21 de noviembre.
Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario
PRIMERA LECTURA.
Lectura del segundo libro de Samuel 5, 1-3.
En aquellos días, todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y le dijeron: «Hueso tuyo y carne tuya somos; ya hace tiempo, cuando todavía Saúl era nuestro rey, eras tú quien dirigías las entradas y salidas de Israel. Además el Señor te ha prometido: ‘Tú serás el pastor de mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel.’»
Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel.
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 121.
Antífona: Que alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”.
¡Que alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”!
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén.
Allá suben las tribus, las tribus del Señor,
según la costumbre de Israel, a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia, en el palacio de David.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Colosenses 1, 12-20.
Hermanos:
Demos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.
Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él.
Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 23, 35-43.
En aquél tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.» Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.»
Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos.»
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.»
Pero el otro lo increpaba: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.»
Jesús le respondió: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.»
Comentario a la Palabra:
El acorde final
Con la solemne fiesta de hoy finaliza el año cristiano. Todos los instrumentos de la orquesta, tocando al máximo de su volumen, proclaman con este acorde final el triunfo de Jesucristo como Rey del Universo. El año comenzaba hace unos 360 días con la callada música del Adviento, la preparación de la Navidad en un clima de silencio y sobriedad.
La Navidad es sin duda la fiesta cristiana más popular. Ya hace semanas que la Lotería está a la venta y los escaparates de los centros comerciales, muchos días antes del inicio del Adviento, se decoran con motivos propios de esta temporada.
En la gran sinfonía de la Historia de Jesús, la Navidad suena como la nota más tierna. Para los creyentes celebra una verdad esencial: la Encarnación del Hijo de Dios. Dios se hace uno de los nuestros e inicia su andadura como cualquier otro ser humano naciendo desvalido en Belén.
Pero para comprender el alcance total de la Encarnación debemos escuchar toda sinfonía del año litúrgico. El niño de Belén crece y acude al río Jordán donde un profeta radical está proclamando el inminente juicio de Dios. Tras ser tentado por Satanás en el desierto, regresa a Galilea para proclamar en la sinagoga de su pueblo que “los ciegos recobran la vista y se proclama la Buena Noticia a los pobres”. Sin las palabras de Cristo sobre el Reino de Dios y su justicia, el Misterio de la Encarnación se despolitiza y se queda en un cálido sentimiento sin repercusiones para la vida social.
La Historia sigue avanzando y Jesús camina con sus discípulos hacia Jerusalén donde “será entregado a los sumos sacerdotes”. Llegado a la Ciudad Santa vuelca las mesas de los que hacían negocios en el Templo.
Con los acordes trágicos de la Pasión y Muerte, la vida de Cristo toca sus notas más dramáticas. Él quiere acompañarnos cuando la desgracia nos golpea, por eso, aceptó compartir con los humanos la muerte, y una muerte de cruz.
La Resurrección irrumpe con su luz la noche del Sábado Santo. Los acordes mayores del tiempo de pascua no retratan a un Jesús triunfando en solitario. Él es el primogénito de entre los muertos. Encabeza un cortejo en el que está invitado a participar toda la humanidad. En la Resurrección se revela el fin último de la Encarnación. Él no vino sólo para compartir nuestra humanidad, sino para transformarla desde dentro. En Cristo Resucitado se estrena una nueva forma de ser humano.
Al hilo de ese tema gozoso, celebramos la fiesta de hoy: Jesús es el hombre que ha vencido a la muerte, el Hijo de Dios con nosotros, el Rey del Universo. La liturgia, sin embargo, nos los presenta desnudo y torturado en la Cruz, mientras sus enemigos lo insultan.
Al inicio de la narración evangélica, Jesús es tentado por Satanás: “Si eres el Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan” (Lc 4,3). Jesús es efectivamente el hijo de Dios, pero jamás utilizará su poder para solventar mágicamente su propia necesidad. Él no es un súperman disfrazado de humanidad, es humano con todas las consecuencias. Ha renunciado de antemano a todos los privilegios. La Escritura dice que aquella vez el diablo “se alejó de él hasta el tiempo oportuno” (4,13).
El tiempo oportuno –para el demonio– ha llegado. Esta vez no necesita aparecerse bajo una apariencia monstruosa. Tampoco ejercer la posesión de algún pobre desgraciado. Le basta la gente “normal” que pasa junto a Jesús en la cruz: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.»
Efectivamente, ¿no es verdad que él es el Mesías rey?, ¿cuándo se ha visto un Mesías crucificado? Los Mesías vencen con su poder a los adversarios, no mueren a sus manos de forma vergonzosa. Las autoridades judías, los soldados romanos, y hasta el ladrón crucificado a su lado no dejan de repetirle esta aparente verdad que tanto se parece a las palabras del Tentador.
Poncio Pilato había hecho escribir un cartel en griego latín y hebreo «Éste es el rey de los judíos». Para él y para los que le están viendo morir es una burla más. La cruz es la demostración palmaria de que él no es el rey ni de los judíos ni de nadie, solo un cuerpo que se retuerce de dolor.
Y sin embargo, Jesús es rey. Entonces y ahora,… y siempre. No sólo de los judíos, sino de todos los humanos y del Universo. Y es rey no porque sea hijo de otro rey o haya sido proclamado por un consejo político para tal oficio.
Es rey porque emana de él autoridad en el sentido originario de esta palabra: Tiene autoridad quien es capaz de “aupar” –ambas palabras comparten la misma raíz–, quien tiene la fuerza de elevarnos más allá de lo que somos. Jesús nos toma en nuestra humanidad y nos aúpa para que nos alcemos sobre lo que somos por naturaleza, hacia la finalidad deseada por Dios para su creación. Nos invita a vivir aupando a otros.
Cuatro voluntarios de AyC Fermín, Alberto González, Luis y José Miguel, se encuentran estos días en Haití. Han estado esta semana impartiendo un curso sobre tratamiento del agua en la Universidad de Les Cayes. El viernes 19 de noviembre inauguraron un colegio construido con fondos de AyC en Geantillon. Compartir con otros nuestros dones es avanzar juntos de la oscuridad a la luz. Es dejarnos aupar por Jesús, Rey del Universo.