17 de octubre. Domingo XXIX del Tiempo Ordinario

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro del Éxodo 17, 8-13.

En aquellos días, Amalec vino y atacó a los israelitas en Rafidín.

Moisés dijo a Josué: «Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec.  Mañana yo estaré en pie en la cima del monte, con el bastón maravilloso de Dios en la mano.»

Hizo Josué lo que le decía Moisés, y atacó a Amalec; mientras Moisés, Aarón y Jur subían a la cima del monte.

Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel; mientras la tenía baja, vencía Amalec.  Y, como le pesaban las manos, sus compañeros cogieron una piedra y se la pusieron debajo, para que se sentase; mientras Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado.

Así sostuvo en alto las manos hasta la puesta del sol.

Josué derrotó a Amalec y a su tropa, a filo de espada.

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 120.

Antífona: El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. 

Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?
El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme;
no duerme ni reposa el guardián de Israel.

El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha;
de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche.

El Señor te guarda de todo mal, el guarda tu alma;
el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la segunda carta del apóstol San Pablo a Timoteo  3, 14-4,2.

Querido hermano:

Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado, sabiendo de quién lo aprendiste y que desde niño conoces la sagrada Escritura; ella puede darte la sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación.

Toda Escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la virtud; así el hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena.

Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro por su venida en majestad: proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda paciencia y deseo de instruir.

EVANGELIO. 

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 18, 1-8.

En aquél tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.

En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: ´´Hazme justicia frente a mi adversario.``

Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: ´´Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara.``»

Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar.  Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»

Comentario a la Palabra:

“El Auxilio del Señor que hizo
el Cielo y la Tierra”
(Salmo 120, 2)

Los ejemplos que aducen hoy la primera lectura y el evangelio para exhortar a la oración no son muy afortunados.  El primero sobre todo y no sólo porque supone la imagen de un dios mágico e impersonal, que sólo hace caso ante los brazos en alto, como sea, aunque haya que apoyarlos en dos piedras.  Peor todavía que la oración se manipule como arma de guerra, para conseguir la victoria y la eliminación del enemigo.  “El Señor dijo a Moisés:  «Pon esto por escrito para no olvidarlo y dile a Josué que yo borraré el recuerdo de Amalec bajo el sol»...  En nombre del Señor, guerra contra Amalec de generación en generación”.  Menos mal que estas palabras (versículos 14 y 16) no han sido recogidas en la lectura de hoy.

Es uno de los preceptos bíblicos que más dificultades crea al hebraísmo liberal, ya que la nación de Amalec se identifica hoy fácilmente con el pueblo palestino, jordano o árabe en general. La exigencia de no olvidar a Amalec ha turbado a los judíos desde tiempos antiguos.  En las antiguas culturas es frecuente el propósito de castigar a los enemigos, pero por un tiempo limitado.  No es normal exigir el exterminio del adversario y de sus descendientes para siempre.  

Tampoco el caso del evangelio es ejemplar.  Más que parábolas, el evangelio de Lucas trae ejemplos, casos más o menos reales que reflejan la experiencia cotidiana.  Y aquí está lo malo.  Se da por supuesto que la pobre viuda tiene que gritar días y días, años y años, reclamando justicia.  Como se da por bueno que la mujer sirofenicia (hoy diríamos “libanesa”) se contentaría con las migajas caídas de la mesa judía (Mateo 15,21-28; Marcos 7,25-30).  ¿Representa el juez injusto al dios que se hace de rogar para ver si el suplicante aguanta, sin perder la fe?  ¿No se nos enseña que “no hemos de acumular palabras, como hacen los paganos, creyendo que serán escuchados a fuerza de palabras ... Vuestro Padre sabe qué necesitáis antes de que vosotros se lo pidáis” (Mateo 6,7-8)?  El evangelio parece descartar rápidamente esa identificación entre Dios y el juez remolón que se hace de rogar, al asegurarnos que “hará justicia sin tardar”. Pero vuelve a caer la pelota en nuestro tejado:  ¿encontrará esa fe en nosotros?   ¿Por qué no pregunta más bien si existe de verdad ese juez que hace justicia sin hacerse de rogar?
Estos contrastes en la enseñanza del evangelio sobre la oración repercuten en la vida.  A veces una súplica angustiosa y prolongada lleva a conseguir lo que parecía imposible.  Pero cuando no se consigue, es frecuente que la persona de fe infantil o de escasa formación se subleve contra Dios.  Primero, porque ve en la enfermedad o en un accidente un castigo inmerecido.  Después, porque piensa que Dios le ha vuelto la espalda.

