6 de marzo.
Domingo IX del Tiempo Ordinario

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro del Deuteronomio 11, 18. 26-28. 32.

Moisés habló al pueblo, diciendo:

«Meteos estas palabras mías en el corazón y en el alma, atadlas a la muñeca como un signo, ponedlas de señal en vuestra frente. Mirad: Hoy os pongo delante bendición y maldición; la bendición, si escucháis los preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy; la maldición, si no escucháis los preceptos del Señor, vuestro Dios, y os desviáis del camino que hoy os marco, yendo detrás de dioses extranjeros, que no habíais conocido. Pondréis por obra todos los mandatos y decretos que yo os promulgo hoy.»                    

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 30.

Antífona: Sé la roca de mi refugio, Señor.

A ti, Señor, me acojo; no quede yo nunca defraudado;
tú, que eres justo, ponme a salvo, inclina tu oído hacia mí; ven aprisa a librarme.

Sé la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve,
tú que eres mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y guíame.

Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia. 
Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor.

SEGUNDA LECTURA. 

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 3, 21-25a. 28.

Hermanos:

Ahora, la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los profetas, se ha manifestado independientemente de la Ley.

Por la fe en Jesucristo viene la justicia de Dios a todos los que creen, sin distinción alguna.  Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien Dios constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre.

Sostenemos, pues, que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la Ley.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 7, 21-27.

En aquél tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo.

Aquel día, muchos dirán: ‘Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?’
Yo entonces les declararé: ‘Nunca os he conocido.  Alejaos de mí, malvados’.

El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca.  Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca.

El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena.  Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente.».

Comentario a la Palabra:

La casa cimentada sobre roca

Hoy leemos el final del Sermón de la Montaña.  Es un texto que se encuentra casi igual en el evangelio de san Lucas cerrando la instrucción sobre los puntos principales del programa de acción para los discípulos de Jesús.

Terminada la enseñanza, Jesús insiste en el deber de pasar a la acción.  No se trata de hacer en general, sino de “hacer la voluntad del Padre que está en el cielo”.  La traducción oficial hasta ahora dice “cumplir la voluntad del Padre”.  Pero tiene su importancia mantener la referencia explícita al hacer, porque poiein es verbo característico de la enseñanza de Mateo, que lo utiliza ochenta y cuatro veces en su evangelio.  Es verdad que Lucas lo utiliza ochenta y ocho, mientras Marcos sólo cuarenta y siete veces.

En el evangelio de Mateo el verbo “hacer” tiene sentido pleno unas cuarenta veces:  amar “haciendo” (5,46ss); hacer limosna (6,1-2); hacer como quieres que te hagan a ti (7,12); qué hacer para poseer la vida (19,16); el juicio versará sobre las obras (25,40.45).  En el Sermón de la Montaña el verbo “hacer” aparece hasta veintidós veces.  En el evangelio reviste particular significado en tres lugares en los que se insiste en “hacer la voluntad del (de mi) Padre” (Mateo 7,21; 12,50; 21,31).  

Esta insistencia en la acción sigue una línea en la que también han insistido los profetas del Antiguo Testamento.  Y no se trata de una acción ostentosa ante los hombres, sino de “hacer lo justo” ante el Padre que está en los cielos (6,1).  Igualmente la limosna se ha de hacer en secreto sin que una mano sepa lo que hace la otra (6,3-4).  La oración que Dios escucha es la que se hace en la intimidad, donde encontramos a Dios sin palabrerías (6,6).  Se exige, por lo tanto, un “hacer” que no origine ningún tipo de deformación religiosa: ni servicio legalista, ni complacencia en la buena acción, ni fascinación con las obras.  Mientras no se demuestre lo contrario, se propone una actitud religiosa que encuentra en la misma ley mosaica, presentada como expresión de la voluntad divina, una ayuda segura para descubrir “el camino de justicia”.  Esa ley se formuló en principio por quienes, en el estilo de Juan Bautista, exigían fidelidad a la voluntad de Dios en circunstancias concretas.

Sin mencionar “la voluntad del Padre”, sino refiriéndose a la enseñanza de Jesús, también Lucas pide que los discípulos pasen a la acción:  “¿Por qué me llamáis «Señor, Señor» si no hacéis, poieite, lo que os digo?” (Lucas 6,46).  Ambos evangelistas denuncian la incongruencia de una fe que no se traduce en obras y exigen la necesidad de “hacer” para entrar en el Reino.  Si lo entendemos bien, ambos insisten en la urgencia de una ortopraxis que responda a la confesión de fe.  Lo dirá más claro la carta de Santiago: “sed hacedores de la palabra y no sólo escuchantes” (Santiago 1,22); “quien sabe hacer el bien y no lo hace, comete pecado” (4,17).

