10 de julio.
Domingo XV del Tiempo Ordinario
PRIMERA LECTURA.
Lectura del libro de Isaías 55, 10-11.
Así dice el Señor: «Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.»
SALMO RESPONSORIAL. Salmo 64.
Antífona: La semilla cayó en tierra buena y dio fruto.
Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida;
la acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales.
Riegas los surcos, igualas los terrones,
tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes.
Coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia;
rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan de alegría.
Las praderas se cubren de rebaños, y los valles se visten de mieses,
que aclaman y cantan.
SEGUNDA LECTURA.
Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 8, 18-23
Hermanos:
Sostengo que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo.
EVANGELIO.
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 13, 1-23.
Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y la gente se quedó de pie en la orilla.
Les habló mucho rato en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y, como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga.»
Se le acercaron los discípulos y le preguntaron: «¿Por qué les hablas en parábolas?»
Él les contestó: «A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se cumplirá en ellos la profecía de Isaías: 'Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure'. ¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.
Vosotros oíd lo que significa la parábola del sembrador: Si uno escucha la palabra del reino sin entenderla, viene el Maligno y roba lo sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde del camino. Lo sembrado en terreno pedregoso significa el que la escucha y la acepta en seguida con alegría; pero no tiene raíces, es inconstante, y, en cuanto viene una dificultad o persecución por la palabra, sucumbe. Lo sembrado entre zarzas significa el que escucha la palabra; pero los afanes de la vida y la seducción de las riquezas la ahogan y se queda estéril. Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la palabra y la entiende; ése dará fruto y producirá ciento o sesenta o treinta por uno.»
Comentario a la Palabra:
La Buena Tierra
Los primeros cristianos no se encontraban en iglesias y parroquias como lo hacemos nosotros hoy, sino en sus casas. El cristianismo naciente era un movimiento subversivo que no podía reunirse en lugares públicos. Uno de los miembros de la comunidad, aquel que dispusiera de una casa con suficiente capacidad, la ofrecía para los encuentros semanales.
En estas veladas, que sucedían normalmente en la noche del sábado al domingo, se leía el Antiguo Testamento (hablamos de un tiempo en el que el Nuevo Testamento aún no existe), se cantaba, se recitaba poesía. Se contaban historias sobre Jesús, se transmitía de forma oral una tradición que más tarde daría lugar a los evangelios escritos. También comían juntos. Cada uno traía a la reunión algo para compartir; y en contexto de una cena completa, se consagraba el pan y el vino.
En el texto que hemos leído hoy, Jesús explica el secreto de una sus parábolas en casa. La experiencia de la comunidad cristiana se superpone de este modo al relato de la vida de Jesús. Jesús instruye a sus discípulos en casa, del mismo modo, los cristianos aprenden a ser discípulos en casa, es decir esas asambleas que se celebran semanalmente. A propósito, “asamblea” se decía en griego “ekklesía” (iglesia), una palabra escogida por los cristianos por carecer de connotaciones religiosas, con una resonancia tan “laica” como nuestro término “asamblea”.
Jesús habló para todos, pero su enseñanza no es mera información. Sólo quien se deja transformar puede adentrarse en el misterio de las parábolas de Jesús. El evangelio de hoy expresa con un toque de hipérbole esta idea. Una vez en casa, Jesús dice a los discípulos:
“A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender”
Para comprender a Jesús no es necesario ser especialmente inteligente, es más, tenerse por sabio puede ser el mayor obstáculo. El domingo pasado le escuchábamos decir:
“Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”
Incluso el más desprovisto puede ser discípulo, sólo se requiere estar dispuesto a aceptar el “yugo suave” de un estilo de vida que es posible gracias a la comunidad de los que tratan de vivir la presencia del Resucitado.
Tres de los textos bíblicos de hoy – la profecía de Isaías, el salmo y el evangelio – comparan a los creyentes con la tierra; y a la Palabra de Dios con la lluvia y la semilla que la hacen fructificar.
Jesús explica “en casa” las claves para entender la parábola de la semilla. De este modo se revela como una enseñanza sobre cómo llegar a ser un seguidor de Cristo.
La primera tierra no es apta. Ni siquiera forma parte de un campo de cultivo. Es un suelo endurecido, incapaz de acoger la semilla. “Satanás” es una clave en los evangelios para hacer referencia a los sistemas de dominio y sumisión. Así, la metáfora del borde del camino hace referencia a los que viven encerrados en una lógica de obediencia ciega, sea a preceptos religiosos, económicos o sociales. En su mundo no hay resquicios por los que pueda penetrar la luz del “Dios distinto” que proclama Jesús. Son impermeables a la interpelación de la Palabra, que viene a depositar en ellos la frescura del Evangelio.
Los dos siguientes tipos de suelo dan una oportunidad a la Palabra, pero ésta no llega a fructificar: la falta de constancia en el primer caso y la competencia de los afanes de la vida en el segundo terminan por frustrar en ellos el proyecto del Sembrador.
Personalmente, me siento muy identificado con ambos grupos. Me falta constancia y me sobran deseos que distraen. ¡Pero aún tengo la oportunidad! No estoy predestinado a ser un tipo de tierra. Puedo elegir.
Ser una tierra que se deja fecundar, que acoge la lluvia y la semilla, ese es el proyecto de Dios para mi vida.
Tenemos plan para estas vacaciones: darnos espacio para abrirnos a la gracia que Dios derrama. Tomarnos también el tiempo de cuidar esos lazos que hacen de la comunidad algo real en mi vida, relaciones que me interpelan y trasforman.
Lo más sorprendente de toda esta historia – y la clave de las parábolas hay que buscarla siempre en el elemento “sorpresa” – es lo copioso de la cosecha. En aquel tiempo se consideraba excelente una recolección que produjera siete veces lo sembrado. La parábola habla de una sobreabundancia: treinta, sesenta, cien veces más. Por sus frutos, los conoceréis.