9 de mayo. Sexto Domingo de Pascua

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 15, 1-2. 22-29

En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre la controversia. 

Los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron entonces elegir algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas Barsabá y a Silas, miembros eminentes entre los hermanos, y les entregaron esta carta: 

«Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del paganismo.  Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras. Hemos decidido, por unanimidad, elegir algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. En vista de esto, mandamos a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de la fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 66.

Antífona: Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. 

El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia,
riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura del libro del Apocalipsis 21, 10-14.  22-23

El ángel me transportó en éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. 

Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido.  Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel.  A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas.  La muralla tenía doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero. Santuario no vi ninguno, porque es su santuario el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 14, 23-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 

— «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.  El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.  Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.  La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: «Me voy y vuelvo a vuestro lado.» Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.»

Comentario a la Palabra:

Signos de una comunión

La primera lectura de hoy, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos narra un conflicto en la aún naciente Iglesia. Pablo y su equipo de misioneros estaban predicando el Evangelio de Jesús a los no-judíos (llamados en el lenguaje bíblico “gentiles”), cuando llegaron algunos cristianos de Judea que “se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse”.

Y podríamos decir: ¡Qué ocurrencia! ¡Qué tendrá que ver la salvación con una intervención quirúrgica, aunque sea en parte tan delicada! Pero acerquémonos a su modo de ver las cosas. Estar circuncidado era la marca de identidad de todo varón judío. Jesús estaba circuncidado, lo estaban los Doce. ¿Quién se cree este Pablo que es para cambiar una norma que cumplió el mismo Cristo y todos sus primeros seguidores?

Lo que sucede a continuación es un ejemplo de cómo se deberían resolver los conflictos entre los cristianos. Pablo y Bernabé, responsables de la misión a los no-judíos, se reúnen con Pedro y los apóstoles en Jerusalén. Rezan. Dialogan. Llegan a un acuerdo.

En su Carta  los Gálatas, Pablo nos habla sólo de un apretón de manos “en señal de comunión” (2,9). Hechos de los Apóstoles nos informa además de la redacción de un documento: los cristianos procedentes del judaísmo cedían en el tema de la circuncisión y aceptaban no imponer esta costumbre a los gentiles, pero estos aceptaban a su vez no incomodar a los judíos con costumbres alimentarias que a estos les resultaban repugnantes. Así, prometen no comer sangre (¡adiós a las morcillas!), ni carne de animales estrangulados, y evitar el consumo de animales que hubieran sido anteriormente sacrificados a los ídolos (un tipo de carne corriente en los mercados de aquella época).

En aquel tiempo, cuando los cristianos se reunían para la eucaristía, no sólo tomaban un poco de pan y vino; compartían también una cena completa. Gracias al “acuerdo de Jerusalén”, ambos grupos podían comer juntos, sin sentirse incómodos por lo que había sobre la mesa.

Las energías que gastaron los primeros cristianos sobre estas cuestiones relativas a la ley judía fueron enormes, como atestiguan muchos de los textos del Nuevo Testamento. Visto con la distancia de dos milenios, puede parecer una tormenta en un vaso de agua. No se trataba de un debate entorno a la Santísima Trinidad o sobre cómo solucionar los grandes problemas del mundo, sino de establecer qué alimentos quedaban fuera del menú. Pero era lo que tocaba hacer, para vivir de forma concreta una comunión entre grupos de distinta procedencia cultural en una misma Iglesia.

A través de este discernimiento, fue revelándose algo esencial: Aunque ciertas reglas son necesarias para la convivencia, creer en Jesús no consiste en guardar esta norma u otra: “Porque el reino de Dios no consiste en comida o bebida, sino en justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Rom 14,17).

Una de las cosas que llama la atención al leer el Nuevo Testamento es hasta qué punto la presencia del Espíritu Santo era una evidencia para los primeros cristianos. Su existencia no era algo que hubieran aceptado porque lo dijera el Catecismo, sino el fundamento mismo de su experiencia cristiana. En la Carta a los Gálatas, Pablo lanza una pregunta retórica: ¿Recibisteis el Espíritu por haber cumplido la ley o por haber respondido con fe? (3,2). El Apóstol confía que para sus lectores la respuesta resulta obvia: “¡Hemos recibido el Espíritu Santo cuando creímos en Jesús!”

Para muchos cristianos hoy, la presencia del Espíritu no tiene ese carácter de evidencia. Sin embargo, se constata, y no sólo en los cristianos una gran sed de “espiritualidad”.

Muchas grandes religiones ofrecen caminos místicos para aquellos que desean vivir la búsqueda de una comunión más intensa con Dios o con lo divino. En religiones como el hinduismo o el budismo esta vía es concebida como un ascenso que se efectúa a través de una iniciación, a través de purificaciones, a través de la ascética. Y está reservada para unos pocos. Con Cristo, esta Presencia de orden místico se ofrece a todos: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

Esto no anula, por supuesto, la sabiduría que a través de los milenios las grandes tradiciones espirituales, especialmente las asiáticas, han ido acumulando sobre la pacificación de la mente o el dominio de las sutiles energías que sostienen la vida interior. Pero desde Jesús, la experiencia de esta inhabitación de Dios no está reservada a aquellos que tienen los recursos para acceder a estas “tecnologías del espíritu”.

Acoger esta Presencia en el silencio de la fe y expresarla a través de una vida de compartir es el inicio, pero también cada paso, de este camino. Los cristianos de los comienzos entendieron que sus comidas en común, en las que se reunían esclavos y libres, hombres y mujeres, judíos y gentiles, eran el signo de esa nueva comunión que Cristo había venido a traer.

¿Qué descubrimientos deberemos hacer hoy para crear lugares de compartir en el corazón mismo de las contradicciones de nuestra sociedad y ser testigos de esta sencilla comunión de la que nadie está excluido?