11 de septiembre.
Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

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PRIMERA LECTURA.

Lectura del libro del Eclesiástico 27, 33 - 28, 9.

Furor y cólera son odiosos; el pecador los posee. Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿Y pide perdón de sus pecados? Si él, que es carne, conserva la ira, ¿quién expiará por sus pecados? Piensa en tu fin, y cesa en tu enojo; en la muerte y corrupción, y guarda los mandamientos. Recuerda los mandamientos, y no te enojes con tu prójimo; la alianza del Señor, y perdona el error.

SALMO RESPONSORIAL. Salmo 102.

Antífona: El Señor es compasivo y misericordioso.

Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.

Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.

No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo;
no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas.

Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles;
como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos.

SEGUNDA LECTURA.

Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos 14, 7-9.

Hermanos:

Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos.

EVANGELIO.

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 18, 21-35.

En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?»

Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así.

El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: “Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo”.
El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: “Págame lo que me debes”

El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: “Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré”.
Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.

Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: “¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”

Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.
Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.»

Comentario a la Palabra:

Al comienzo de todo, el Perdón

Cristo no vino a fundar una nueva religión sobre la Tierra. Él vino a realizar el definitivo deseo de Dios para la Humanidad y la Creación: “Reconciliar mediante Él todas las cosas” (Col 1,20). Su mensaje es el de un “año de gracia” en el que Dios ha decidido regalar su perdón a todo a aquel que quiera acogerlo, pues el perdón y la reconciliación no pueden ser forzados sobre nadie.

Cristo vino a traer la paz. “La paz os dejo, mi paz os doy”. Son palabras suyas que repetimos en cada Eucaristía. Jesús se niega a llamar paz al orden establecido por la violencia de las armas o de los mercados. Esa no es su paz, pero tampoco vino a imponer su idea de justicia. La paciencia de Dios consiste en que Él no fuerza su paz sobre nadie, aunque eso le costase morir en la Cruz.

El cristiano ve el mundo desde la perspectiva de alguien que ha acogido el perdón. Pero solo el que vive del perdón puede adquirir una mirada tan peculiar.

Esta mirada nos permite, en primer lugar, conocer la verdad acerca de nosotros mismos. Sólo cuando somos perdonados, se desarman las defensas que, consciente o inconscientemente, hemos levantado para ocultar nuestro pecado. Sólo cuando nos sabemos perdonados, podemos aceptar nuestro pasado, y lo que somos. Este es el comienzo de la verdadera paz.

Los cristianos no deberíamos hablar del perdón con ligereza. Sólo el silencio nos acerca a quien sufre.  Primero hay que escuchar, y no solo con los oídos. Después, hacerse las preguntas desde la situación de las víctimas.

¿Cómo puede un hombre o una mujer perdonar a su ex cónyuge, que se ha largado después de engañarle con otro/a? ¿Cómo se perdona al socio de una empresa que ha huido con el dinero que aseguraba la continuidad de decenas de puestos de trabajo? ¿Cómo se perdona al responsable de una institución de la Iglesia, que llevado de su deseo de poder, ha calumniado, destruyendo la confianza y la fraternidad? ¿Cómo se puede perdonar a un gobernante corrupto que se ha enriquecido embolsándose el dinero destinado a paliar el hambre de su pueblo? ¿Cómo perdonar a los terroristas de la masacre del 11-S?

Ante estas cuestiones dramáticas, basadas en “hechos reales”, la pregunta de Pedro a Jesús aparece mucho más ligera. En el pasaje del Evangelio, Pedro no parece referirse a alguna terrible traición, sino a una ofensa cotidiana que puede repetirse incluso varias veces en un mismo día.

Perdonar requiere entrenamiento. Como toda virtud, se adquiere con la ejercitación repetida. El perdón cotidiano nos educa en la práctica de la reconciliación, que es la razón de ser de los cristianos. La Iglesia no tiene ninguna otra misión que la de continuar aquella de Jesús, prolongando a través de los siglos el “año de gracia” que Él vino a anunciar.  Avanzar en la fe es profundizar en las implicaciones del perdón gratuito y no violento de Dios.

Decir que la Iglesia es una comunidad de reconciliación nos conduce al espanto de darnos cuenta de lo mal que lo estamos haciendo. El escándalo de la división de las iglesias hace visible la gran necesidad que tenemos las comunidades que decimos seguir a Jesús de recibir el perdón de Dios. Y no solo por la división confesional. Llamar “comunión” a un orden impuesto desde la exclusión nos aleja aún más de la paz del evangelio.

La parábola que nos cuenta Jesús muestra a un hombre que, habiendo sido formalmente “absuelto”, no ha hecho verdaderamente suyo el perdón que le ha sido otorgado. Su agarrar por el cuello al compañero que le debía 100 denarios parece sacado de las viñetas de un tebeo. Jesús caricaturiza así a aquellos que diciendo vivir en una comunidad de perdón se niegan a adquirir los hábitos de conducta que requiere la dinámica de la reconciliación. Decimos que hemos sido redimidos por Cristo, que somos pecadores perdonados: Eso se demuestra entrando en el proyecto de reconciliación que Cristo ha venido a traer sobre la Tierra.

Y de nuevo nos damos cuenta de lo difícil que es esto de perdonar. En realidad, es imposible sin el Espíritu de Dios, pues el perdón no puede ser forzado sobre los demás, pero tampoco sobre nosotros mismos. No hay coerción en el perdón de Dios: “Fuerte en gracia, poderoso en verdad” afirma de Cristo una cantata de J. S. Bach.

Las ofensas cotidianas son otras tantas oportunidades de entrenamiento, que bien aprovechadas nos van transformando hacia el tipo de persona que necesita ese proyecto que llamamos Reino de Dios. Vivir del perdón, para construir comunidades siempre dispuestas a inventar nuevas estrategias de reconciliación, cada vez que las circunstancias lo permitan.