11 de julio.
Domingo XV del Tiempo Ordinario

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro del Deuteronomio 30, 10-14

Moisés habló al pueblo, diciendo:

«Escucha la voz del Señor, tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el código de esta ley; conviértete al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma.

Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda, ni inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir: «¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?»; ni está más allá del mar, no vale decir:

¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?

El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.»

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 18.

Antífona: Los mandatos del Señor alegran el corazón. 

La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma;
el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante.

Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón;
la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.

La voluntad del Señor es pura y eternamente estable;
los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.

Más preciosos que el oro, más que el oro fino;
más dulces que la miel de un panal que destila.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 1, 15-20

Cristo Jesús es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él.

Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él.  Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.  Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo.  Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. 

Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.

EVANGELIO.

Lectura del santo evangelio según san Lucas 10, 25-37

En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» 

Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?» 

Él contestó: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.»

Él le dijo: «Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.» 

Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?» 

Jesús dijo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayo en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote  bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. 

Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: «Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.» ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?» 

Él contestó: «El que practicó la misericordia con él.» 

Díjole Jesús: «Anda, haz tú lo mismo.»

 

Comentario a la Palabra:

Anda y haz tú lo mismo

En los evangelios de Mateo y Marcos, a Jesús también le preguntan cuál es el mandamiento más importante de la Ley. Cristo responde ateniéndose estrictamente a la tradición religiosa de su pueblo, enhebrando dos textos del Antiguo Testamento: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente” (Deuteronomio 6,4-5) y “a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19,18)”.

En Lucas, sin embargo, es el propio jurista quien da con la respuesta y, no contento, sigue inquiriendo: “¿Quién es mi prójimo?”

“Prójimo” quiere decir literalmente “el que está cerca”, de ahí su significado de “amigo” o copartícipe en el mismo grupo. En el texto del Levítico, citado por Jesús, designa al compatriota israelita.

La parábola –sólo transmitida por el evangelista Lucas– es la respuesta de Jesús a esta pregunta y tiene por objeto ensanchar la idea de “prójimo”.

Como la mayoría de las parábolas de Jesús, la del Buen Samaritano arranca de una situación familiar y fácilmente identificable, pero pronto acontece algo inesperado, que hace que se pongan en cuestión nuestras presuposiciones.

En este caso, la historia de un viajero asaltado por bandidos en el camino a Jerusalén a Jericó era algo que sucedía todos los días en ese peligroso tramo de camino. Parte de la rutina de los telediarios. Pero lo que se cuenta a continuación no puede ser más provocador.

Los sacerdotes y levitas (asistentes de los sacerdotes) eran considerados las personas más sagradas del judaísmo. Por el contrario, a los samaritanos se les tenía por herejes, personas con las que un judío no debe ni hablar (“los judíos y los samaritanos no se trataban” -Juan 4,9-). Jesús y sus discípulos acababan de tener un encontronazo con ellos pocos versículos antes, en un texto que leímos hace dos domingos (Lc 9,51-56).
Al igual que los judíos, los samaritanos creían en el único Dios, YHWH, pero se negaban a adorarle en el Templo de Jerusalén, y habían construido su propio Templo en el Monte Garizim.

Sus diferencias iban más allá de las ideas: En el siglo II a.C. los samaritanos habían ayudado a los sirios en la guerra contra los judíos. Los judíos, a su vez atacaron e incendiaron el templo samaritano en el año 128 a.C. En la primera década del siglo I, los samaritanos esparcieron huesos humanos en el Templo de Jerusalén impidiendo así la celebración de la Pascua aquel año. No eran solo herejes, sino encarnizados enemigos.

Después de contar la historia protagonizada por el samaritano, que emplea todo lo que está a su alcance para curar al hombre malherido en el camino, Jesús cambia sutilmente la pregunta del jurista. Este había preguntado: “¿Quién es mi prójimo?” Jesús pregunta: “¿Quién de los tres te parece se hizo prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”
La pregunta del experto en la Ley tiene en el centro al yo. La pregunta de Jesús tiene en el centro al otro. En la visión del jurista, los prójimos y los no-prójimos son categorías preestablecidas que dividen al mundo en dos grupos: Los nuestros y los otros. Para Jesús, la cuestión de la “projimidad” es un llegar-a-ser. Es un proceso que nace de la libertad.

