31 de octubre.
Domingo XXXI del Tiempo Ordinario

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Primera Lectura

Lectura del libro de la Sabiduría 11, 22-12, 2

Señor, el mundo entero es ante ti como grano de arena en la balanza,
como gota de rocío mañanero que cae sobre la tierra.

Pero te compadeces de todos, porque todo lo puedes,
cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan.

Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho;
si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado.

Y ¿cómo subsistirían las cosas, si tú no lo hubieses querido?
¿Cómo conservarían su existencia, si tú no las hubieses llamado?

Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida.

Todos llevan tu soplo incorruptible.

Por eso, corriges poco a poco a los que caen, les recuerdas su pecado y los reprendes,
para que se conviertan y crean en ti, Señor.                          

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 144.

Antífona: Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey.

Te ensalzaré, Dios mío, mi rey; bendeciré tu nombre por siempre jamás. 
Día tras día, te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás.

El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas.

Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles;
que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas.

El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. 
El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la segunda carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses  1, 11-2,2.

Hermanos:

Pedimos continuamente a Dios que os considere dignos de vuestra vocación, para que con su fuerza os permita cumplir buenos deseos y la tarea de la fe; para que así Jesús, nuestro Señor, sea glorificado en vosotros, y vosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo.

Os rogamos, hermanos, a propósito de la venida de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, que no perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por supuestas revelaciones, dichos o cartas nuestras, como si afirmásemos que el día del Señor está encima.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 19, 1-10.

En aquél tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad.

Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura.  Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.»

Él bajó en seguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.»

Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: «Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.»
Jesús le contestó: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.»

Comentario a la Palabra:

Máscaras

El texto del libro de la Sabiduría que hemos leído hoy es la respuesta a una pregunta planteada en el pasaje inmediatamente anterior. El autor del libro está comentando la historia de los israelitas y habla del Éxodo, la gran gesta en la que los hebreos fueron liberados de la esclavitud, escapando de la mano de los egipcios. La pregunta que se hace el autor es: ¿Por qué no aprovechó Dios esta ocasión para cargarse de una vez a todos los egipcios? ¿Por qué en el mundo sigue habiendo “egipcios”, que se lucran del trabajo esclavo de los más desprotegidos?

La respuesta es un alegato contra este espíritu justiciero, que quiere ver a los malvados aniquilados de la manera más expeditiva. Dios no es así. No odia a nada ni a nadie y a todos perdona. Sí, Dios ama a todos, también a los malos.

La misericordia de Dios es la protagonista de este poema del libro de la Sabiduría, en el que la pequeñez del mundo y de todo lo humano contrasta con la grandeza del Creador, que cuida de cada una de sus criaturas. Su espíritu imperecedero (traducido en el texto oficial como “soplo”) está presente en todo lo que existe. Por eso mismo, Dios no puede sino amar.

El evangelio retoma el tema de este cuidado de Dios por todo ser humano, haya hecho lo que haya hecho con su vida, en el encuentro concreto de Jesús con Zaqueo.

En los últimos años, se ha puesto de moda en España la fiesta norteamericana de Halloween. Monstruos y brujas se avistan cada vez más numerosos en nuestras calles al llegar estas fechas. Y es que tanto a los niños como a los adultos nos gusta disfrazarnos. Pretender ser quienes no somos durante unas horas puede ser divertido, pero otra cosa es vivir siempre con una máscara.

En cierto modo, Zaqueo es un hombre que vive disfrazado. Éste “hijo de Abrahán” ha optado por vestirse de recaudador de impuestos, con lo que eso implica: Vivir inmerso en el odio de sus compatriotas. Con los años ha perdido también el respeto por sí mismo, el sentido de su propia dignidad ha ido desgastándose hasta convertirle en lo que es: un hombre rico, pero profundamente infeliz. Se siente perdido y agotado, pero aún le quedan fuerzas para buscar desesperadamente una salida: No le importa perder la compostura y arriesgarse al ridículo, subiéndose a un árbol.

Y Jesús le ve, y se da cuenta de quién es. Ve más allá de su disfraz de recaudador bajito. Le reconoce en lo que verdaderamente es. El hombrecillo subido al árbol también se da cuenta quién es aquel que le mira desde abajo. También él se da cuenta de que ha sido reconocido.

Y entonces todo se detiene. Jesús le dice: “Hoy debo alojarme en tu casa”. Zaqueo baja del árbol ya sin su máscara. Ahora ambos caminan juntos.

Como casi siempre que Jesús actúa, hay resistencia. Un grupo murmura: Son los que prefieren las etiquetas a las personas. En sus esquemas no entra que el buen Jesús se haya invitado a casa del disoluto recaudador.

¿Qué hizo Jesús en casa de Zaqueo? El evangelio guarda silencio. Así se evidencia que lo esencial no fueron las palabras, sino esa anchura de hospitalidad ofrecida y recibida, el espacio y el tiempo en los que se hizo posible una transformación. Cristo sólo habla para certificar que la salvación ya ha tenido lugar. Sus palabras resuenan con las parábolas de la misericordia que hemos leído en los últimos domingos: la oveja perdida, la moneda, el hijo pródigo.

Todo el relato es muy de Lucas, no sólo porque no hay ningún otro evangelio que narre esta historia, sino porque destacan en ella dos de los temas más queridos por el evangelista: la misericordia y el compartir.

El compartir, ese otro gran tema lucano, irrumpe con fuerza, pero sin radicalismo. Zaqueo no se deshace de todos sus bienes. No abandona su familia y se pone a seguir a Jesús como un discípulo itinerante. No es eso lo que se le pide. Zaqueo entiende que su vida puede ser transformada sin salirse de la realidad que vive. Da los primeros pasos: restituir con creces lo que ha defraudado y compartir la mitad de su hacienda.

Jesús no  le había pedido nada: la gracia es gratis; pero, como decía Bonhoeffer, no es barata. Dios nos perdona sin pedirnos nada a cambio, pero este perdón desata en nosotros un dinamismo que puede llevarnos muy lejos. Es como ser estirados para adquirir una mayor flexibilidad, para ganar un rango más amplio de lo que el corazón es capaz de amar, un proceso que casi siempre es doloroso y al que rara vez nos sometemos de buena gana.

Parece como que a Zaqueo su estiramiento le sale sin esfuerzo. ¿Qué habrá pasado en su casa en esas horas en las que estuvo con Jesús?

Este fin de semana, un grupo de Acoger y Compartir estaremos en La Yedra (Jaén), para un tiempo de oración y retiro, de diálogo y planificación del curso. Ser “bendecidos en la prueba” es caminar humildemente con Jesús, que no se ha avergonzado de su fragilidad humana. El combate de la fe no tiene como meta alzarnos por encima de nuestra condición humana, sino sostenernos firmemente en la confianza de que Dios nos ama incluso cuando somos frágiles y necesitados.