Claro que tenemos que volver nuestra mirada y nuestra palabra hacia Dios, pero contando con que ni los males de la vida son un castigo ni la curación o la consecución de una meta difícil se dan por seguros cuando lo pedimos a Dios.  El diálogo entre Marta y Jesús lo pone bien de manifiesto:  “Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano – dice Marta”. Quien cree en mí – responde Jesús – aunque haya muerto, no se verá privado de la vida.  Sí, Señor, - concluye Marta – yo creo que Tú eres el Hijo de Dios, el que da un nuevo sentido al sufrimiento del mundo (ver Juan 11,21-27).

Todavía es más clara la orientación que nos da la súplica de Jesús en Getsemaní:  “Padre, si es tu voluntad, aleja de mí este cáliz.  Pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lucas 22,42).  El mismo evangelista ha cambiado la súplica que Marcos y Mateo han imaginado para los momentos últimos de Jesús en la cruz.  En vez del Salmo 22,2 (“¿Por qué me has abandonado?”, Marcos 15,34; Mateo 27,46), el evangelio de Lucas pone en labios de Jesús otra plegaria, tomada del Salmo 31,6:  “En tus manos pongo mi vida, Dios fiel” (Lucas 23,46).  ¡Cuántas personas dolientes se han identificado con el desamparo de Jesús en la cruz y han reproducido ese abandono como justificación para dejar a Dios de lado por no haber atendido su petición de ayuda!

Sin duda cada cual reza a su modo y hay que respetar los gustos personales.  Como hay que respetar que cada uno escoja a su santa o santo preferido para orientar la oración de súplica.  Pero esa fe ciega en la intercesión de los santos o del mismo Dios lleva a fuertes desengaños y ni siquiera en un mundo como el nuestro que parece haber vuelto la espalda a Dios podemos insistir en formas de oración que no responden ni a la enseñanza propia de la Biblia ni a la sensibilidad de hoy.

“Enséñanos a rezar” (Lucas 11,1).  Y Jesús enseñó el padrenuestro como fórmula privilegiada de oración cristiana.  En vez de acumular padrenuestros a padrenuestros, esa oración recitada lentamente, saboreada como paladeando cada palabra, será siempre la primera lección de quien busca aprender a rezar.  Y después, tenemos la oración de los Salmos.  Pero aquí es preciso seleccionar, elegir la oración que responde al espíritu cristiano.  Porque en el Salterio se ha recogido de todo: salmos repetidos, composiciones artificiales ordenando los versículos según las letras del alefato, imprecaciones contra los enemigos ... Aunque algunos salmos y versículos han sido ya expurgados del rezo oficial en la Iglesia, queda aún mucho por limpiar.  Hay que descartar todas las expresiones violentas y guerreras, la exaltación fanática de la supremacía de Israel sobre los demás pueblos, la adulación palaciega de David y de la realeza.

No se pretende una oración limpia de lo que es parte de la vida diaria.  Pero sí una oración que podamos imaginar en labios de Jesús, el primer rezador de Salmos como imaginaba san Agustín.  Con Salmos o sin Salmos, es fundamental que nuestra fe se exprese en una comunicación personal – tú a tú – con Dios, en una oración que sea canto, alabanza, acción de gracias, exaltación, bendición, en la que podamos expresar confiadamente nuestra alegría, nuestro temor, nuestros recuerdos, nuestra confianza de que “el Dios que hizo el cielo y la tierra” nos dirige también su palabra y nos escucha