El jurista pregunta: ¿Quién es mi prójimo? ¿Quiénes merecen ser amados por mí y a quiénes puedo excluir? ¿Quién está dentro del círculo del que soy el centro? ¿Quiénes se quedan fuera?

Jesús nos invita a ceder el centro a los que sufren.

En la  narración del Evangelio, toda la atención está centrada en la víctima. Lucas se refiere a él como “un cierto hombre”. Nada dice ni de su nacionalidad, ni de su clase social; sólo que es un ser humano.

El sacerdote y el levita también vieron al hombre malherido, pero pasaron de largo. El samaritano se “compadeció”. Este verbo (splanjnízomai en griego) deriva del sustantivo splanjnon, que quiere decir entrañas, las partes internas del vientre. Se suponía que los sentimientos tenían su sede ahí, especialmente el amor y la piedad. El samaritano se conmueve en sus entrañas al ver al herido.

Jesús también se conmovió cuando vio a la viuda de Naín acompañando a su hijo muerto (Lc 7,13) y resucitó al joven. En la parábola del hijo pródigo, el Padre se conmueve al ver a su hijo en la lejanía y echa a correr (Lc 15,20). La oración del Benedictus habla de Dios como alguien que tiene “entrañas de misericordia” (Lc  1,78)

La verdadera compasión no se queda en un sentimiento. El samaritano pone en marcha los recursos de los que dispone para socorrer efectivamente al herido: Le venda las heridas, las trata con aceite y vino. Usa todo lo que tiene: lo monta en su propia cabalgadura, lo lleva a la posada y cuida de él. Pone a su disposición el dinero que tiene –los dos denarios, equivalentes al sueldo por dos jornadas de trabajo– e incluso promete al mesonero el dinero que aún no tiene, pero que espera ganar en el viaje. Todo para que el herido recobre la salud y la autonomía (no pagar la deuda de su estancia podía suponer convertirse en esclavo del posadero).

La compasión nos hace prójimos.

Nada de esto hubiera sucedido si el samaritano no hubiera estado en camino, fuera de la seguridad de las ciudades amuralladas. El samaritano se encuentra con el hombre herido, porque estaba transitando por el mismo camino plagado de bandidos. Si no salimos de los muros protectores de Jerusalén, es posible que nunca nos encontremos con las víctimas que nos permitan convertirnos en prójimos.

Pero salir físicamente de Jerusalén no es suficiente. El sacerdote y el levita estaban también en el mismo camino, y sin embargo, no se hicieron prójimos. Una de las razones por las que estos dos hombres religiosos no se acercaron al hombre “medio muerto” era la preocupación por la pureza. Sacerdotes y levitas tenían que ser especialmente cuidadosos con las normas rituales, especialmente si van a realizar actos de culto. El contacto con un muerto les habría vuelto impuros, inhábiles para realización de los sacrificios en el Templo.

El pasaje del profeta Oseas “misericordia quiero y no sacrificios” (Os 6,6. Cfr. Mt 9,13; 12,7) suena en el fondo de esta parábola.

El samaritano, que es doblemente impuro (por su estado de apostasía y por el eventual contacto con un cadáver), ofrece el verdadero sacrificio, y, aunque es miembro de un grupo religioso que no reconocía a los profetas –los samaritanos sólo reconocían los cinco libros de Moisés–, personifica la llamada profética a la verdadera religión. Aunque derramar aceite y vino en las heridas era una práctica médica habitual en aquella época, estos dos elementos eran también usados en el sacrificio diario en el templo (Cfr. Lev 23,13).

En el Evangelio según San Juan, Jesús le dice a la samaritana:

“Créeme, mujer, está llegando la hora, mejor dicho, ha llegado ya, en que para dar culto al Padre, no tendréis que subir a este monte ni ir a Jerusalén. Vosotros, los samaritanos, no sabéis lo que adoráis; nosotros sabemos lo que adoramos, porque la salvación viene de los judíos. Ha llegado la hora en que los que rinden verdadero culto al Padre, lo adoran en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así.” (Jn 4, 21-23)

El samaritano llega a hacerse prójimo del hombre que cayó víctima de los bandidos y de este modo ofrece el culto verdadero que Dios quiere en el cuerpo del hombre malherido.

Nos quedamos con las últimas palabras de Cristo: “Anda y haz tú lo mismo”.