23 de enero.
Domingo III del Tiempo Ordinario

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro de Isaías 8, 23b—9, 3.

En otro tiempo el Señor humilló el país de Zabulón y el país de Neftalí;
ahora ensalzará el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles.

El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló.

Acreciste la alegría, aumentaste el gozo;
se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín.

Porque la vara del opresor, y el yugo de su carga,
el bastón de su hombro, los quebrantaste como el día de Madián.                      

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 26.

Antífona: El Señor es mi luz y mi salvación.

El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?

Una cosa pido al Señor, eso buscaré:
habitar en la casa del Señor por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.

Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. 
Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios 1, 10-13. 17.

Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo: poneos de acuerdo y no andéis divididos.  Estad bien unidos con un mismo pensar y sentir.

Hermanos, me he enterado por los de Cloe que hay discordias entre vosotros.  Y por eso os hablo así, porque andáis divididos, diciendo: «Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Pedro, yo soy de Cristo.»

¿Está dividido Cristo? ¿Ha muerto Pablo en la cruz por vosotros? ¿Habéis sido bautizados en nombre de Pablo?

Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo.

EVANGELIO.

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 4, 12-23.

Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan, se retiró a Galilea.  Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí.  Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: «País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló.»

Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»

Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: «Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres.»

Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre.  Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.

Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.

Comentario a la Palabra:

Uno a uno

La primera vez que visité Galilea, me sorprendió la amabilidad de su paisaje. No sé por qué me imaginaba el país de Jesús más árido y adusto, una tierra de caminos polvorientos y sol implacable. Galilea –era primavera– se me presentaba con sus suaves colinas tapizadas de verde; con sus valles ricos en cultivos y frutales; y ese lago que reflejaba el cielo como un espejo. Noté en mi cuerpo un cierto relax, tras semanas en la santa y tensa Jerusalén. Aquí en Galilea, judíos, cristianos y musulmanes convivían más o menos en paz, lejos de la retórica encendida de sus líderes políticos y religiosos en la capital.

Jesús deja la región desértica del Jordán y regresa a su tierra, sobrepoblada, activa,  llena de vida. Cafarnaún era un pueblo a orillas del Lago Genesaret, más grande que su Nazaret natal, y próspero: calles bien planificadas, muros de negro basalto, casas arracimadas entorno a pequeños patios vecinales donde se hacía la vida.

Jesús regresa a su gente, su Galilea, un territorio pequeño, de algo más de 3.000 km2, la cuarta parte de la superficie de la provincia de Madrid o de Granada. Durante toda su vida pública, Cristo salió poco de esta pequeña región.

Entre las palabras de Jesús que recogen los evangelios apenas hay sentencias que enuncien grandes verdades abstractas. La existencia de Dios, la dignidad del Hombre o el valor infinito de la Vida son cuestiones sin duda muy nobles, pero Jesús no las plantea con enunciados del tipo: “Dios ama a todo ser humano” o “la vida es el primer derecho fundamental”. Él prefiere un lenguaje que parte de la experiencia de la gente.

La opción de Jesús por Galilea expresa esta elección de lo concreto. El legado de Cristo no es un libro sobre la soberanía del Reino de Dios. A decir verdad, no dejó nada escrito. Su misión se expresa con gestos y palabras vivas, de persona a persona, de nombre propio a nombre propio.

Tenemos en el evangelio de hoy los cuatro primeros de estos nombres: Pedro, Andrés, Santiago y Juan. Los encuentra en su lugar de trabajo, junto al lago, pues eran pescadores. Pedro y Andrés no poseen una barca. Echaban la red arrojándola desde la orilla. Santiago y Juan operan un negocio mejor montado: Disponen de una barca y trabajaban bajo las órdenes de su padre. (En la versión del Evangelio de Marcos –que no en esta de Mateo– se habla incluso de que tenían trabajadores asalariados).

Cristo no vino a fundar una nueva religión sobre la Tierra. Vino a tejer, nudo a nudo, una red de comunión que comenzando en él está llamada a abarcar al mundo entero, conectando cada ser humano con Dios y con los demás. Para tan importante trabajo, no escogió a los mejores. Pedro se mostrará cobarde en momentos críticos durante la vida de Jesús e incluso después de su resurrección. Santiago y Juan –hijos de buena familia– pedirán a Cristo ocupar los puestos de mayor poder. Como ha escrito recientemente el Hermano Alois de Taizé: “Pobres del Evangelio, no tenemos, como cris­tianos, la pretensión de ser mejores que los demás. Lo que nos caracteriza es simplemente la opción de pertenecer a Cristo”.

Esta pertenencia a Cristo nos convierte en Iglesia. Por otro lado, en su esencia, la Iglesia es sólo esta comunión. Todo lo demás –por aparatoso que pueda parecer– son aditamentos.

Este tejido de comunión que es la Iglesia se encuentra desgarrado. Estamos celebrando esta semana el Octavario de Oración por la Unidad de los Cristianos. La división entre las iglesias no es un problema puramente doctrinal u organizativo. Es mucho más serio, pues atañe a lo más esencial. Jesús dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,35). Cuando la Iglesia falla al expresar este amor mutuo, no solo en lo personal sino también a través de sus instituciones, Cristo se hace en ella irreconocible.

La urgencia de este amor concreto está al comienzo del movimiento ecuménico, desde que en 1908 dos sacerdotes de la Comunión Anglicana iniciaran esta Semana de Oración. No se trata fundamentalmente de llegar a acuerdos, sino de reconciliarse. De volver a recomponer la unidad perdida, nudo a nudo, para que el mundo pueda creer.

Cada uno de los cristianos somos un nudo de esta red que tiene en su centro a Cristo. No somos mejores que nadie, de esto somos conscientes, a veces con dolor, otras con agradecida humildad. Muchas veces, perplejos, no sabemos cómo avanzar, pero él nos llama de todas maneras: “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”.