Esta importancia de las obras choca con lo que se considera enseñanza central de san Pablo tal como hoy nos recuerda la segunda lectura, tomada de la carta a los Romanos.  La frase primera es uno de los casos más claros de oximorón en la literatura paulina, una afirmación rotunda, pero al mismo tiempo paradójica porque contiene la negación de lo mismo que se afirmó anteriormente:  “la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los profetas, se ha manifestado independientemente de la Ley”.  En el original griego se aprecia mejor la figura retórica: “ahora, al margen de la Ley, la justicia de Dios se ha revelado gracias al testimonio de la Ley y de los profetas” (Romanos 3,21).

Hoy se piensa con razón que para nada coincide Pablo con la interpretación divulgada por el luteranismo también en ambientes católicos por el luteranismo.  Las obras de la Ley a las que se refiere Pablo son las prácticas culturales del judaísmo que la tradición judía había revestido de significado religioso.  Y, más en particular, las creencias y prácticas judías que llevaron a Pablo a perseguir a los cristianos y que a muchos judíos impidieron la aceptación del evangelio.  Para Pablo los términos Ley y obras de la Ley son una designación alternativa de lo que nosotros conocemos como judaísmo.

El párrafo final del Sermón insiste en el cimiento de la casa, que es el fundamento de una vida cristiana.  Y ese cimiento, la Roca, es el mismo Cristo, el cual, antes de comenzar a enseñar, empezó a hacer el bien, de manera que su enseñanza estuvo precedida por el ejemplo de pasar por el mundo “haciendo el bien”, euergetôn (Hechos 10,38).  Así comienza san Lucas el relato de “lo que Jesús comenzó a hacer, poiein, y enseñar” (Hechos 1,1).  Idéntico orden para quienes habían de continuar la misión de Jesús:  “quien haga y enseñe” (Mateo 5,19).  Esta secuencia verbal tiene más interés, si se recuerda que el rabinismo sigue considerando hasta hoy de capital importancia, casi más que la buena acción, el estudio de la Ley.

Las enseñanzas de Jesús son las palabras que, guardadas en el corazón y en el alma, hemos de “poner por obra” (Deuteronomio 11,32, en la primera lectura).  Pero tal como resuenan en boca de Jesús y no como las rechazó Pablo.  La lectura del Deuteronomio repite hoy un texto más conocido como continuación del shemá (Deuteronomio 6,6-9),que es la profesión de fe israelita, hoy divulgada también en círculos de amistad judeo-cristiana.  Pero en el capítulo 11 del Deuteronomio, esas palabras se mezclan con otras que recogen el tono conquistador sin freno que hoy particularmente daña a muchos textos del Antiguo Testamento: “donde pongas tu pie, será tierra tuya, desde el Eufrates hasta el Mediterráneo … miedo y pánico ante vosotros sobre todo el territorio que pisen vuestros pies” (Deuteronomio 11,24-25).  Estas pretensiones de etnicidad exclusiva contradicen el ideal de un Dios imparcial, independiente de la Ley, que a todos los que creen ofrece su justicia “sin distinción alguna” (Romanos 3,22, en la segunda lectura).
En las circunstancias económicas de hoy en las que tantas familias ven la casa propia como un ideal inaccesible porque que no tienen seguridad en su empleo, la imagen de una vida construida no sobre arena sino sobre roca firme puede traer sombríos recuerdos.  Más vale insistir en la oración del Salmo que se sirve de la imagen de la roca para indicar la ayuda que podemos esperar de Dios.  En estas situaciones desesperadas sirve mantener un corazón fuerte para que no nos arrastre la riada.

Ya san Agustín, comentando el Sermón de la Montaña, veía en las tormentas que azotan a la casa construida sobre roca las calamidades de la vida diaria.  Identificaba alegóricamente la lluvia con las negras supersticiones, los torrentes con los placeres carnales y los vientos con los chismorreos.  Sin tanto detalle, cada uno podrá a su aire encontrar alguna equivalencia a los factores que zarandean nuestra confianza y nos fuerzan a soñar una casa donde sea con tal de que nos cobije.