y en el ambiente cultural en que fueron compuestos, reflejan el propósito de dar un carácter real a la Resurrección.

Que también hoy resulte difícil creer en la Resurrección no debe sorprendernos. Llama la atención que desde el principio no haya existido ninguna veneración del enterramiento de Jesús, como lugar donde se depositó el cadáver.  Para los primeros cristianos parecía evidente que no había por qué venerar ninguna tumba, ya que en ella no se encontraba el cuerpo de Jesús.  Si los discípulos hubieran robado el cadáver, es difícil que no hubiera surgido alguna forma, al menos secreta, de veneración del sepulcro.  Hasta los tiempos de Constantino (primera mitad del siglo IV), el Santo Sepulcro no recibió particular veneración, sencillamente porque para los cristianos, aquel sepulcro había quedado vacío.  Esto no exige volver a la secuencia que parecía tan evidente en otros tiempos más crédulos, cuando la asociación entre sepulcro vacío, resurrección y apariciones parecía cosa normal.  En cierto modo, el sepulcro vacío más que reforzar dificulta nuestra fe, pues nos decidimos a creer no porque el sepulcro estaba vacío, sino a pesar de que estaba vacío.  Igual que creemos no porque, sino a pesar de que Tomás exigió meter la mano en las llagas.

Este evangelio se escribió cuando el hecho de la Resurrección no era comprobable ni por la vista ni por el tacto.  Se declara dichosos a quienes “sin haber visto, han creído”.  Es la bienaventuranza que el Resucitado nos dirige, si integramos la Resurrección en el núcleo de nuestra fe.  No es posible aislar la Resurrección del resto del evangelio, pues es un dato que desde el principio está en la mente del autor.