10 de octubre. Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario
PRIMERA LECTURA.
Lectura del segundo libro de los Reyes 5, 14-17.
En aquellos días, Naamán de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta Eliseo, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un niño. Volvió con su comitiva y se presentó al profeta, diciendo: «Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un regalo de tu servidor.»
Eliseo contestó: «¡Vive Dios, a quien sirvo! No aceptaré nada.»
Y aunque le insistía, lo rehusó. Naamán dijo: «Entonces, que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor.»
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 97.
Antífona: El Señor revela a las naciones su justicia.
Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas:
su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia:
se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la segunda carta del apóstol San Pablo a Timoteo 2, 8-13.
Querido hermano:
Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David. Éste ha sido mi Evangelio, por el que sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor; pero la palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna. Es doctrina segura: Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 17, 11-19.
Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.»
Al verlos, les dijo: «Id a presentaros a los sacerdotes.»
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?» Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado.»
Comentario a la Palabra:
Te veo
Los Na’vi, habitantes del planeta Pandora, se saludan mirándose a los ojos y diciendo: “Te veo”. Así sucede en Avatar, la mejor película jamás producida, según algunos monaguillos de nuestra parroquia.
Decir “Te veo” a otra persona que está en frente de nosotros es una obviedad. Sólo tiene sentido expresarlo, si hay algo más allá de lo inmediatamente evidente. Decir “Te veo” es decir “Reconozco quién tú eres verdaderamente”. Dicen que los guionistas del film se inspiraron en el saludo hindi “Namasté”, que significa: “Me inclino ante lo divino que hay en ti”.
Jesús ve a los diez hombres. Es curioso que el evangelista no les llame “leprosos”, sino “hombres con lepra”, un matiz que la traducción litúrgica elimina. Unos capítulos antes, Lucas se había referido al paralítico que Jesús curó en Cafarnaúm como “un hombre que estaba paralizado” y no “un paralítico” (Lc 5,18). Es un pequeño detalle, pero nos habla de la sensibilidad especial de este evangelista.
Los hombres infectados se detienen a una cierta distancia. Permanecen alejados, como manda la Ley: “El leproso andará harapiento, despeinado, la cara medio tapada y gritando: ¡Impuro, impuro! Mientras le dure la lepra será impuro y, siendo impuro, vivirá aislado, fuera del campamento” (Levítico 13,45-46).
Como sucede hoy con el Sida, lo más doloroso de la lepra no era la enfermedad, sino la exclusión social. No poder acercarse a los demás, no poder tocar a nadie, ni ser abrazado. Se quedan lejos, mantienen la distancia que manda la Ley, para proteger a los “sanos” de su contagio. Tienen que gritar para que Jesús pueda oírles. Quieren ser curados, o mejor dicho, quedar limpios. La lepra en aquella cultura, más que una enfermedad es una impureza, algo que ensucia a la persona y la incapacita para estar con los demás.
Jesús los ve. Los reconoce. Ve en ellos el sufrimiento, quizás largos años de amargura. Ve también su dignidad y su vocación a una vida plena. Escucha su angustia y les responde en un lenguaje que ellos puedan comprender, con palabras sacadas de la misma Ley que decretaba su cruel marginación. De nuevo el Levítico: Un sacerdote ha de certificar que la persona que ha sido curada de la lepra y ofrecer por ella sacrificios rituales; los detalles de estas complejas ceremonias ocupan todo el capítulo catorce. Los hombres leprosos, sin esperar a que su curación tenga lugar, marchan para buscarse un sacerdote.
Uno de ellos, sólo uno, ve. Los diez quedaron limpios, pero sólo uno es capaz de ver. Vuelve dando gritos, “alabando a Dios”. Ha reconocido en su curación la mano del Señor.
Los otros nueve continuaron a lo suyo, fieles a lo mandado por la Ley, y a lo que Jesús mismo les había ordenado. No hay que perder el tiempo, lo urgente es obtener la declaración sacerdotal de idoneidad, el título oficial de “limpios”, el marchamo que les permitirá retomar la vida que les fue arrancada por la espantosa enfermedad. Quieren ante todo que todo vuelva a ser como antes, regresar al engranaje de la rutina y la Ley, de la religión de toda la vida. Desean más que nada volver a casa, comer caliente, abrazar a la familia. Por el misterioso profeta que les ha devuelto la salud, rezarán una jaculatoria en la cama.
Cuántas veces nosotros caminamos como los nueve que habían sido leprosos, incapaces de reconocer, de ver más allá de los dones que recibimos los ojos del que los da. Las normas, la rutina, las cosas que hay que hacer y cumplir crean una costra que nos impide ver. Retenemos nuestros ojos para no ver la luz que nos ciega. Ahogamos el asombro que estalla en cantos de agradecimiento y bendición.
Pero hay uno que ha sabido ver, un samaritano, alguien que desde la perspectiva judía es un heterodoxo, alejado de la verdad y de la religión de los puros. Ha dado media vuelta y se ha alejado de aquellos que han sido sus compañeros. Ahora camina veloz, pero no en la dirección de los sacerdotes, del Templo y de la Ley. Bendice al Señor a grandes voces. Él lo ha visto claro, marcha hacia Jesús y se postra ante él como quien se postra ante Dios.
Sólo él de entre los diez ve de cerca los ojos de aquel de quien viene la salud. Sólo él escucha las palabras “Tu fe te ha salvado”.
Sus nueve compañeros consiguieron lo que querían. Nadie se lo va a quitar, menos Jesús, pero sólo este alcanzó aquello que ni se atrevía a soñar.